Hiroshi Sugimoto
Tokio, Japón. 1948
Fotografía bajada de la red. |
"Relato de un náufrago"
Mi primera impresión fue la de estar absolutamente solo en mitad del mar. Sosteniéndome a flote vi que otra ola reventaba contra el destructor, y que éste, como a 200 metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y desaparecía de mi vista. Pensé que se había hundido. Y un momento después, confirmando mi pensamiento, surgieron en torno a mí numerosas cajas de mercancía con la que el destructor había sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios, neveras y toda clase de utensilios domésticos que saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve en ese instante idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, me aferré a una de las cajas flotantes y estúpidamente me puse a contemplar el mar. El día era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte oleaje producido por la brisa y la mercancía dispersa en la superficie, no había nada en ese lugar que pareciera un naufragio.
Al principio me pareció imposible permanecer tres horas solo en el mar. Pero a las cinco, cuando ya habían transcurrido cinco horas, me pareció que aún podía esperar una hora más. El sol estaba descendiendo. Se puso rojo y grande en el ocaso, y entonces empecé a orientarme. Ahora sabía por donde aparecerían los aviones: puse el sol a mi izquierda y miré en línea recta, sin moverme, sin desviar la vista un solo instante, sin atreverme a pestañear, en la dirección en que debía de estar Cartagena, según mi orientación. A las seis me dolían los ojos. Pero seguía mirando. Incluso después de que empezó a oscurecer, seguía mirando con una paciencia dura y rebelde. Sabía que entonces no vería los aviones, pero vería las luces verdes y rojas, avanzando hacia mí, antes de percibir el ruido de sus motores. Quería ver las luces, sin pensar que desde los aviones no podrían verme en la oscuridad. De pronto el cielo se puso rojo, y yo seguía escrutando el horizonte. Luego se puso de color de violetas oscuras, y yo seguía mirando. A un lado de la balsa, como un diamante amarillo en el cielo de color de vino, fija y cuadrada, apareció la primera estrella. Fue como una señal. Inmediatamente después, la noche, apretada y tensa, se derrumbó sobre el mar.
No amaneció lentamente, como en la tierra. El cielo se puso pálido, desaparecieron las primeras estrellas y yo seguía mirando primero el reloj y luego el horizonte. Aparecieron los contornos del mar. Habían transcurrido doce horas, pero me parecía imposible. Es imposible que la noche sea tan larga como el día. Se necesitaba haber pasado un noche en el mar, sentado en una balsa y contemplando un reloj, para saber que la noche es desmesuradamente más larga que el día. Pero de pronto empieza a amanecer, y entonces uno se siente demasiado cansado para saber que está amaneciendo.
Eso me ocurrió en aquella primera noche de la balsa. Cuando empezó a amanecer ya nada me importaba. No pensé ni en el agua ni en la comida. No pensé en nada hasta cuando el viento empezó a ponerse tibio y la superficie del mar se volvió lisa y dorada. No había dormido un segundo en toda la noche, pero en aquel instante sentí como si hubiera despertado. Cuando me estiré en la balsa los huesos me dolían. Me dolía la piel. Pero el día era resplandeciente y tibio, y en medio de la claridad, del rumor del viento que empezaba a levantarse, yo me sentía con renovadas fuerzas para esperar. Y me sentí profusamente acompañado en la balsa. Por primera vez en los 20 años de mi vida me sentí entonces perfectamente feliz.
Fotografías de Hiroshi Sugimoto.
Título y textos extraídos de "Relato de un náufrago" de Gabriel García Márquez.
Estupendos paisajes.
ResponderEliminarAbrazos.
ya sabes...horizontes infinitos, vientos caprichosos, sol inclemente, silencios intermitentes...como en un desierto.
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