viernes, 24 de abril de 2015

"Walter Benjamin Vs Andy Warhol"







LA C(r)ÓNICA LUZ
ARTEsana





Walter Benjamin.
Alemania, 1892-1940.

Fotografía bajada de la red.














"La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica"




          La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción. Lo que los hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. Los alumnos han hecho copias como ejercicio artístico, los maestros las hacen para difundir las obras, y finalmente copian también terceros ansiosos de ganancias. Frente a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se impone en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de otros, pero con intensidad creciente.




          Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración. También cuentan las alteraciones que haya padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales cambios de propietario. No podemos seguir el rastro de las primeras más que por medio de análisis físicos o químicos impracticables sobre una reproducción; el de los segundos es un tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir del lugar de origen de la obra.
          El aquí y ahora del original constituye el concepto de autenticidad. Los análisis químicos de la pátina de un bronce favorecerá que se fije si es auténtico; correspondientemente, la comprobación de que un determinado manuscrito medieval procede de un archivo del siglo XV favorecerá la fijación de su autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica -y desde luego que no sólo a la técnica-. Cara a la reproducción manual, que normalmente es catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica. La razón es doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más independiente que la manual respecto del original. En la fotografía, por ejemplo, pueden resaltar aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada a propio antojo con el fin de seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en cambio para el ojo humano. O con la ayuda de ciertos procedimientos, como la ampliación o el retardador, retendrá imágenes que se le escapan sin más a la óptica humana. Además, puede poner la copia del original en situaciones inasequibles para éste. Sobre todo le posibilita salir al encuentro de su destinatario, ya sea en forma de fotografía o en la de disco gramofónico. La catedral deja su emplazamiento para encontrar acogida en el estudio de un aficionado al arte; la obra coral, que fue ejecutada en una sala o al aire libre, puede escucharse en una habitación.
          Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero en cualquier caso deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo alguno valga esto sólo para una obra artística, sino que parejamente vale también, por ejemplo, para un paisaje que en el cine transcurre ante el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto de arte una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su autenticidad. La atenticidad de una cosa es la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse de ella desde su duración material hasta su testificación histórica. Como esta última se funda en la primera, que a su vez se le escapa al hombre en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la testificación histórica de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que se tambalea de tal suerte es su propia autoridad.
          Resumiendo todas esta deficiencias en el concepto de aura, podemos decir: en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. El proceso es sintomático; su significación señala por encima del ámbito artístico. Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de la humanidad.










          La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente muy cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacía de ella objeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho con otro término: su aura. La índole original del ensamblamiento de la obra de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión en el culto. Las obras artísticas más antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero mágico, luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de su función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil. Dicha fundamentación estará todo lo mediada que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del servicio la belleza resulta perceptible en cuanto ritual secularizado. Este servicio profano, que se formó en el Renacimiento para seguir vigente por tres siglos, ha permitido, al transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que le alcanzara, reconocer con toda claridad tales fundamentos. Al irrumpir el primer medio de reproducción de veras revolucionario, a saber la fotografía, el arte sintió la proximidad de la crisis (que después de otros cien años resultó innegable), y reaccionó con la teoría de <<l'art pour l'art>>, esto es, con una teología del arte. De ella procedió ulteriormente ni más ni menos que una teología negativa en la figura de la idea de un arte <<puro>> que rechaza no sólo cualquier función social, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual.
          Hacer justicia a esta serie de hechos resulta indispensable para una cavilación que tiene que habérselas con la obra de arte en la época de su reproducción técnica. Esos hechos preparan un atisbo decisivo en nuestro tema: por primera vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte, en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida. De la placa fotográfica, por ejemplo, son posibles muchas copias; preguntarse por la copia auténtica no tendría sentido alguno. Pero en el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.




















Andy Warhol.
Pittsburgh, EEUU. 1928-1987


Imagen bajada de la red.
















Título y texto, extraído de "Discursos interrumpidos", de Walter Benjamin.
Obra de Andy Warhol.




sábado, 18 de abril de 2015

"Podemos..."







OPINION.es








"Podemos"
... o el poder de los logos, los iconos y la fotografía.




          (Si esperas encontrar aquí un artículo/opinión sobre ese nuevo partido político, faro de ilusión en la sociedad hispana, estás en un error. Deja de leer y ve a otras páginas de la red que se dediquen a ello.)
          Trata esta reseña sobre los logos, los iconos y la fotografía, y el poder que ostentan estos símbolos, donde "menos se convierte en más" y a la par escarifican inconscientemente nuestros hábitos, memoria y pensamientos, particular o colectivamente. Deseo incidir más específicamente sobre aquellos relativos a imágenes fotográficas, esas que nos han acompañado en un cierto periodo histórico complejo e interesante, como fue esa transición entre siglos.
          He titulado y quiero comenzar con ese último gran acierto que revoluciona la actualidad de este país porque con su simple nombre/slogan, y sin programa electoral siquiera, está alcanzando cotas de intención de votos inimaginables fuera del bipartidismo y, puesto en boca de todos, no deja indiferentes. Extraordinario es además que, en una época desbordante de imágenes, careciendo de un logo reconocible esté abanderando esperanzas y ansias tal como lo hacen otras "marcas", de múltiples índoles y fines. Y aun siendo tachados de antisistema por todas las fuerzas de propaganda neoliberales o socialdemócratas, su simple nombre les está proporcionando la fuerza necesaria para alcanzar su fin. Aún está por confirmar, pero será una revisión del mito de David tocando en el talón de Aquiles a la "casta" de Goliat con la onda de su misma arma: el logo.
          






          Aunque la iconografía laica del presente no pareciera asemejarse a la mística pretérita, ni ocupe naturalmente los mismos espacios, sí que conserva sus mismos anhelos etéreos. Transmutadas las formas e intenciones no por ello se aleja del ansia por acariciar esas zonas del ser -o de éste en comunidad- que son los deseos, sueños, miedos o ilusiones que toda la humanidad conserva y portará por siempre, no mesurables ni materiales, no aprensibles ni jamás alcanzables más allá de nuestras mentes. Tal vez una de las más efectivas y extendidas globalmente de las campañas del marketing icónico haya sido -y aún lo sea- la que nos ha vendido "la chispa de la vida". Mientras la Roma católica nos fustigaba con suprema y divina efectividad durante milenios con un "valle de lágrimas", hubo de llegar una interesada multinacional para hacernos creer que una bebida de fórmula perversamente secreta nos haría felices. Su poder de penetración en todos los ámbitos ha sido tal que habría que considerar el contemplarlo como el primer virus global, conformado por una testa con forma de logo y extremidades con maneras de slogan.






          También Nike arrastra en su firma con el mensaje escrito, un slogan no menos significativo: "Just do it" -tal parecido de éste y el "Yes, we can" de Obama con el no-logo de Podemos no nos deja duda de dónde vienen estos lodos-, pero tal es la fuerza icónica de su símbolo, lo que antes era el ubicuo y universal significante de conformidad, que caló en nosotros hasta el punto de instantáneamente llevarnos a pensar en la propuesta de su fórmula: "esfuerzo es igual a logro". Lo que anteriormente resultara patria exclusiva de los deportistas profesionales se democratiza, aquellos cinco círculos cerrados de los JJOO se abren, simplificados en un gesto, y calando en todo un pueblo ansioso y deseoso de ser héroe, y emulando el bien vendido apéndice de la salud al alcance de todos, previo "sutil peaje" por supuesto. Pero estas campañas de logo y slogan que hacen ambas marcas comienzan a anacronizarse, la velocidad e inmediatez exigidas por los nuevos tiempos exhortan a otras maneras, y así la imagen adquiere mayor preponderancia por su facilidad de lectura y efectividad.








          Mientras el mitológico y dogmático pasado del catolicismo nos vendía un mundo físico de resignación en pos de otro de fe y eterna ilusión, sus otras versiones -luterana y calvinista- giraron otra vuelta de tuerca sobre la realidad, más caduca ésta pero dispuesta para ser disfrutada. Frente a la resignación en la tierra de los primeros para conquistar la llave del cielo, la nueva propuesta obliga al esfuerzo mercantilista y al acatamiento implícito de la máxima. "la posesión de bienes materiales produce felicidad". Hasta que llegó a éste, nuestro redondo planeta, Apple. Entonces los polos opuestos se encontraron. Recurriendo a la manzana original de un paraíso perdido pero conservando la mordida del deseo, nos ha retornado al mundo etéreo de los anhelos del alma. Sus productos pueden ser físicos, pero tras ellos se oculta la fe de otro más allá: un espacio edénico de posibilidades, paradisiaco en sus conquistas, y materialmente intangibles. Pero más que un retorno a lo espiritual es una novedosa fusión de ambas percepciones donde la osadía de la transgresión produce satisfacción o, la promesa falaz, que el pecado también puede y produce placer.







          Y aunque la apropiación de la iconografía haya sido logro de la publicidad, a través de sus logos, para engordar la cuenta de beneficios de sus clientes, también hay significativos ejemplos menos interesados, y a la par efectivos o transcendentes. Y como todo proceso es el hijo bastardo de su tiempo, la convulsa y belicosa historia de la Europa occidental desarrolló conjuntamente un ansia de pacifismo al caer en el hartazgo de la sinrazón de los liderazgos mesocráticos e ideológicos, y de las guerras frías o calientes a que nos llevaron nuestros dirigentes. Una paloma y en su pico la rama de olivo -referencia bíblica aún presente, por supuesto- supuso el hito de la voz callada de un pueblo castigado por su historia en los múltiples mataderos de las batallas nacionalistas (Picasso además nos legó, cual fresco románico, el logo más complejo, cruel y específico sobre este mismo tema: el Guernica no es tan sólo un mural del terror, además es el graffiti  de un pueblo que denuncia a sus gobiernos. Esta dualidad suya, enigmática y única, transgrede hasta en su difusión: igual la encontramos estampada en camisetas, tazas o adhesivos, como peregrinamos hasta el atrio del museo donde se expone el único logo "artístico").





Fotografía de Alberto Korda.


          Pero desde la irrupción de la fotografía en nuestra sociedad, y debido a su perenne curiosidad por mostrarnos el mundo tal cual es, las imágenes han pervertido al logo en su noción y definición -no lo icónico, que pervive en sus mil maneras posibles-, y hay fotografías que se instalaron en nuestro acervo con la misma potencia de significado que cualquiera de aquellos. Tal vez la más representativa de la época resultara hecha por la casualidad de la cámara de Alberto Korda en un retrato del Ché Guevara, que traspasaría posteriormente su soporte documental para acabar en grafía ubicua, y se transformó en símbolo de lucha, de justicia e igualdad -curiosamente el tiempo siempre "peina canas" y 30 años después encontré en la red esta misma imagen realizada con logos de multinacionales, lo que pervierte y transmuta el significado icónico original en un algo perverso, burlesco, ruin, irónico y triste-.





Fotografía de Robert Capa.


Fotografía de Robert Capa.



          Pero no necesariamente las fotografías salidas del hostil ambiente bélico se vieron obligadas a pasar por el filtro del diseño para establecerse como lenguaje de nuestra memoria icónica. A pesar del posterior cuestionamiento que sufren los reporteros de conflictos por mostrar el infierno en la tierra, hubo un tiempo en que gozaron del prestigio merecido y algunas de sus imágenes se han convertido en mito y voz con significado propios. Que Robet Capa escenificara o no la muerte del miliciano en el cerro Muriano, o que la insuficiencia de luz durante el desembarco del día D sólo le permitiera captar unas poca tomas, ni merma ni enriquece que ambas fotografías se convirtieran posteriormente en iconos analógicos de un pasado en blanco y negro del siglo XX. Puede que su fuerza radique en hacer efectiva la máxima clásica: "Una imagen vale más que mil palabras". Todos los tratados de historia sobre ambas guerras quedan empequeñecidos, que no anulados, y sobre todo sintetizados -tal como un logo- a la vista de esas dos instantáneas tan directas como estremecedoras. Tal vez fueran los dos únicos disparos de todas esas guerras que, sin hacer daño, mataron definitivamente un tiempo.



Fotografía de Nick Ut.


Fotografía de Marc Riboud.



          Esta certificación de una realidad de la historia negra de la humanidad -que antes de la irrupción de la fotografía nos podíamos ver sin participar, y que tras ellas nos negamos a ver o aceptar-, y que ha estigmatizado en múltiples ocasiones a sus mensajeros, también es la causante de la toma de conciencia y movilización social, y su posterior derivación hacia los posicionamientos ideológicos pacifistas. El impacto causado por la fotografía de Nick Ut que reflejaba la huida de la niña Kim Phúc abrasada por el napalm durante la guerra del Vietnam, y que en fondo mostraba toda aquella esquizofrenia del imperialismo en su celo de conquista, incluso usando "armas no convencionales", llevó al cómodo y alejado mundo occidental al cuestionamiento sobre los métodos  y las barbaridades cometidas en el vano nombre de la civilización y el "bien relativo". Las batallas de esta época confusa y psicodélica fueron múltiples, e incluso interiores - manifestaciones estudiantiles con el arma del adoquín en el Mayo francés del 68, pacíficas por la descolonización en la India lideradas por Gandhi, anti-racistas y en pro de los derechos básicos por la convivencia de razas en la propia casa del imperio estadounidense, o fría frente al enemigo oculto tras un telón de acero- y se concretaron en el deseo que reflejó la joven con una flor en la mano frente a los fusiles de la represión durante la marcha hacia el Capitolio, tomada por Marc Riboud en 1967. Ambas fotografías-icono, espontáneas y surgidas desde la denuncia de una época, se diferencian en sus intenciones y significados de las manipulaciones de las ideologías de ese periodo: la instantánea de la toma de Berlín por los rusos sería posteriormente defenestrada desde occidente, mientras que el izado de la bandera americana en la colina de Iwo Jima hubo de volver a escenificarse por falta de "glamour" para reescribir una historia "gloriosa", aunque trucada.





Fotografía de Joe Rosenthal.

Fotografía de Louis R.Lowery.


          Y aunque ahora pareciera haber pasado la gran época del reportaje en primera línea, y a pesar de la multitud de imágenes de guerras -"troyanas, romanas o cartaginesas"- que se nos cuelan contradictoriamente en nuestras vidas insensibilizándonos, hay que reconocer que éstos -y otros iconos fotográficos que he de dejar atrás, como los perversos efectos de la bomba atómica- han obligado a cuestionarnos nuestra postura ética y corresponsable frente a las otras vidas paralelas que conviven con nosotros, con otra raza, color, costumbres o creencias. Tal vez el cambio pareciera aun nimio, sutil y aun más moral que de acto -Europa vive un cuasi-largo periodo de relativa paz si exceptuamos las convulsiones en sus márgenes de conflictivos choque "culturales", mientras los EEUU "limitan" un tanto su expansión belicosa y hace preponderar la colonización industrial y bursátil-, y también porque los iconos de la vida real no se fabrican como aquellos otros mercantiles, ni surgen en nuestros acervos como implosión espontánea tanto como desearíamos. Pero aun así hay uno que creo que quedó algo oculto por la magnitud de las imágenes y el tsunami continuo de acontecimientos que las hacen perecer casi en el mismo momento de su aparición: el oprobio sufrido por el preso anónimo de la cárcel de Abu-Ghraib es superado tan sólo por la estupidez del soldado al haber deseado documentar tal hecho. Además el que un neófito inmoral tomara tal instantánea y pase a la historia junto a los nombres de los grandes periodistas visuales le denigra doblemente, pues contradictoriamente fue capaz de plasmar el martirio de otro Jesucristo velazqueño -musulmán éste para más INRI, sin olvidar que el "original" lo era judío-. Tal casualidad del "rebuzno sobre la flauta produciendo música" nos lleva a reflexionar sobre el potencial del arma usada, esa que ahora llevamos todos en el bolsillo, y que dispara sin pudor ni cesa de decir verdades como puños, solamente.





Fotografía de Robert Doisneau.


Fotografía de Alfred Eisenstaedt.



          Por contra, y como oposición, el icono visual más bello que se nos ha legado ha sido el beso en la plaza del ayuntamiento de París, instante tomado por Robert Doisneau en 1950, y no tanto porque sea el reflejo de una época de liberación, sino por ser la de todas. Imagen pura, sencilla y tierna que sintetiza todos los sentidos de la vida, de la humanidad y con ella la de todos y cada uno de nosotros: el amor en fin. Que incluso los profanos al medio conozcan esta fotografía habla de la inmensa penetración que ha tenido como símbolo -últimamente se utilizó como referente para diseñar el cartel de las "Fiestas del Pilar de Zaragoza" en 2014, creando cierta polémica, no sé bien por qué-. En cambio, el otro "icono" de beso por excelencia, me temo que signifique el embeleso de una victoria, la celebración en exceso, la momentánea y promíscua euforia por el fin de una guerra, más que el sensual acto de amar.
          También que hayamos encontrado otro faro-guia ansiado en la famosa imagen de la cola de una ballena, difundida por Greenpeace en pos de su defensa frente al exterminio, haciendo efectiva además una voz que clamaba por un mundo más sostenible, habla del potencial de las imágenes como iconos. Con ella se dio el inicio de una larga marcha que enarbola la bandera ecologista frente a los despropósitos consumistas, tan exportablemente agresivos como víricos, que están llevando a cabo las sociedades capitalistas. Una toma de conciencia y un posicionamiento que se hizo más esperanzador a través de este símbolo fotográfico, sencillo, natural, emotivo y a la par potente.  






          Mientras tanto Andy Warhol además nos advertía que no existían sólo las estrellas del cielo, que los iconos también podían crearse, ser múltiples, infinitos e incluso prefabricados -al igual que nos susurró nuestro derecho individual de cinco minutos de fama-, y que gracias al marketing el mundo se vende fácilmente. La Factoría de Warhol produjo "estrellas sin luz" para los supermercados del arte, Marylins, Maos o latas de sopas Campbell's, además de sillas eléctricas o autos accidentados para un "Todo a 100" popular, y así produjo en cadena lo áurico hasta el hartazgo, limitado hasta entonces a las selectivas y minoritarias élites. Sus iconos de la vulgaridad convirtieron lo sublime en popular, y lo popular en sublime. Pero aun así el mundo es un lugar extraordinario, capaz de dar "pequeños pasos para un hombre, pero grandes para la humanidad", y por eso podemos compartir la gran historia universal conjuntamente a pequeñas historias remotas e individuales. Pisar la Luna por el hombre fue el gran acontecimiento del siglo XX, pero ver "en vivo" y en directo la agonía que sufrió Omayra Sanchez en 1985 tras las inundaciones sufridas el pueblo de Armero de Colombia tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz, y el infructuoso e inútil esfuerzo que se hizo por salvarla, no es menos emotivo. Tal vez este icono de la impotencia no lo sea hoy en día para nadie más que para mí, pero me complace traer su recuerdo a este lugar donde la imagen nos forma como memoria. 





          Las fotografías suponen un no-lenguaje de lo caduco y ya callado, de lo vivido y ya perecido, y su rescoldo supone la memoria colectiva e individual de todos nosotros. Son una voz callada que niegan el olvido y que despiertan en nosotros una conciencia-reflejo de sí mismas por decir con sencillez lo que callan: así fuimos, así sucedió. Por eso cuando Niépce tomó aquella primera imagen de luces y sombras desde la ventana de Gras en 1826 abrió otra "muda" que decía: PODEMOS. Ahora, casi dos siglos después, nuestro compromiso está en saber qué podemos y/o queremos ver.



Fotografía de Joseph Nicéphore Niépce.




Texto de enriqueponce.
Imágenes y fotografías bajadas de la red.




domingo, 12 de abril de 2015

"Robert Doisneau"






LOS CAZADORES deMENTES






Robert Doisneau
París, Francia. 1912-1994




Fotografía bajada de la red.





















"La obra"







          Desde que se había levantado, Claude tenía ganas de apartar el biombo y ver. Esta curiosidad, que juzgaba estúpida, no hacía sino redoblar su mal humor. Finalmente, cuando hubo cogido los pinceles con su acostumbrado encogimiento de hombros, se dejó oír un balbuceo en medio de un susurrar de ropas; y de nuevo se reanudó el respirar suave, pero esta vez, dejando los pinceles, no pudo evitar asomar la cabeza. Pero lo que vio hizo que se quedase parado, serio, extasiado, susurrando:
          -¡Ah, caramba!... ¡Ah, caramba!...
          En el calor de invernadero que producían los cristales, la muchacha acababa de destaparse de la sábana; y dormía, muerta de cansancio por las noches de insomnio, bañada de luz, y tan inconsciente que ni un estremecimiento recorría su inmaculada desnudez. En su afiebrado insomnio, los botones de las hombreras de su camisa debían de haberse soltado, ya que se le deslizaba toda la manga izquierda, dejando descubierto su pecho. Era aquella una carne dorada, fina como la seda, la primavera de la carne, con dos pechos pequeños turgentes, henchidos de savia, en los que despuntaban dos pálidas rosas. Con el brazo derecho que se había pasado por debajo de la nuca, la cabeza soñolienta caída hacia atrás, su pecho confiado se ofrecía en una agradable postura de abandono, mientras sus negros cabellos sueltos la revestían aún de un manto oscuro.
          -¡Oh, caramba! ¡Qué hermosa está!
          Era ésa, absolutamente ésa, la figura que había buscado inútilmente para su cuadro, y en casi idéntica postura. ¡Algo delgada, de una endeblez un tanto infantil, pero tan flexible, de una tan lozana juventud! Y, no obstante, con unos senos ya maduros. ¿Dónde diablos escondía, la víspera, aquel pecho, que no había adivinado? ¡Todo un hallazgo!
          Claude corrió raudo a coger su caja de pinturas al pastel y una gran hoja de papel. Luego, acuclillado junto a una silla baja, posó sobre sus rodillas un cartapacio y se puso a dibujar con una gran felicidad pintada en el semblante. Toda su turbación, su curiosidad carnal, su deseo contra el que había luchado desembocaban en aquel deslumbramiento de artista, en aquel entusiasmo por las bellas tonalidades y los bien articulados músculos. Se había olvidado ya de la muchacha y estaba bajo el hechizo de la nieve de los pechos, que resplandecían entre el delicado color de los hombros. Una modestia inquieta le empequeñecía ante la naturaleza, apretaba los codos, volviéndose un niño pequeño, muy prudente, atento y respetuoso. Esto duró cerca de un cuarto de hora, se detenía a veces, aguzaba la vista para ver mejor. Pero como temía que ella se moviese, se volvía a poner manos a la obra, conteniendo la respiración, por temor a despertarla.
          







          De repente le recorrió un escalofrío, parecido a los reflejos cambiantes sobre el satén de su piel. Tal vez había sentido, por fin, esa mirada masculina que la estaba escudriñando. Abrió sus grande párpados y soltó un grito.
          -¡Ah, Dios mío!
          Y el estupor la paralizó: era aquel lugar desconocido, aquel muchacho en mangas de camisa, agachado delante de ella, que se la comía con los ojos. Luego, en un impulso desesperado, cogió la colcha y se la pegó con sus dos brazos contra el pecho, mientras le hervía la sangre de una tal angustia púdica que el rubor abrasador de sus mejillas se extendió hasta los botones de sus pechos en una oleada rosada.
          -Eh, pero ¿qué le pasa?- exclamó Claude, descontento, con el lápiz en la mano.
          Ella no dijo una palabra más, ni se movió, con la sábana apretada contra el cuello, hecha un ovillo, replegada sobre sí misma, deshaciendo apenas la cama.
          -No me la voy a comer... Vamos, hágame el favor, vuelva a la posición anterior.
          Una nueva oleada de sangre hizo que enrojeciera hasta las orejas. Acabó por farfullar:
          -¡Oh, no, oh! ¡No, señor!
          Pero él se iba enfadando poco a poco, en uno de esos bruscos ataques de cólera habituales en él. Encontraba estúpida aquella obstinación.
          -Dígame, ¿qué tiene ello de malo? ¡Vaya desgracia saber cómo está usted hecha!... A otras he visto.
          Entonces ella prorrumpió en sollozos, y él se acabó de enojar del todo, desesperado delante de su dibujo, fuera de sí sólo de pensar que no lo acabaría, que la gazmoñería de aquella muchacha le impediría contar con un buen estudio para su cuadro.
          -No quiere, ¿eh? ¡Pues es usted una imbécil! ¿Por quién me toma?... ¿Acaso le he puesto la mano encima?, ¡dígame! De haber pensado en esas tonterías, no me habría faltado ocasión esta noche... ¿Ah, me traen sin cuidado, querida! Ya me puede enseñar usted todo... Y, oiga, además no es muy amable por su parte a negarme este favor, pues al fin y al cabo le di cobijo y ha pasado la noche en mi cama.
          Ella lloraba más fuerte, con la cabeza hundida en la almohada.
          -Le aseguro que lo necesito, pues de lo contrario no la molestaría.
          Tantas lágrimas le sorprendían, por lo que se avergonzó de su rudeza; e, incómodo, se calló, dejó que se calmara un poco; acto seguido, prosiguió diciendo con voz muy dulce:
          -Vamos, puesto que ello la contraría, no se hable más. ¡Sólo que si usted supiera!... Hay una figura en mi cuadro que no avanza del todo, ¡y estaba usted tan bien en el apunte! Sería capaz de cortarles el cuello a mi padre y a mi madre tratándose de esa condenada pintura. Me disculpa, ¿verdad?... Y, mire, si fuera usted amable me concederá unos minutos más. ¡No, no, tranquila! ¡El busto no, no le pido el busto! ¡La cabeza, sólo la cabeza! ¡Si al menos pudiera acabar la cabeza!... ¡Por favor, tenga la bondad, vuelva a poner su brazo tal como lo tenía, y le estaré agradecido, oh, agradecido toda mi vida!
          En aquel momento suplicaba, mientras agitaba su lápiz en acción implorante, presa de la emoción de su gran deseo de artista. No se había movido, por lo demás, acuclillado en todo momento junto a la silla baja, a distancia de la muchacha. Entonces ella se arriesgó y descubrió su rostro apaciguado. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Estaba a su merced, y él daba la impresión de ser tan desgraciado! Vaciló, sin embargo, un momento, sintiendo una última incomodidad. Y, lentamente, sin decir una palabra, sacó su brazo desnudo y lo deslizó de nuevo por debajo de su cabeza, teniendo mucho cuidado de sujetar con su otra mano que había quedado escondida la colcha, enrollada en torno al cuello.
          -¡Ah, qué buena es usted!... Voy a darme prisa, enseguida quedará libre.








          Se había inclinado sobre su dibujo y no le dirigía más que esas limpias miradas de pintor para quien la mujer ha desaparecido y que no ve sino a la modelo. Primero, ella se había sonrojado, y la sensación de tener su brazo desnudo, ese poco de sí misma que habría enseñado candorosamente en un baile, la llenaba allí de confusión. Luego, aquel joven le pareció tan razonable que se tranquilizó, con las mejillas enfriadas y la boca abierta en una vaga sonrisa de confianza. Y con sus párpados entornados le estudiaba a su vez. ¡Cómo la había aterrado la víspera con su barba poblada, su cabeza gorda, sus bruscos ademanes! Sin embargo, no era mal parecido, en el fondo de sus ojos castaños descubría una gran ternura, mientras que su nariz le sorprendía, también a ella, una nariz delicada de mujer, perdida entre los hirsutos pelos del bigote. Le sacudía un temblorcillo de inquietud nerviosa, una constante pasión que parecía animar el lápiz en la punta de sus delgado dedos, y que la emocionaba mucho, sin saber por qué. No podía ser malo. Debía de tener sólo la brutalidad de los tímidos. Aunque no lo analizaba todo esto muy bien, notaba que se iba sintiendo a sus anchas, como en casa de un amigo.











Fotografías de Robert Doisneau.
Título y texto, extraído de "La obra", de Émile Zola.