miércoles, 25 de octubre de 2023

"Bruce Gilden"

BLOg DE NOTAS




BRUCE GILDEN
Nueva York, EEUU. 1946




Fotografía de Max Motel.
























          La declaración de <<irrehabitabilidad>> aplicada a algunos jóvenes especialmente <<descarriados>> es, en efecto, realista. Los hijos descarriados suelen tener, debido precisamente a su <<degradante>> diferencia, personalidades muy fuertes y originales. Poseen un refinado mecanismo de reacciones sentimentales e intelectuales. Hay en su inteligencia algo demoníaco, como en los políticos, los intelectuales, los científicos. Ningún político, intelectual o científico estaría dispuesto a renunciar a la más insignificante de las características que lo convierten en lo que es. Se considera irrehabilitable desde la óptica de otras formas de vida: es más, considera esa irrehabitabilidad su más sacrosanto derecho. También un delincuente, un bandido, un toxicómano -rebasado determinado punto- siente ese desesperado derecho a seguir siendo, pese a todo y cualquier precio, él mismo.





















www.brucegilden.com







Fotografías de Bruce Gilden. (Nueva York, EEUU. 1946)

Texto, extraído de “Escritos corsarios”, de Pier Paolo Pasolini.



domingo, 15 de octubre de 2023

"callar es arte"

OPINION.es




"callar es arte"





“ - El arte realza los sentimientos morales del pueblo mi general.

- Jejeje. ¡El arte es una invención de vagos y menesterosos!”

(Diálogo en el panfleto burgués, retrógrado y reaccionario “Magda” de Hermann Sudermann)



“La finalidad del arte es dar a la gente un mayor nivel de conciencia”.

Brasaï


“Tu juicio te juzga y te define”

Jean Paul Sartre






Antuan Rodríguez 

(Amsterdam)




         Parece que el arte contemporáneo se base exclusivamente en la premisa lanzada por El Roto: “Dame fama y crearé obras maestras”, así ahora cuando todo es arte y cuando lo excepcional se vuelve normal, ya nada interesa, su ubicuidad lo ha devaluado inexorablemente. El mercado contemporáneo del arte está acaparado por una élite, mientras que por debajo queda un supermercado abierto 24 horas y global dedicado a la cultura de masas, productor de un turismo cultural que abarca a una infinidad de competencias que se ha creado en torno a las ciudades y quedan incluido en su economía básica gracias al heterogéneo grupúsculo de viajeros -intelectuales, progres o simplemente de chancleta y cámara- que visitan los nuevos templos, no-lugares, donde dejar el sudor de su trabajo entre perplejidad y orgullo de neo-ciudadano acólito sin tacha del sistema. Pero contemplar arte requiere esfuerzo, con éste él se vuelve más intensamente enriquecedor, no es un producto destinado al laso ocio, y aunque también es un construto social propio de cada civilización como muestra de su arrogante primacía, esa concepciones culturales compartidas no lo son realmente asimiladas por toda las capas o gentes perteneciente a aquella. Para más inri la mayoría de las propuestas en el arte actual son formulaciones inconclusas, cuando no pretenciosas teorías psicoanalítica, sociológicas o políticas, que no conllevan correlación directa entre el concepto y la obra expuesta, las más de las veces imposibles de interpretar sin la pedagogía interesada del comisario, de hecho suele ocurrir que bajo la égida del conceptualismo parta de falsas o supuestas premisas para llegar a conclusiones inciertas u ocultas en una impotencia artesanal. No es inhabitual ver en los medios de comunicación noticias como que un cuadro de Piet Mondrián estuvo colgado al revés más de 75 años o que una obra fue confundida con cualquier objeto prosaicamente cotidiano -como el caso de la instalación de Oriol Vilanova-, o el caso contrario tal narra Zygmunt Bauman como experiencia personal: “[Para concluir: esta reubicación o desplazamiento de las imágenes desde el centro de atención a la irrelevancia, a la casi-invisibilidad (una suerte de papelera portátil en la que tirar la atención) es fortuita, aleatoria. Daré un último ejemplo:] una instalación llamada <<La tierra prometida>> que vi en una galería de Copenhague. Se trataba de una serie de pantallas de televisor dispuestas de un modo muy cuidado: por orden decreciente, por hileras que suben y bajan, etc. y cada una de esas pantallas repetía la misma imagen: las palabras <<The Promised Land>>. Me pareció que esa instalación escondía y suscitaba no pocas reflexiones y me paré a pensar un rato sobre su posible significado, sobre el mensaje que podía estar queriendo transmitir. Mi curiosidad venía además alimentada por el hecho de que al final de una de esas hileras de televisores, tras la última pantalla, en una esquina, había una escoba y un recogedor. Me puse a discurrir sobre el posible significado de este elemento final de la instalación cuando al rato apareció una mujer y recogió la escoba y el recogedor. Era la mujer de la limpieza: había dejado allí los bártulos mientras se había ido a tomar un café.” 





         Desafortunadamente no es inhabitual ver estos reflejos de desconcierto tanto en los medios de comunicación como en las redes que nos envuelven con su excusa de metaverso. Así ni el prestigioso y longevo diario ABC o la reconocida revista cultural EXIT pueden sustraerse de contenidos cuanto menos esperpénticos de lo que supone el panorama contemporáneo del arte. El primero se hace partícipe de la entrevista que lleva a cabo con la artista grancanaria Luna Bengoechea a raíz de su exposición “Holy Sugar” en el CAAM abriéndola con el titular “El alimento es punto de partida para hablar de lo que somos”, indubitable y trascendente tema para el arte que parece ser nos lleva rondando milenios en su ética y estética (…). Mientras que en aquella otra podemos ver desarrollada la elocuencia discursiva de la excusa que aupó a las portadas más elitistas a la fotógrafa Cristina de Midel, quien en su serie “The Waiting Game III” aborda “una imagen inscrita en nuestra memoria visual y, sin embargo, poco representada desde la fotografía: la del perro que guarda la propiedad en ausencia de sus amos”, tema que por supuesto resultaba un déficit en la iconografía del arte desde la era de las cavernas (…). Creo que la reflexión del físico Richard Feynman -aplicado al arte- cabe aquí: “La ciencia es la creencia en la ignorancia de los expertos… Los expertos que te están guiando pueden estar equivocados… Creo que vivimos en una era poco científica en la que casi todos el buffeting de las comunicaciones y la televisión -palabras, libros y así sucesivamente- son poco científicos. Como resultado, hay una cantidad considerable de tiranía intelectual en nombre de la ciencia.” 

          Un diálogo de besugos oído en Radio3: 

(presentadora) -…uno de los artistas (Javier Arrés) de criptoarte más vendido… 

(artista J.A. , interrumpe con vehemencia)-…no uno, ¡el que más!. 

Desafortunadamente el resto de la entrevista no tuvo ningún otro interés.

          El criptoarte en España es una floreciente industria alimentada al calor del buen año que vivieron las criptomonedas durante el 2020. Los criptoartistas, como Javier, crean sus obras como tokens no fungibles (NFT) para poder ser vendidas y subastadas en blockchain. Al tratarse de obras digitales, podrían duplicarse hasta el infinito y su valor quedar reducido a cero. Pero las cualidades de los NFT lo impiden, demostrando su autenticidad y protegiendo los derechos de autor. Los NFT permiten conocer quién ha comprado la obra, cuántas veces se ha vendido, la cantidad pagada en cada una de ellas o fraccionar la propiedad de las mismas. De tal manera que el autor también puede beneficiarse con cada una de las transacciones realizadas por los propietarios. En el criptoarte, los artistas reciben los pagos en criptomonedas. En la actualidad, casi siempre es en ether, que es la criptomoneda de la blockchain de Ethereum. Además de hacer a millonarios analfabetos están consiguiendo salir en las noticieros-clowns. Explicar hoy el cripto-arte es como razonar el mercado de futuros en el mundo financiero, una cuestión de ciega fe, confianza en una pompa de jabón, aire. ¿Se puede traficar con el conocimiento?, sí, se puede, desde el copyright. Oséase, artistas nuevos.

          Una de las experiencias más incómodas que por fugaz no es menos relevante para mi memoria fue en aquel día que entré a un gran almacén de aquel entonces en pos de la curiosa costumbre de remover libros y en la misma entrada estaba sentado tras un pequeño escritorio uno de los mayores escritores contemporáneos de entonces ofertando su última publicación y la posibilidad añadida de su dedicatoria. Manuel Vázquez Montalbán veía, con ojos que a mi me parecieron desconsolados, la gente pasar a su lado a la par que escuchaba resignado las palabras de consuelo que le susurraba al oído el promotor de la tienda mientras con su bolígrafo estrujaba su incomodidad por ser otro elemento más de escaparate del comercio cultural al que nadie prestaba la más mínima atención. La gente como masa tiene el mal hábito de correr en pos de lo que se le oferte a cientos o miles de kilómetros de su casa de manera onerosa y sin embargo recelar profundamente de lo próximo o gratuito, sean restos arqueológicos, colecciones variopintas en centros contemporáneos, arquitectura neo-churrigeresca o festivales de todo tipo y edad -o al premio Nobel en la puerta de su casa-, y sin embargo es incapaz de realizar el esfuerzo de poseer un juicio autónomo, singular, elaborarlo y correr en pos de él independientemente de las modas e inconvenientes. Los estereotipos proporcionados por la red mediática son/sirven para acceder a la zona de confort necesaria para el pueblo de pan y circo, mientras que viajar en sí mismo no es cultura -no la proporciona gratuitamente- tal como se la propone vulgarmente sino un negocio, así mucha gente que actualmente hace turismo continúa igual de alineada e inculta que siempre, de hecho la mayoría de ellos apenas conocen las riquezas geográficas, patrimoniales o culturales de su lugar de nacimiento, entorno o zona de influencia. Oséase, ha muerto el rey viva el rey.





         Todos los días hago fotos, no sé por qué ni para qué, pero las hago, igual que el escritor que dice que todos los días ha de escribir por necesidad, aunque ¡menuda petulancia!. Se puede uno pasar sin escribir, sin tomar fotografías, no sin aire, ni agua, pero aún así todos los días tomo alguna foto, no más. No hace mucho tiempo estuve haciendo unas tomas de una exposición de pintura que me interesaba, de hecho entré con la cámara al cuello, y cuando apenas me quedaban unas poca para terminar el reportaje se me acercó el guarda para comunicarme que no podía usar la cámara, aunque sí me permitía usar el móvil. Tal si el recelo fuera hacia los fotógrafos, no a la Fotografía. Años atrás había cierta permisividad con las cámaras en la vida pública a la par que convivía con el veto a tomar fotografía en aquellos lugares estratégicos para la seguridad -estaciones, aeropuertos, cuarteles…-, hoy en día sin embargo el celo a las máquinas fotográficas es casi ubico mientras que el fin tic-tok justifica cualquier escenario. Mucha gente cuando no sabe que hacer con su vida quiere ser fotógrafo, y sin embargo nadie del vulgo se propone ser filósofo, pintor o escritor, tal vez sea debido a que a través del visor todo es maravilloso -cada uno aprecia sus propios resultados como la 8ª maravilla-, porque como tal nos revela Paul Rovers “La fotografía no es una reproducción, sino una revelación”, aunque luego millardos de millones de fotografías nos demuestren que somos polvo de estrella entre el ubérrimo infinito. Sin embargo mirar por un visor -ahora pantalla- es ver el mundo de nuevo, si no nuevo, por eso todas las fotografías son válidas, cada una es una visión, a veces excepcional cuando la imagen es reveladora, otras es como ver con ojos ajenos cuando es autorial y las más es simplemente el extraordinario acontecimiento de la vida. Tal vez el apogeo de la fotografía en esta época destacada por lo efímero se deba a que la vida es una sucesión de instantes, en el fondo un instante perpetuo excepcional. Garry Winogrand propone que “Una fotografía debe ser más interesante y hermosa que lo que se fotografía”, como si sin ellas nos fuera vetado el goce de la existencia, pero aunque los fotógrafos siempre aspiraron a ser artistas, éste artista es un intelectual no un operador-artesano de la imagen, y así se ven abocados a un estatus diferente al inicial a su medio, puesto que el oxímoron fotografía-realidad impiden tanto la abstracción como la metáfora como la interpretación en ellas, lo que resulta en que la fotografía no crea tan sólo reproduce -su intrínseca correlación hace complejos los mecanismos de ruptura en pos de su independencia mutua, así incluso en aquellas sin cámara el referente siempre ha guardado una relación física con lo referido, y aquellos pasos que les acercan a tales precipicios están más cercanos a la Imagen (del acto fotográfico) que a la Fotografía, referirlas como “documentos de sí mismas” (Geoffrey Batchen) no las convierte en lo que no son-. El fotógrafo es visto como un diletante del vouyerismo máquino-pasivo frente a la actividad artesanal del pintor o escritor, y mientras a la pintura como arte de la representación le es permitido el realismo, y hasta el hiperrealismo a través del trampantojo, a la fotografía por ser el arte reflejo de la realidad le es vetado por contra la imitación pictórica, un anacrónico intento que quedó en un defenestrado Pictoralismo -sin embargo el Hiperrealismo goza de consideración a pesar de inmiscuirse sin complejos en el terreno de la cámara oscura-. Y aún así, que en pos de su ambición artística la fotografía haya accedido a un ámbito-estatus comunicacional no la redime de su intrínseca faceta documental-memorial.





"The Printseller's Window” 

Walter Goodman 1883.



          Esto hasta ayer resultaba la biblia para todo aquel que se manejase en el mundo de la fotografía, eran cuestiones asentadas y aceptadas hasta que irrumpió en él la caterva de pseudo-intelectuales del arte contemporáneo con su verborrea y desparpajo, desde entonces no ha vuelto ha crecer la hierba. Lo contrario que ocurrió a aquellos “Campos de batalla” que con su cámara plasmaron los artistas María Bleda y José María Rosa, que no son otros que los escenarios donde se desarrollaron hace siglos significativos enfrentamientos que torcieron la historia. Según la teoría que nos aporta Liz Wells desde su catalogo “la suya es una fotografía tardía, registra lo que se puede observar en el momento de la realización de la imagen, mientras que el contenido alude a lo que se produjo con anterioridad y ha devenido en lo que puede verse ahora”. Una relación con respecto a la memoria y la Historia que se encontraría en el punto opuesto del instante decisivo de Henri Cartier Bresson. Sus palabras y sobre todo el concepto de fotografía tardía intentan justificar a unas imágenes realizadas mucho después del acontecimiento que registran y sin embargo al que aluden en las secuelas de lo sucedido. Según el ensayo complementario a la obra “la preparación para cada fotografía incluye el estudio de mapas, el involucramiento con la historia local, la reflexión sobre cuestiones socioculturales históricas más amplias, la familiarización con aspectos que contextualizaron un acontecimiento, la organización del viaje, la tramitación de los permisos necesarios para acceder a las localizaciones, la selección de los formatos fotográficos, de la película y del material, y la consideración de las condiciones de luz y de meteorología que les cabe esperar y que pueden influir en sus decisiones sobre cómo tomar la fotografía”. Así -según Laura Torre del departamento curatorial del MUN- a través de tal investigación fotográfica lo que pretende la pareja de autores es una investigación fotográfica en su vertiente más intelectual y por ende que las imágenes nos distancien de las implicaciones emocionales de aquellos históricos acontecimientos. Y asegura que “la fotografía hace una aportación clave mediante la investigación y la documentación de lo que se puede ver, ya que los emplazamientos concretos en ocasiones revelan bien poco, puesto que las historias no se manifiestan necesariamente de un modo visual”. Sigue: en suma, lo que nos proponen Bleda y Rosa es “reflexionar”. O sea, fotografían lo que ya no está, y a través de una representación ausente y la reflexión pura y abstracta, conjunta a la visión de un paisaje contemporáneo, el espectador está abocado al éxtasis de la narración sin par de las mil batallas acontecidas milenios atrás, aunque ante la imposibilidad patente del documento gráfico se le acompañe de toda la narración para no perder detalle. Reza un refrán popular que “para ese viaje no se necesitan alforjas” (…). [Existe en mi de manera inmemorial lo que Xavier Roca-Ferrer define como una “bulimia del saber”, es una suerte de oficio del ver, un mirarlo todo -aunque cuando un objeto fascina no hay fin en la mirada-, un ver por vez primera cada cosa, la contemplada en el instante-momento efímero y fugaz de la toma de conciencia, de la toma fotográfica. Así un paseo por los alrededores resulta tan fascinante como una expedición a la Antártida, no hay diferencia entre percibir y desvelar-descubrir, pues miro como nadie antes ha mirado ese objeto, con tanta intensidad que es vivir el doble y las cosas vistas con cierta verdad personal e intransferible son merecedoras de ese revivirse en la objetualidad fotográfica.]





Donald y Gua.



         Hace muchos años, en aquel país multicolor que recorrí entre artistas, contó conmigo un comisario para participar en una colectiva entre los grandes nombres de la zona por mi condición de “alternativo”, según él. Fue la primera vez que me vi así, diferente, luego poco a poco entendí por qué, no aspiraba a prebendas, de nadie, mi única ambición era la comunicación ínter pares. Luego perdí también ese afán y me sumergí entre el algodón de la misantropía del estudio. Aunque de vez en cuando recupero la vieja amistad de Fer y me bajo tomar un café con arte con él -de él proceden las referencias a Bleda y Rosa-. Como sé que le decepciona que ya no produzca obra que ilustre las salas de exposiciones sino que me limite a engordar de nubes el presente blog hago un esfuerzo y le llevo alguna novedad donde me esforcé mas que gocé. Habitualmente está editado como lo que es, un diario donde tiene cabida todo lo relacionado con mi mundo fotográfico, así en él se hallan tanto imágenes como textos, fotografías actuales como recuerdos pretéritos, gentes de nombre reconocido y otros de no tanto que me influyen como algún que otro que no termino de entender, o imágenes propias que me costaron mucho conseguir como otras que son de puro azar e intrascendentes, en suma lo que es un blog, sin más. Y entre toda esa morralla seleccioné para mostrarle en esta última cita unas imágenes de captura de pantalla, que me retrotraen a un pasado de fotogramas en el laboratorio químico al desentenderme de la cámara en el proceso de su obtención, que consideré más próximo a un proyecto artístico digno de aquel partenaire que otras ningunerías que a ninguno podrían interesarle -toda la teorización de ello se encuentra en el pequeño opúsculo: “Metropolitana”-. Y luego y sobre todo hablamos de muchos temas, sobre todo lo relacionado con su interés por la semiótica de la imagen a través de la obra de A.G. Alix que tanto le aporta para su doctorado. Aunque después al retornar al refugio de mis pensamientos me quedé con un resquemor que no se apaciguó hasta que tropecé en Facebook con un breve post sobre el psicólogo comparativo estadounidense Winthrop Niles Kellogg que conjuntamente a su esposa Luella llevó a cabo en 1931 un sorpresivo experimento conductual. Su teoría proponía la “influencia relativa de la naturaleza y la crianza en el comportamiento” en la psicología de los primates y para demostrarla decidió criar a Gua, un chimpancé bebé de 7,5 meses, con su propio hijo Donald de 10 meses de edad. Durante nueve meses se mantuvieron las condiciones de crianza de ambos para ir a la par comparando sus progresos y desarrollo, pero mientras Gua no pudo superar los límites de su herencia por encima de la riqueza de su entorno, Donal sin embargo comenzó a imitar ciertas vocalizaciones de su hermano cerca de la presencia de la comida. Así la conclusión para el científico rezó como: “Gua, tratada como una niña humana, se comportó como una niña humana excepto cuando la estructura de su cuerpo y cerebro se lo impidió. Una vez demostrado esto, el experimento se suspendió”, aunque para el frívolo posteo fuera un tanto más explícito: “Aunque la meta era que el experimento durara cinco años, todo se tuvo que cancelar a los nueve meses, pues lo resultados mostraron que Donald estaba adoptando más comportamientos de simio que Gua de humano… su hijo estaba empezando a actuar como mono”. Y esta curiosidad del anecdotario es lo que me llevó a pensar que aquellos otros lodos de artisteo de entonces que compartía con Fer eran los que hacían de mi un Donald, pero yo prefiero seguir con mi natural herencia de Gua, y mi obra no es aquél “PROYECTO HOMBRE MATERIA” o todo el reporterismo gráfico que practiqué en sendos periódicos en los que trabajé anteriormente, ni siquiera las imágenes preciosistas cargadas de egotismo, evasión y diletantismo que me rellenan el tiempo, no, mi obra es mi vida resuelta en el blog -“unafrabricadenubes”- que es decir todas mis obras, mi día a día, mis días a días, los aciertos los fallos los intentos y los fracasos, en suma, que después de tanto tiempo continúo en aquel ambiguo estado de “alternativo” que Pier Paolo Pasolini es capaz de definir mejor que yo, y que deseo hacer extensivo a todos aquellos productores contemporáneos: “Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En la humanidad que de ella emerge. En construir una identidad capaz de advertir una comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar el primero. Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante, que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. Ante esta antropología del ganador de lejos prefiero al que pierde. Es un ejercicio que me parece bueno y que me reconcilia conmigo mismo. Soy un hombre que prefiere perder más que ganar con maneras injustas y crueles. Grave culpa mía, lo sé. Lo mejor es que tengo la insolencia de defender esta culpa, y considerarla casi una virtud.” 






Anónimo.



          Desde entonces, ya hace algún tiempo, trabajo para mí, por onanista placer, aunque sí hubo aquel otro tiempo en que consideré el arte comunicación -y la fotografía también, y yo quería comunicar-. Sin embargo me es preciso puntualizar, ya que antes el uso de la fotografía radicaba en su memoria y es ahora cuando su intención trocó primordialmente a comunicacional. Desde la irrupción de las redes nació la vanidosa profesión de la presencia, el selfie, y con ese narcisismo de la diferencia se asentó una cultura del yoísmo -del sí mismo según Foucault-, producto de la mística individualista del solipsismo neoliberal que nos llevó a la conversión de nosotros mismos en mercancía y hecha marketing a través de las plataformas sociales. Es más, “Hoy todos nos tomamos fotos con nuestros teléfonos, pero son imágenes de fondo. Incluso un selfie no es un autorretrato, sino una especie de neurosis sobre un momento de existencia que debe reemplazar inmediatamente a otro, y así sucesivamente. Y todos sabemos lo que pasa cuando algo pierde la identidad que ha determinado su éxito y función cultural. Muere", como refiere Ferdinando Scianna. Una función excelsamente efímera y con valor de interacción y conexión ha desplazado el otrora valor memorístico, reversión que ha replanteado de nuevo qué son las imágenes, o mejor, en qué se han convertido. Según Jean Baudrillard “La iconoclastia moderna ya no consiste en romper las imágenes sino en fabricarlas, una profusión de imágenes en las que no hay nada que ver”. Y esta inflación y desmesura de la producción de imágenes conversacionales ha cambiado  nuestra relación con ellas y con el mundo además. Joan Fontcuberta establece como “obvio que la fotografía ya no es únicamente una escritura de luz ejercitada por unos escribas privilegiados, sino que devino un lenguaje universal que todos utilizamos con naturalidad en las diferentes instancias de la vida”, aunque puntualiza que perduran las diferencias entre fotografías e imágenes fotográficas, puesto que su condición no deviene de la sobreproducción de ellas sino del esfuerzo porque revelen lo que son, “puede que el fotógrafo sea quien apriete el disparador de la cámara, pero el autor es quien gestiona el sentido y el valor de uso de la imagen”. La cultura del subjetivismo empalagoso, el yoísmo no se encuentra sólo en la red, también y además procede de la sociedad neoliberal que profesa la fe de la vanidad, el egoísmo y la autocomplacencia, y se ve reflejada en la literatura [a la literatura le pasó lo mismo que a la fotografía que desplazó a la pintura en la representación, así que viniendo a ocupar su puesto en el novelado-narración-ocio de ficción la tele, el cine y el resto de masss medias hubo de reinventarse]: la era de las grandes novelas quedó atrás en el decimonónico siglo XIX y la de la experiencia de la prosa del XX -tanto formal, existencial, como psicológica- también pasó a lo que ahora prima que es la obra de autorreconocimiento, la reflexión entremezclada de géneros -memorias/biografía con sociología/filosofía-, o el personaje omnímodo y alter-ego de ambigüa realidad-ficción. Pero nada como el no saber que se sabe, y la transmigración popular desde ese yoísmo del selfie-imagen fija de Facebook al postrero-baile del reed en Tik-Tok desvela que el fácil acceso al medio de producción de la fotografía a través del teléfono -que no es teléfono- no proporciona a la par los conocimientos suficientes para ejercer el oficio, tal como desvela Antoine Artaud hace falta algo más, conciencia, voluntad, razón: Las obras de arte “solo valen en tanto en cuanto los conceptos en que están fundadas. (…El arte ha de ser cognoscitivo) “Ninguna imagen me satisface a menos que al mismo tiempo sea <<conocimiento>>. Y aunque conforme a Geoffrey Batchen “lo más abrumador del mundo digital no sea únicamente la cantidad de imágenes que genera, sino también la repetición banal de su forma, su monotonía, su abyecta rendición a la fuerzas de reproducción”, lo cierto es que reaccionar para mí en este tumultuoso hipercapitalismo de la imagen consiste más en hallar el propio lugar que en participar en esa economía de la repetición y uniformidad a la que nos exhorta la posfotografía -el contacto irrelevante (desbordado y directo) con lo mucho, con lo demasiado-. Y ya en algún otro anterior lugar de este blog mio me he posicionado por un compromiso más próximo al concepto de noosfera de Vladimir Ivánovich Vernadki y Pierre Teilhard de Chardin, que establece una conexión nodal de toda la inteligencia para dar forma a la arquitectura cultural de la humanidad, y donde el ciberespacio llegó para ocupar el lugar de su posibilidad. De acuerdo a/con palabras de Fontcuberta: “Puede que como artista contemporáneo esa deba ser nuestra aspiración: plantear contribuciones intelectuales y sociales no desde la individualidad sino desde la energía y el esfuerzo colectivos, desde una interactividad comunitaria”.





Anónimo.




          En una reciente entrevista mediática el escritor Arturo Pérez Reverte se vanagloriaba de poseer más de nueve mil libros en su biblioteca. Por supuesto el presentador se asombraba bajo la presión de los cálculos porque ni con la avanzada edad del loado autor cuadraba la cuadratura del circulo y resultaba imposible que hubiese tenido tiempo para leerlos todos. Pero con una sonrisa de suficiencia  el susodicho personaje público aclaró que contaba con un buen número que había adquirido con el único fin de poseerlos. Suspiró el presentador pero a mi se me quedó una perplejidad o/y de zangolotino al pensar en no leer un libro, cualquier libro, o en su defecto intentarlo antes de claudicar por erudito, enrevesado o vanidoso. La lectura puede verse como beneficio o como estigma, lucidez contra locura o el mismo halo de ella: “…cuando me senté a contestar la carta del muchacho, advertí que yo de joven escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte nazca invariablemente de nuestro desajuste, de nuestra ansiedad y nuestro descontento. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Los animales no lo necesitan: les basta vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillas o gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a iniciar así su gran desgarramiento; habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiere. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso de su redención” (Ernesto Sábato).

          Mientras que los animales ni siquiera piensan en ello, a los humanos nos va la vida en lo que JL Godard describió como “More and more films are about other films”. La cultura es una experiencia adquirida, y el arte es una de esas facetas exclusivista y singular de toda cultura. La cultura es un contrato social, es el concordato de los conocimientos, usos y costumbres, y todo el envoltorio de celofán de ello de una sociedad determinada. Lo que tienen en común las distintas y lejanas culturas pertenecientes a las distintas y lejanas sociedades -en el espacio y tiempo- es que todas ellas son el acuerdo de una caterva de humanos. En “La civilización del espectáculo” Mario Vargas Llosa llegó a la conclusión de que el mundo actual ha adoptado como propia la definición antropológica de cultura, esto es: todas las costumbres, creencias, valores y normas de una determinada sociedad, marginando consecuentemente el otrora concepto de cultura, o sea, aquel restringido a un cierto número de obras de arte y literatura de calidad que inspiran unos valores éticos y estéticos a una élite y que luego desbordan al resto de la sociedad. Y así hemos acordado que el arte es una suspensión momentánea de la credulidad en pos de una esperanza eterna, o “la forma más alta de esperanza” según el artista contemporáneo Gerhard Richter, o como un asíntota: cosa que se desea y que se acerca de manera constante, pero que nunca llega a cumplirse. Así cada sociedad se inviste los modos que mejor la acomodan para representar esos símbolos que la representen, modos que en otra resultan impostados cuando se contemplan con el bagaje escrupuloso de los propios. Para un occidental observar las costumbres orientales se pueden parecer a la experiencia ontológica de contemplar una fotografía con atención, resultan lo mismo pero no, pues en un primer impacto se ven forzadas, antinaturales o absurdas, pero tras una ligera reflexión podemos deducir que el viaje de extrañamiento es como un espejo de doble cara y nuestros hábitos les serán igualmente lejanos a ellos. Y aunque al homo-europeus les resulte ciertamente difícil conceder que las otras sociedades poseen un bagaje propio y particular, a veces mucho más rico que el retruécano de egotismos en que vivimos inmersos y ciegos -mientas Occidente evoluciona sobre la realidad, Oriente lo hace sobre la esencia-, hay otras formas de vivir: “En guaraní, la palabra arandú quiere decir sabiduría y significa sentir-el-tiempo” (Augusto Roa Bastos).

          En el presente año de 2023 se ha celebrado una retrospectiva del popular personaje de tebeo Tintín, de Hergé, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Tuve noticia del evento a través de un magacín de RNE-Radio Clásica donde el director del centro se vanagloriaba del éxito y la gran audiencia de público, la mayor de todas las muestras hasta entonces, incluso por encima de la populosa predecesora dedicada al enigmático Bansky. La paradoja la encontré al relacionarme tal evento con una antigua conocida. Me encontré con la cubana Gema a través de una amiga común cuando arribó a Barcelona para realizar un postgrado en farmacia, y en el intercambio de experiencias su ego-estético me contó que en su primer año de estancia acá había engordado unos quince kilos ya que pasó de una sociedad plena en carencias a otra donde el exceso es la moneda común. Me narraba cómo sus primeras veces en los pasillos de los supermercados le llenaban los ojos de lágrimas frente a la superoferta de la abundancia y la gula. Con el tiempo llegó a acostumbrarse a esta ebriedad visual y estomacal pero jamás dejó de percibir lo que según sus palabras era una sociedad poseedora de mucho dinero y poca cultura, mientras la suya se debatía entre el poco dinero y la cierta cultura. Aunque ya en aquel entonces concordaba con Gema en su apreciación el promotor entrevistado me recordó un lustro después que convirtiendo al arte en forma de entretenimiento en vez de conocimiento no fuimos a mejores. Aquí resulta adecuada la autorreferenciable observación de la multidisciplinar artista japonesa Yayoi Kusama: “La cultura es la mercancía que vende todas las demás”.






Arnold Schwarzenegger at the Whitney Museum, New York City, 1976.



          Desafortunadamente resulta ya habitual esta permeabilidad entre géneros, y el arte no es una excepción, es más, es hoy su más excelsa punta de lanza, su escaparate más glamuroso, la avanzadilla y banco de prueba de un cajón de sastre o el extenso y flexible traje que todo lo perdona. Y desde la irrupción del neoliberalismo en su ámbito el valor en alza pasó de su humanismo al dólar como medio, proceso y fin. En 1976 el Museo Whitney de NY se vio desbordado por un evento titulado “Articulate Muscle: The Male Body In Art” y que consistía en la exhibición del actor Arnold Schwarzenegger sobre un pedestal giratorio en poses fisiculturistas a la par que algunos de los críticos más reconocidos de Manhattan de entonces pontificaban a su alrededor sobre la alegoría de la estatuaria griega o/y la noción de el cuerpo en sí mismo como medio artístico. Lo sorprendente es que se había previsto un acto endogámico y elitista de la cultura moderna, pero el libre acceso al público causó que más de cinco mil personas acudieran ansiosos todos agitando billetes de cinco dólares, sin embargo ignoraban que el verdadero motivo de acto era la prosaica intención de recaudar fondos para la financiación de un largometraje sobre culturismo por parte del comisario Charles Gaines. Dicen que cuando te acercas a la tercera edad viene además de serie el echar de menos los otros tiempos, me pregunto si es el paso de mi tiempo la causa de mi desencanto entre ambos eventos (Círculo BBAA de MRD y Museo Whitney de NY) o simplemente la lógica evolución del concepto arte que nos llevó hasta este aquí tan frio y aséptico -en 1964 le concedieron el Premio Nobel de Literatura al escritor francés Jean-Paul Sartre, pero este le rechazó aduciendo que tenía por regla rechazar todo reconocimiento o distinción puesto que los lazos entre el hombre y la cultura debían desarrollarse libre y directamente entre ellos sin pasar por las instituciones establecidas por el sistema-, aunque tampoco creo que cuando Egon Schiele dijo: “No hay arte nuevo. Hay artista nuevos” quisiera hacer referencia a este desafuero. Conceptualmente puedo entender todo este proceso dinámico y progresivo, toda esta mezcla de la alta cultura con la baja -la popular-, pues esta amalgama de incongruencias tiene su génesis en el pop y el historiador Eric Hobsbawn lo analiza contundente y certeramente: “Warhol y los artistas pop no querían revolucionar ni destruir nada, y mucho menos el mundo. Todo lo contrario: aceptaban ese mundo, e incluso les gustaba. Lo que sucede es que se dieron cuenta de que en la sociedad de consumo ya no había lugar para el arte visual tradicional, excepto, por supuesto, como forma de ganar dinero. Un mundo real por el que fluía a cada hora un caos de sonidos, imágenes y símbolos, supuestos integrantes de una experiencia común, había desbancado al arte, como actividad especial. La importancia de Warhol -incluso la grandeza de esa figura extranjera y antipática- radica en la coherencia de su rechazo a ser otra cosa que el vehículo pasivo de un mundo experimentando a través de la saturación de los medios de comunicación. En su obra nada tiene forma, no hay guiños ni gestos cómplices, no hay ironías ni sentimentalismos, ni tampoco un comentario claro, salvo el que esta implícito en la elección de unos iconos que se repiten mecánicamente -Mao, Marilyn, las latas de sopa Campbell- y acaso en su profunda preocupación por la muerte”, y así resolvió en una cultura que no se resuelve sólo en el acceso y disfrute de las obras por la ciudadanía, es que ésta se erige además en productora de la misma y, desterrado el exclusivismo en su acceso y producción y también en su categoría de sublime, ciertamente -o más cierto o no anula- el acervo de Virginia Woolf: “la emoción tiene prioridad sobre todo lo demás” que resulta el poso amargo de mi desengaño.



“Callar es arte”. 

Dante (Infierno)




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CODA.




“The Hand of Miles Davis”, New York, 1949.

Fotografía: Irving Penn. 




         (Este epílogo es resultado de que siendo la música la más abstracta e informal de las artes merece capítulo aparte:) La banda sonora de mi vida calló inmisericorde hace tiempo, sin embargo aún conservo hábitos añejos aunque teñidos por una indiferencia de senectud que hacen que igual que deserto de las músicas actuales acuda a las clásicas con el mismo descreimiento aunque expectante por la novedad de mi profanismo -la música clásica no me perturba, por contra las contemporáneas me resultan igual que la época, estridente-. Soy -y lo reconozco sin ningún tipo de humildad ni engreimiento- un cateto en aquellas melodías que ocupan el excelso y privilegiado lugar en esta sociedad y que les lleva a sostener en su pos conservatorios, auditorios y una caterva de snobs y seguidores cuando no cuantiosos intérpretes, estudiosos y críticos. Así aunque últimamente oigo una emisora de radio clásica, por la sencilla costumbre de que no me altera, percibo en ella mi incultura y me agrada saberme recién llegado -no me saquéis de Bach, el Mesías de Hendel, algunos nocturnos de Chopín, algo de Beethoven, un poco de Satie-Mompou-Ravel y la tercera de Ramachminof- y mientras me acompañan esas añejas melodía los pensamientos se renuevan, y me estuve imaginando esta mañana lo anacrónico que resultaría construir catedrales góticas en el terreno del siglo veinte y uno, ahora lo que procede son los edificios -sky-lines- que glorifiquen el ambicioso mundo del dinero, esos que conquistan un cielo tal falso como cualquier otro. Mis gustos corrieron a la par de mis edades y sus tiempos, hijo del rock derivé en el jazz, y aunque fui selectivo, exigente y elitista -mis oídos se educaron con los psicodélicos Pink Floyd y aunque pasaron además por el folk de una isa o una jota o la New Age, arribaron hasta el free de Keith Jarret- llegué a un lugar donde todo sonido me empezó a parecer más ruido que nueces. Esos seres dedicados a los sonidos no son como el resto del vulgo, y cuando traducen todos sus pensamientos a música no se aperciben de que no todo lo que dicen es importante, por muy excelso que sea, por muy meditado que esté, por muy complejo o elaborado que resulte -decía Glenn Gould que todo era una carrera en pos del virtuosismo-. Me ocurre que por muy sinfónica que sea la composición, aunque esté llena de gorgorismos, retruécanos modales, o innovaciones formales me falta ese plus que me justifiquen tanto esfuerzo personal o/y posterior promocional. Y aunque sí veo parte de aquello -tal un Umbral jubilado contemplando “Las Meninas” como una obra de hormigón en el paseo- me falta la sutileza de una revelación que tan sólo hallo fugazmente en un aria interpretada por la Callas o una orquestación de la Sinfónica de Moscú, sin necesidad de autoría, gracias a la maestría, revelación cuasi divina, de algo que no es lo mismo que el resto, que escucho como pura cháchara. Ignoro si es el resultado de ser un analfabeto musical, un descreído complejo o simplemente la hastiada madurez, pero a la vejez viruelas y así llegué a considerar de nuevo la propuesta “El grado cero de la música” de John Cage con otros ojos: la comunicación exige de un receptor, además, desplazado el goce estético carece de fin y es mejor callar.


          Según Goethe “La música es arquitectura suspendida en el tiempo”, pero cuando lo excepcional se torna habitual el ruido resulta excelso pero ruido al fin. En la película “Coda” del director Claude Lalonde el representante del protagonista, un concertista reconocido, trata de animarle de su desencanto y derrotismo haciéndole ver que en el fondo lo que trata de revivir es un oficio, no tanto un arte, pues la mayoría del entramado musical es prescindible y mediocre, quedando muy poco tras las puntuales obras excelsa. Cuando oigo a Mozart-Brahms-Wagner-Verdi o Strauss me parece andar atemporalmente desconcertado a través de cortes versallescas de luises o vienesas de los ausburgos, y me siento descolocado, des-situado, y aunque entiendo perfectamente el desarrollo de una excelencia compositiva y el enorme esfuerzo interpretativo no alcanzo el grado de sublimidad necesario para el placer diletante -excepcionalmente y a pesar de que “gracias al maestro soy ateo” sí bien creo en los oratorios-. Siempre admiré el ballet clásico -aunque ahora procuro contemplarlo brevemente y sin sonido a través de las redes- pero también siempre me pregunté qué tiene que ver con el baile, me parece que es una impostura sobre una excelencia gimnástica, el altísimo grado de dificultad conlleva una exigencia en pos de perfeccionamiento que luego no deja nada al sentimiento -igual que los actores son personas con un gran ego necesitado de la atención popular, los bailarines son gente con un histriónico hedonismo atlético-rítmico-, e igualmente me parece que en la música “culta” se desarrolla más un placer de intelecto que cualquier otro onanismo -la música y danza clásicas destacan a la par más por su erudición que por goce-, pero ello me deja al margen el iniciático goce del misterio, aquel de una tribu practicando sus ritos ancestrales con solamente tambores, ritmos y cuerpo, que tal vez sea la única comunión con los dioses que caben en mi entendimiento sensible. Creo que las artes decorativas rompieron con las vanguardias -exhortadas por la fotografía- pero como excepciones la literatura fracasa en los intentos no narrativos o no realistas, y la música “culta” se queda paralizada en lo diezochesco, y el resultado es algo parecido al recorrido inmisericorde de las escalas arriba y abajo de un obstinado jazz que tan sólo produce polución ruidosa, o la aplicación descarnada de la estridente pentatónica en la música oriental abrumando, o la cíclica monotonía de las melodías árabes para un oído cultural occidental acomodado en su euro-ego-centrismo que no provocan más que desentendimiento. Igual que en el arte contemporáneo un grupo elitista snob hace/deshace endogámicamente, en la música es otro grupo de expertos anacrónico es quien desenrolla la madeja independientemente de los receptores, pero ambos igualmente desplazando el placer de entre sus fines. Menos mal que los especialista ya me diagnosticaron, antes de padecerla, amusia adquirida (no congénita), porque lo cierto es que el goce se esfumó también y además de otros ámbitos, como el teatro, el deporte-espectáculo o el cine, y tampoco es que me interese todo lo intelectual, ni siquiera todo los escritores -cada vez más asocio al autor con su ética, o al menos su pose ante el público, y sus rasgos solidarios con el otro-. De hecho es que ni siquiera entiendo demasiado a muchos de los filósofos -a pesar de mi admiración-, sus enrevesadas y sutiles propuestas que me fascinan como revelaciones desde sus aforismos pero que abruman desde sus retruécanos, o toda aquella pintura divina, la cual exige un conocimiento supremo de dioses y diablos que no poseo y ni ganas de -aunque aún me encienda el románico, un poco menos el gótico y prácticamente me dejan incólume el renacimiento o/y el barroco-. Ni siquiera me gusta la estructuración perceptiva de Picasso, me parece que quien “copia no crea”, ni el pop rocanroleado de Los Beatles-Rollings Stones, y en cambio me parecen genios el blanco sobre blanco de Malevich, el urinario de Duchamp, el Goya documentalista, los posados de Velazquez, el minimalismo de “The beyond sky” del duo Metheny-Haden, los guturismos improvisados de Jarret, Glenn Gould reinterpretando a J.S. Bach -éste un genio en sí mismo- las forjas Chillida-Chirino-Serra, la poesía de los Hierrro-Cernuda-González, la lucidez de Berger, el “Te recuerdo Amada” de Jara o el “Image” de Lennon, la luz de “Los Americanos“ de Frank, el psicodélico desvarío de Pink Floyd o la histriónica pasión de Janis o simplemente los laxos silencios. Por ello sin centrarnos en la música como fuente de placer en sí mismo mi defecto en la anhedonia en todos los ámbitos frente a la melolagnia circunscrita a la música. Porque ésta, la pintura, la literatura, el arte en suma, no son más que otra teología, la del escapismo intelectual, vanidosa creencia de reconocerse social, humanista, comprometido con la existencia de bípedo pensante -arrogante-, encadenado a un destino colectivo de tránsito fugaz, la construcción de un imposible con forma de proceso y herencia en continuus, algo como el orar al asombro y la fascinación del vivirse.






Texto de enriqueponce.

Autoría de las imágenes y fotografías reseñadas al pie.