"Descenso al Hades"
—fácil es el sendero que desciende al Hades, y siempre encontrarás abiertas las puertas de
Plutón, pero difícil es el retorno, pues se halla amenazado por oscuras selvas, amenazado por la
corriente del Cocito, por sus calas y torbellinos, y solamente lo logran aquellos que coronados de
virtud, o de sangre divina, son caros a Júpiter; tú sin embargo, si tu coraje, si tu temeridad te
impulsa a intentar este doble viaje sobre la Estigia al horror del Tártaro, escucha lo que has de hacer
ante todo: consagrada a la diosa de los Ínferos, en medio de valles crepusculares, en medio de la
selva más salvaje, en medio de la espesura más cerrada, resplandeciente de oro brota una rama con
áureas hojas, y no lograrás el descenso antes de que en honor de Proserpina, de acuerdo con su
voluntad, hayas roto el resplandeciente retoño de la dorada fronda del árbol que se renueva
eternamente; ese retoño, pues, has de buscar atento, y si el destino te es favorable, arrancarás el
ramo en rapidísimo movimiento de tus manos desnudas, pues no hay fuerza, ni aun el duro hierro,
que basten para arrancarlo, lo veda el destino que todo lo impera y que además aún tiene dispuesta
para ti otra obligación, pues antes, exigiendo de ti el sacrificio propiciatorio, el cuerpo insepulto del
amigo exánime reclama sepultura, su derecho y tu deber...
—así pues, llamado por el dios y el destino, común su voluntad, el límite está abierto para quien
posea la santidad del último cumplimiento del deber y de la ayuda, mas para aquel a quien la doble
voluntad del destino y del dios ha destinado a ser artista, condenado al mero saber y presentir, al
mero escribir y al mero decir, le está vedada la expiación en la vida y en la muerte, y aun la tumba
no es para él más que una bella construcción, una mansión del mundo para su propio cuerpo y no es
para él ni entrada ni salida, ni entrada del inmenso descenso, ni salida del inmenso retorno; el
destino le niega la guía del áureo ramo, el ramo del conocimiento y por eso sufre la condena de
Júpiter. Así él también había sido condenado al perjurio y al mismo tiempo al abandono del perjuro,
y su mirada, constreñida hacia la tierra, había podido hallar solamente a los tres cómplices del
perjurio tambaleándose hacia él sobre el empedrado, los portadores de la condena; su mirada no
podía penetrar más hondo, bajo la superficie de las piedras, bajo la superficie del mundo, bajo la del
idioma, bajo la del arte; le estaba vedado el descenso, vedado más aún el titánico retorno de la
profundidad, el retorno en que se confirma lo humano; vedado estaba el ascenso para renovar el
testamento de la creación, y si siempre lo había sabido, ahora sabía más claramente que nunca que
él estaba excluido de la ayuda testamentaria del salvador, pues, de una vez por todas, la ayuda del
testamento y la ayuda del hombre son condición mutua y sólo en su unión se cumple la tarea del
Titán que funda la comunidad, que funda la humanidad, nacida de la tierra, vuelta al cielo, porque
sólo en la humanidad, sólo en la genuina comunidad, reflejando la totalidad de todo lo humano,
reflejando la humanidad, se realiza el círculo basado en el conocimiento y portador suyo de la
pregunta y respuesta divinas, excluyendo al incapaz de ayuda, al incapaz de obligación, al incapaz
de juramento, excluyéndole porque él mismo se ha excluido del titánico dominio y realización y
divinización del ser humano, que es lo que importa; verdaderamente, él sabía de esto, y él sabía también que lo mismo valía del arte, que éste igualmente sólo existe —oh, ¿existe aún,
puede seguir existiendo?— en cuanto contiene testamento y conocimiento, en cuanto se renueva en
lo insuperado, en cuanto lo realiza, invitando al alma a un continuo dominio de sí y haciéndole
descubrir de esta manera capa tras capa de su realidad, haciéndole penetrar capa tras capa más
profundamente, penetrando capa tras capa de su íntima maleza del ser, desplazando capa tras capa
hacia abajo en las tinieblas siempre inalcanzables y a pesar de ello siempre presentidas, siempre
sabidas, de donde nace el yo y adonde vuelve, regiones tenebrosas en que nace y se extingue el yo,
entrada y salida del alma, pero al mismo tiempo entrada y salida de todo lo que es verdad para ella,
mostradas al alma por el ramo que indica la vía y brilla áureo en la oscuridad de las sombras, por el
ramo de oro de la verdad, que no puede ser hallado ni tomado con esfuerzo violento, porque la gracia del hallazgo y la del descenso es una y la misma, la gracia de un conocimiento de sí mismo,
que pertenece tanto al alma y al arte como su verdad común, como su común conocimiento de la
realidad; verdaderamente, él sabía de esto, y así sabía también que en tal verdad reside el deber de todo artista, el deber del hallazgo de la
verdad y de la manifestación de la verdad en uno mismo, tarea impuesta al artista, para que el alma,
consciente del gran equilibrio entre el yo y el todo, vuelva a hallarse en el todo, de modo que lo que
el yo se ha ampliado por el conocimiento de sí, vuelva a ser reconocido como incremento del ser en
el todo, en el mundo, más aún, simplemente en la humanidad, y si esta doble ampliación no puede
ser nunca más que simbólica, de antemano ligada al simbolismo de lo bello, al simbolismo del bello
límite, si por tanto nunca pasa de mero conocimiento simbólico, justamente por ese carácter de
símbolo es, pese a todo, capaz de extender los más íntimos y más extremos límites del ser a nuevas
realidades, no solamente a nuevas formas, no, a nuevos contenidos de la realidad: precisamente en
esto se revela el más profundo secreto de la realidad, el secreto de la correspondencia, la recíproca
correspondencia entre la realidad del yo y la realidad del mundo, aquella correspondencia que
presta al símbolo su veraz precisión y lo eleva a símbolo de la verdad, la correspondencia preñada
de verdad, de la que emana toda creación de realidad, penetrando capa a capa, tanteando, presintiendo hasta las inalcanzables regiones de la oscuridad del comienzo y del fin, penetrando hasta lo
inescrutablemente divino en el todo, en el mundo, en el alma del prójimo, penetrando hasta ese
último arcano de dios que, pronto a la revelación y al despertar, está presente por doquier, aun en el
alma más pervertida... esto, la revelación de lo divino por el saber acerca del alma propia, que se
conoce a sí mismo, es la misión humana del arte, su misión de humanidad, su misión de
conocimiento y por eso mismo la justificación de su existencia, demostrada en su cercanía a la
muerte oscura, que le ha sido impuesta, porque sólo en esa cercanía puede tornarse arte genuino,
porque sólo por eso es el alma humana desarrollada en el símbolo; verdaderamente, él sabía de esto, pero sabía también que la belleza del símbolo, por muy verazmente preciso que pueda ser, nunca
puede llegar a ser fin en sí misma, que siempre que esto ocurre y la belleza se pone en primer plano
como fin de sí misma, el arte es atacado en sus raíces, ya que después su acción creadora se invierte
sin remedio, que después, de repente, lo productivo es reemplazado por lo producido, el contenido
de la realidad por la hueca forma, lo cognitivamente veraz por lo meramente bello, en constante
confusión, en constante círculo de permuta e inversión, cuya concentración en sí mismo no permite
ya ninguna renovación, sin ampliación ni descubrimiento de lo divino en lo abyecto, ni de lo
abyecto en la divinidad del hombre; sólo la simple ebriedad con huecas formas, con huecas
palabras, y en esa falta de diferenciación, más aún, en ese perjurio, envilecido el arte en no-arte, la
poesía por su parte en literatura; verdaderamente, él sabía de esto, lo sabía muy dolorosamente, y justamente por eso sabía también de los íntimos peligros de todo arte, por eso mismo sabía de
la íntima soledad del hombre destinado a artista, de esta soledad innata en él, que le lleva a la
soledad aún más profunda del arte y a la mudez de la belleza, y sabía que la mayoría fracasa en tal
soledad; que se ciegan de soledad, ciegos al mundo, ciegos a lo divino en ellos y en el prójimo; que
ellos, ebrios de soledad, ya sólo tienen ojos para la propia semejanza divina, como si fuera una
distinción que sólo a ellos les corresponde, y que por eso convierten esta autoidolatría ansiosa de
acatamiento, cada vez más, en el único contenido de su obra..., traición a lo divino y al arte, traición
porque de esa manera la obra de arte se vuelve obra de no-arte, se vuelve un impúdico manto de la
vanidad artística, una baratija, en cuya deshonestidad hasta la propia desnudez, narcisistamente
exhibida, se falsifica en máscara, y aunque lo impúdicamente ávido de sí, la belleza perdida, la
búsqueda del efecto, lo efímero sin renovación y lo limitado sin desarrollo posible de tal no-arte
tiene más fácil acceso a los hombres, que el que nunca pudiera hallar el arte verdadero, es sólo un
camino aparente, un expediente para salir de la soledad, pero no la adhesión a la comunidad
humana, objetivo del arte genuino en su aspiración de humanidad, no, es la adhesión a la plebeyez,
es la adhesión a su no-comunidad perjura e incapaz del testamento, que no domina ni crea ninguna
especie de realidad ni siquiera lo pretende, sino vegeta en el olvido de la realidad, perdida la
realidad como el no-arte, perdida la realidad como la literatura, peligro íntimo y el más profundo de
todos los artistas; oh, cuán dolorosamente sabía él de esto, y por eso sabía también que el peligro del no-arte y de la literatura le había atenazado desde
siempre, eterno carcelero, que por eso —aunque nunca había osado confesarlo honradamente—
realmente ya no podía llamar arte a su poesía; falta de toda renovación y desarrollo, había sido nada
más que impúdico producto de belleza sin creación de realidad, porque desde el comienzo hasta el
final, desde el canto del Etna hasta la Eneida, únicamente se había entregado a la belleza, satisfecha
de sí y limitada al embellecimiento de lo hacía mucho preimaginado, preconocido, prefigurado, sin
verdadero progreso interno, sólo progreso de la magnificencia y el recargamiento siempre
crecientes, un no-arte que nunca había estado en condiciones de dominar por sí mismo el ser y
elevarlo a símbolo real. Oh, en su propia vida, en su propia obra, había experimentado la seducción
del no-arte, la seducción de la confusión, que coloca lo producido en el lugar de lo productivo, el
juego en el lugar de la comunidad, lo petrificado en el lugar de la creación continuada, viva; él sabía
de esta confusión, de esta inversión, lo sabía tanto más por cuanto había sido también la de su
camino vital, senda de perdición que le había llevado de la tierra nativa a la capital, degradándole
del trabajo manual a la ilusa retórica, del deber responsable de humanidad a una mentida apariencia
de compasión, que mira las cosas de arriba abajo y no se resuelve a ninguna ayuda real, llevado en
litera, por en medio de todos, camino iniciado en la comunidad sometida a la ley, hasta el
aislamiento entregado a merced del acaso, camino, no, caída en la plebeyez y allí donde es más
enojosa, ¡en la literatura! Aunque rara vez hubiera sido consciente de ello, una y otra vez había
sucumbido a lo embriagador, ya se le hubiera ofrecido como belleza, como vanidad, como
extravagancia artística, como olvido juguetón; desde ahí había sido decidida su vida, como si
hubiera estado rodeado por anillos de serpientes que se deslizaran en círculo, vertiginosa ebriedad la
del incesante volverse e invertirse, ebriedad seductora del no-arte, y aunque ahora, al contemplar
retrospectivamente esa existencia, sintiera vergüenza de ella, aunque ahora, al alcanzar el límite de
las edades y hallarse inminente el fin abrupto del juego, debía confesarse en el frío desencanto de la
ebriedad que había llevado una indigna, miserable existencia de literato, no mejor que la de un
Bavio o un Mevio o la de cualquier otro de los vanos manipuladores de palabras por él tan
despreciados, sí, aunque justamente en eso volviera a mostrarse que en todo desprecio hay también
un poco de desprecio de sí mismo, pues este desprecio se estaba apoderando revulsivamente de él
con un sufrimiento tan colmado de vergüenza y tan cortante que sólo había una única solución
aceptable y deseable, a saber, la de su propia extinción y muerte, sin embargo lo que le había
sobrevenido era algo distinto de la vergüenza, algo más que vergüenza: quien contempla
desencantadamente su vida pasada y en ella reconoce que cada paso de su errado camino había sido
necesario e inevitable, más aún lógico, que el camino de vuelta le está prescrito por el poder del
destino y de los dioses, por tanto ése es el conjuro que le retiene clavado en su lugar, inmóvil pese a
todo su esfuerzo por adelantar, perdido en la maleza de las imágenes, del lenguaje, de las palabras,
de los sonidos, impuesto por el destino el enredo en el ramaje de lo anterior y lo exterior, prohibida
por los dioses la esperanza del sin guía, la esperanza en rama de oro resplandeciente entre la maleza
de las paredes de la prisión; quien ha reconocido, quien reconoce esto, siente aún más vergüenza,
está colmado de horror, pues reconoce que para los celestes todo acontecer es simultáneo, que por
eso mismo la voluntad de Júpiter y la del destino pueden tornarse una sola, revelándose a lo terrenal
en espantosa simultaneidad como inquebrantable unidad de culpa y castigo. Oh, virtuoso es
solamente aquel que el destino ha indicado para el cumplimiento del deber, que ayuda y funda
comunidad, sólo éste es elegido por Júpiter, para que el destino le saque de la espesura; pero cuando
su voluntad común no concede el cumplimiento del deber, entonces les da lo mismo se trate de
incapacidad de ayudar o de falta de voluntad para ello, y castigan ambas con el desamparo: incapaz
de ayuda, reacio a ayudar, desamparado en la comunidad, huyendo de la comunidad y encerrado en
la prisión del arte está el poeta, sin guía e incapaz de guiar en su abandono, y si quisiera sublevarse,
si quisiera pese a todo convertirse en uno que ayuda, ser la voz en el crepúsculo, para así volver a
hallar el juramento y la comunidad, con tal aspiración —¡oh, los tres le habían sido enviados para
que se diera cuenta con horrorizada vergüenza!— hubiera estado condenado de antemano al
fracaso; su ayuda sería falsa ayuda, sus conocimientos falsos conocimientos, y aunque fueran
siquiera aceptados por los hombres, en vez de guiarles a la salvación, lejos de ella, nunca serían para ellos más que una falsa pista cargada de desventura. Sí, tal era el resultado: el falto de
conocimiento trayéndoselo a quienes no lo quieren, el manipulador de palabras como despertador
del idioma para los mudos, el olvidado del deber imponiéndolo a quienes no saben de él, el
paralítico como maestro de los tambaleantes.
Texto, extraído de "La muerte de Virgilio", de Hermann Broch.
Imágenes, de la película "Portrait of Jennie" de William Dieterle, editadas por enriqueponce.
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