sábado, 25 de abril de 2020

"El halo fotográfico"

OPINION.es




“El perverso halo fotográfico”



           
Algo perverso descubre una imagen fotográfica. Tal vez por eso poco a poco se ha ido restringiendo su permisividad a la par que contradictoriamente los operarios potenciales se multiplican exponencialmente desde que cada teléfono móvil abandona su inicial utilidad y va dando paso preferencial a esa aplicación satélite que es su cámara. La época que más fácil acceso tiene a la fotografía es a la vez la más vetada por ley para su práctica callejera, de hecho veta el reconocimiento de las personas por mor a su derecho a la privacidad, aún en el supuesto de hallarse en lugar o realizar actividad pública, aunque luego esos mismos individuos expongan impúdicamente sus vidas particulares e insulsas en las redes sociales. Se acabó aquella época dorada de los reporteros sociales que dejaron el más completo archivo antropológico del pasado siglo, que bien conocían y respetaban sus límites en el dominio colectivo y no en el sectarismo. En un principio, cuando el acto fotográfico era excepcional, todo el mundo posaba satisfecho para conmemorar en la posteridad algún acto significativo, y aquellas hazañas eran inmortalizadas por bravos fotógrafos que llegaban a los lugares más insospechados, indómitos e inexplorados. El ser humano ha sido siempre eminentemente nómada, desde las sociedades primitivas que se extendieron por el todo planeta hasta los bárbaros conquistadores del Imperio Romano que dieron pie a la ancestral “ruta de la seda”, incluso aquel supuesto arcaico medievo europeo nos lega el “camino de Santiago” como matiz significativo de la movilidad de una sociedad aún eminentemente agraria, por eso no es extraño que, cuando en el siglo XIX la Revolución Industrial facilita y extiende los medios para la exploración y colonización del resto del globo, el gremio recién nacido de los fotógrafo se aventure a la conquista de las imágenes de ese mundo a pesar de las enormes dificultades técnicas que en un principio conllevaba aquella práctica. Mucha agua ha corrido desde las “Excursiones Daguerrianas”, hasta el día de hoy donde una de las más extraordinarias aportaciones técnicas ha sido la aparición de la cámara Go-Pro, con ella se hace aún más evidente el eslogan de Kodak que nos incitó ya en aquel entonces a “apretar el botón ya que ellos harían el resto”, su también fácil e instintivo manejo deja en manos neófitas para la fotografía pero especialistas en miles de otras técnicas un medio documental al límite donde por tierra mar y aire activistas extremos nos sitúan en otro nuevo punto de vista, otra nueva conquista sobre lo que parecía un ya gastado mundo. Además nos ha aportado subrepticiamente más fe en el eslogan “Just do it” de Nike de ya hace algunos años, puesto que nos hace creer que somos capaces de alcanzar hasta el techo del mundo, siempre y cuando llevemos con nosotros la renovada mágica cámara oscura con su correspondiente conexión 5G que nos permita compartir nuestra líquida felicidad. Con lo que no cuenta la inconsciencia de los los múltiples operarios amateurs que pululan por ahí es que aunque el momento de la toma pueda ser un momento rutinario o intrascendente lo cierto es que el proceso después puede deparar sorpresas, ser una revelación o significar una toma de conciencia, como lo puede desvelar la instantánea captada por Nirmal Purja mientras esperaba tras una caterva de aficionados a las aventuras para acceder a la cima del Everest, que no deja de sorprender, indignar o abrumarnos.


Nirmal Purja



          “Porque está allí” era la máxima que respondía George Mallory sobre sus motivos para querer ascender al Everest, no podía imaginar que casi un siglo después para llegar a la cima los alpinistas tuviesen que hacer cola a riesgo de sus vidas. En 2019 se produjo el récord de personas intentando hacer cumbre, de muertes y de deterioro de toda la ruta y sobre todo del campamento base. También al presente no hay testimonio mas allá del especulativo sobre si Mallory realmente fue la primera persona en llegar a ese techo del mundo. En su última expedición de 1924 junto a Andrew Irvine ambos desaparecieron, y después de 75 años sin noticias de ellos algunos alpinistas dijeron haberlos visto a apenas quinientos metros de la cima, para finalmente una búsqueda basada en aquellos indicios dar con el cuerpo de Mallory, y aunque momificado y en buena conservación no fue posible despegarlo de la roca a la que estaba incrustado por las bajas temperaturas y el largo tiempo pasado, por lo que se le cubrió de rocas como forma de sepultura definitiva. Lo extraño fue no encontrar la cámara que portaba para documentar la aventura, de haberse hallado las fotos allí contenidas hubieran podido dar luz sobre si realmente ambos aventureros llegaron a pisar la cima, tampoco se halló una instantánea de su mujer que Mallory portaba con la intención de dejarla allá lo que dio pie a especular con que su deceso se produjo cuando descendían. Desafortunadamente para George o Andrew no existiendo la foto no hay certificación, mientras que el alpinista, explorador y filántropo Edmund Hillary y el sherpa nepalí Tenzing Norgay sí cuentan con este documento notarial que les atestigua como los primeros hombres en haber completado la ascensión al Everest en 1953. Tal vez aquellos posados documentariales de las conquistas de nuestro pasado colonial fueran los precedentes donde los hechos comenzaron a existir para ser representados, que existiesen para su mise en scène.


Edmund Hillary y Tenzing Norgay


          Pero a veces las conquistas más importantes de la humanidad no son físicas sino morales, y las revoluciones no se circunscriben al espacio real sino a una nueva virtualidad. Cuando se daba por hecho que la esencia del arte de la luz era inmutable la revolución digital trastocó, además de tecnológica, conceptualmente el medio. Ser una huella trasunto reflejo del referente le daba una inferencia particular a cualquier imagen obtenida por aquellos ahora arcaicos procesos. Así la fotografía antes era impunemente memoria, pervertir aquella era traicionar ésta, y el documento degenerado por excelencia continúa siendo aquel donde resulta evidente la desaparición de Leon Trosky de la tribuna donde Vladimir Lenin arengaba a un grupo de soldados a punto de ir a la guerra en Polonia en la plaza Sverdlov de Moscú el 5 de mayo de 1920, pero resulta curioso que después de tanto tiempo y tantas palabras escritas sobre esta imagen aún se ignora popularmente si la polémica se circunscribe a que el documento fue manipulado realmente tras la caída de Trosky con fines de instrumentalización política del régimen, o es una eterna fake-new. Como también es paradójico que, a pesar de ser una fotografía infinitamente difundida, cuando se pretende conocer a su autor J.P. Goldstein las dificultades también resultan infinitas. El respeto a la autoría de cualquier imagen es otra asignatura pendiente de esta sociedad tan supuestamente vanguardista por mediática, virtual o líquida, pero reaccionaria en cuanto a los valores humanistas que al fin son los que construyen moralmente la sociedad, y por ende su historia. Así antes de la aparición de Photoshop existía el consenso para que las manipulaciones fotográficas, aún no expresamente evidentes, eran al menos éticamente censurables, y desde su  vulgaridad el único logro que conseguían era el acuerdo generalizado de rechazo hacia cualquier falsedad documental. Pero los tiempos cambian, y quien desapareció de la imagen no fue ningún personaje sino la probidad de la imagen.


J.P. Goldstein

          Aquella transición del soporte de haluros de plata al binario supuso algo mas que un cambio técnico, la ruptura fue además ontólogica, esa pérdida del referente resulta ser una de las características más intrínsecas de la posfotografía. PHS y las demás apps de tratamiento de imágenes poseen tal obscena capacidad de transformación que la primera damnificada ha sido la credibilidad documental. Su inmenso poder autogenerativo de falsas verdades ha dado paso que la creatividad de documentos difícilmente discernibles en su certeza abunden por doquier. El culmen actual se encuentra en las caras falsas de Phillip Wang desde su página “ThisPersonDoesNotExist”. Este ingeniero ha desarrollado un doble sistema donde el primero crea un rostro virtual a partir de un original, mientras el segundo confirma su acierto cuando se ve incapaz de reconocer la falsedad de entre las dos, asumiendo que entonces ningún humano será tampoco capaz de encontrar la diferencia. La población mundial pasó de los casi 1.000 millones de habitantes en 1800 a los más de 6.000 en el 2000 y en el actual siglo se estima puede llegar casi a doblarse, difícilmente daremos cabida además a este mundo virtual. Ironías aparte, supone un problema de identidades para el control de desviaciones convivencionales por la dificultad para discernir entre realidad y falsificación. La capacidad de manipular o generar este tipo de imágenes realista tiene una repercusión inimaginable en lo que las sociedades modernas piensan sobre la evidencia y la confianza, pudiendo además ser un arma para el control de masas en manos no democráticas. Por lo pronto personas que no existen ni existieron tienen ya miles de seguidores en la red gracias a las corporaciones mercantiles sin escrúpulos que sin tener en cuenta las futuras consecuencias se apuntan al beneficio instantáneo particular frente al pago colectivo pospuesto en un futuro cada vez más sombrío. La realidad de la red es más fascinante para los individuos que la propia gracias a los filtros que se han hecho tan fácil de aplicar a cualquiera neófito, pero el problema no es que podamos recrear la realidad como hasta hoy retocándola sino que a partir de ahora podemos crearla. Con los deepfakes entramos indefensos en la era de la “desinformación interesada”, de hecho existe una carrera tecnológica, igual a la ancestral armamentística, entre crear y detectar dichas desviaciones. Mientras, comenzamos a compartir el espacio con personas sin tiempo, pero sin memoria también.

“this person does not exist”


          Al ser humano, y durante la mayor parte de su historia, le ha gustado jugar a ser dios, de hecho el mundo está conformado sobre la ilusión, y hasta la colectiva paranoia en occidente ha construido un estado sobre ello: el Vaticano. En el fondo no somos más que unos desesperados que se aferran a la esperanza en un mundo que no tiene ninguna, por eso inventamos: mitos y dioses, arte y filosofía, ciencia y religiones. Hay que reconocer que la alternativa a la teología no es mucho menos tranquilizadora pues a veces la ciencia llega al profano como otra metafísica en lo esencial: nos da a digerir el comienzo de todo como la millonésima parte de un segundo de un big-bang, y una posterior infinita expansión matemática con un límite que difícilmente tiene cabida en la credulidad de un perplejo y pequeño mico bajado del árbol hace apenas unos años. Ese mismo que después de múltiples esfuerzos y recursos intelectuales, materiales y económicos ha logrado increíblemente llegar a otro planeta, y  a la par se está auto-obviando el espectáculo excepcional y gratuito de su retransmisión cuasi en directo en favor del “pan y circo” deportivo de cada fin de semana, extraordinarias imágenes de los primero pasos de la exploración de Marte que, aún parcas y aburridas, pecan de excepcionalmente irrepetibles; pero a esta sociedad espectáculo, más parecida a un parque mediático de los deseos que a un lugar de singular y efímera experiencia, parece importarle más su propia ignorancia y hedonismo que ningún otro motivo por excelso que éste sea. Aunque la ciencia no es la panacea, en el fondo tenemos demasiada fe en ella y nos exhortamos a olvidar los errores cometidos por el camino porque el balance sobre nuestra vanidad aún nos sale positivo, menos a sus damnificados. Aún así empezamos a percibir el peligro del carecer de límites. Y uno de esos excesos exige de la perenne memoria para no repetir su historia: el 6 de agosto de 1945 el avión estadounidense Enola Gay dejó caer la bomba nuclear Littel Boy y destruyó completamente la ciudad japonesa de Hiroshima, causando la muerte de mas de 160.000 personas en ese mismo momento y posteriormente por efectos de la radiación. Sin embargo su trascendencia y procediendo del país exportador de aquel imperio mediático y apologético de la eterna lucha del bien contra el mal, o por eso mismo, no existe gran documentación gráfica del hecho, o al menos  la justa que ponga en entredicho aquella cumbre de barbaridad cometida en nombre de la Humanidad, pero aun así en las catacumbas del fondo de archivo existe una fotografía de Bernard Hoffman donde no se ve una cuidad que no existe arrasada por la una explosión nuclear, y sin embargo sí se muestra todo en una instantánea donde no hay nada más que los restos de una cartera conteniendo las fotografías familiares de su propietario, el recuerdo tangible de una de las víctimas con su pasado, su historia, sus seres queridos, en un segundo desaparecidos. Fue causa suficiente para que la revista Life decidiera no publicarla: una de dos, o eran suficientemente obtusos y se les pasó el poder subrepticio, o terriblemente lúcidos y por eso la censuraron. Porque ése es el halo perverso de poder de toda fotografía, la certera y desveladora perennidad de una memoria que no debemos permitir nunca perder. Aquello fue la cima de la barbaridad de la humanidad y quedó sin la justa notarial certificación, porque los que perecieron allí bajo el esplendoroso avance tecnológico fueron personas reales, no invenciones binarias creadas para la fascinación trivial. Durante toda la historia de la Humanidad el hombre frente a todo progreso siempre se ve ante la tesitura de abrir la caja de Pandora o dejarla tal cual, pero lo cierto es que mientras las intenciones no cambien no es la duda la que nos mata sino el uso que hacemos de nuestra propia capacidad de evolución, lástima que tengamos finalmente y como siempre que recurrir a Elpis, el espíritu de la esperanza, oculto en el fondo de la caja.


Bernard Hoffman




Texto de enriqueponce 2020.
Fotografías de los autores citados.



miércoles, 15 de abril de 2020

"Carlos Pérez Siquier"

BLOg DE NOTAS




Carlos Pérez Siquier
Almería 1930




Fotografía: Estela de Castro.

















"La Chanca"




Recuerdo muy bien la profunda impresión de violencia y pobreza que me produjo Almería, viniendo por la N-340, la primera vez que la visité, hace ya algunos años. Había dejado atrás Puerto Lumbreras -con los tenderetes del mercado en medio de la rambla- y el valle del Almanzora - Huercal Overa, Vera, Cuevas, Los Gallardos. Desde un recodo de la cuneta había contemplado las increíbles casas de Sorbas suspendidas sobre el abismo. Después, cociéndose al sol, las tierras ásperas, cinceladas a golpe de martillo, de la zona de Tabernas, corroídas por la erosión y como lunares. La carretera serpentea entre horcajos y barrancos, bordeando el cauce de un río seco. En vano había buscado la sombra de un arbusto, la huella de un miserable agave. En aquel universo exclusivamente mineral la calina inventaba espirales de celofán finísimo. Guardo clara memoria de mi primer descenso hacia Rioja y Benahadux: el verdor de los naranjos, la cresta empanachada de las palmeras, el agua aprovechada hasta la avaricia. Me había parecido entonces que allí la tierra se humanizaba un poco y, hasta mucho después, no advertí que me engañaba. Anunciada por un rosario de cuevas horadadas en el flanco de la montaña -<<capital del esparto, mocos y legañas>>, como dicen irónicamente los habitantes de las provincias vecinas-, Almería se extiende al pie de una asolada paramera cuyos pliegues imitan, desde lejos, el oleaje de un mar petrificado y albarizo.
          Cuando fui la última vez, la ciudad me era ya familiar y apenas paré en ella el tiempo preciso para informarme del horario de los autocares. Conocía el panorama de la Alcazaba sobre el barrio de la Chanca: sus moradores encalan púdicamente la entrada de las cuevas y, vistos desde arriba, los techos de las chabolas se alinean como fichas de dominó, azules, ocres, rosas, amarillos y blancos. También había trepado al cerro de San Cristóbal para atalayar el puerto desde las gradas del via crucis: una patulea de arrapiezos juega y se ensucia entre los pasos y el aliento de la ciudad sube hasta uno como el jadeo de un animal cansado. Almería carece de vida nocturna y, en mis estancias anteriores, haciendo de tripas corazón, había recorrido temprano sus calles. Me apresuraré a decir que no lo lamento en absoluto. El espectáculo merece el sacrificio: el mercado de Puerta Purchena, con sus gitanos y charlatanes, obsequiosos y vocingleros; los somnolientos coches de punto a la espera de cliente; los emigrado marroquíes meditando a la sombra de los ficus, valen cumplidamente el viaje. Almería es ciudad única, medio insular, medio africana. A través de sus hombres y mujeres que fueron a buscar trabajo y pan a Cataluña -y a realizar los trabajos más duros, dicho sea de paso-, la quería sin conocerla aún. La patria chica puede ser elegida: desde que la conozco, salvando centenares de kilómetros, le rindo visita todos los años.
          En los mismos suburbios de la ciudad, camino de Murcia, torciendo a la derecha de la N-340, una carretera comarcal une Almería con las zonas montañosas y desérticas de Níjar y Sierra de Gata. Otras veces, durante mis breves incursiones por el corazón de la provincia, había prometido recorrer con alguna calma este olvidado rincón de nuestro suelo, rincón que sonaba familiarmente en mis oídos gracias a la aburrida lista de cabos importantes aprendida en el colegio bajo el imperio de la regla y el temor de los castigos: <<Sacratif, en Granada. Gata, en Almería. Palos, en Murcia. La Nao, San Antonio y San Martín en Alicante...>>. Cuando llegué a la central de autobuses, el coche acababa de irse. Como faltaban dos horas para el próximo, dejé el equipaje en consigna y salí a cantonear. Las calles bullían de regatones, feriantes, vendedores de helados que solfeaban a gritos la mercancía. Otros, más modestos, aguardaban al cliente en la acera, con sus cestos de cañaduz e higos chumbos. Lucía el sol y las mujeres escobaban delante de sus casas. El cielo empañado, sin nubes, anunciaba un día caluroso.
          Después del invierno gris del Norte, me sentía bien en medio de aquel bullicio. Recuerdo que, al cruzar el puente, pasaron dos simones con muchachas ataviadas de típica señorita española. Conscientes de la curiosidad que promovían, se esforzaban en encarnar dignamente las virtudes características de la raza: garbo, empaque, gracia, donosura. Un hombre las piropeó con voz ronca. Luego desfilaron otros coches de punto con caballeros en levita, militares, un niño con tirabuzones, un cura. Alguien dijo que celebraban un bautizo.
          Los curiosos prosiguieron su camino y entré en un bar tras dos hombres que se habían asomado a mirar. No se me despintan de la memoria, negros, cenceños, con sus chalecos oscuros, sombreros de ala vuelta hacia arriba y camisas abotonadas hasta el cuello. Parecían dos pajarracos montaraces y hablaban mascujando las palabras.
          -¡Qué mujeres!
          -España es el mejó país del mundo.
          -No tendrá el adelanto de otras naciones, pero pa vivir...
          -Caray, que no lo cambiaba yo por ninguno.
          Al reparar en el brillo normal de sus ojos comprendí que andaban bebidos. El dueño me trajo un café y se acercaron a pegar la hebra. Querían saber quién era, de dónde venía, que hacía por allí. Aunque les contestaba con monosílabos, me invitaron a chatear.
          -No puedo -dije. Y miré el reloj.
          -¿No?
          -Mi autobús sale dentro de unos minutos.
          El tiempo había pasado sin darme cuenta y continué hacia la carretera de Murcia por el camino de la estación.





















Fotografías, de la serie "La Chanca", de Carlos Pérez Siquier.
Texto, extraído de "Campos de Níjar", de Juan Goytisolo.


Juan Goytisolo en Almería en 1960
Fotografía de
Vicente Aranda.



domingo, 5 de abril de 2020

"Win Wenders"






LOS CAZADORES deMENTES
LA C(r)ÓNICA LUZ







Win Wenders
Düsseldorf, Alemania. 1945




Autorretrato, 1975.


















"Disparar fotos"


          Disparar fotos. Sacar fotos es un acto en el tiempo en el que algo se saca de su propio tiempo y se traslada a otro tipo de duración. Se suele suponer que lo que se capta en ese acto se halla ENFRENTE de la cámara. Pero no es cierto. Sacar fotos es un acto en dos direcciones: hacia adelante y hacia atrás. Sí, en el acto de sacar fotos también se dan <<culatazos>>. No es mala comparación. Del mismo modo que el cazador alza el rifle, apunta al ciervo que tiene delante, aprieta el gatillo y cuando sale la bala por la boca el culatazo le lanza hacia atrás, también el fotógrafo es lanzado hacia atrás, sobre sí mismo, cuando dispara. La fotografía es siempre una imagen doble, que muestra, a primera vista, su tema, pero en un segundo vistazo -más o menos visible, <<oculto tras él>>, por decirlo así- muestra el "ángulo inverso": la foto del fotógrafo en acción. Pero del mismo modo que al cazador no le alcanza la bala, sino que sólo siente el culatazo de la explosión, tampoco la lente capta, de hecho, esa contra-imagen contenida en cada foto. (Aunque permanece, un tanto inextricablemente, en la foto, como una impresión invisible del fotógrafo que se revela en la química del cuarto oscuro...)

          ¿Qué es entonces el culatazo del fotógrafo? ¿Cómo nota uno su impacto? ¿Cómo afecta al tema y qué rastro deja en la fotografía? En alemán hay una palabra muy reveladora para este fenómeno, una palabra conocida en diversos contextos: "EINSTELLUNG". Significa la actitud con la que alguien se acerca a algo psicológica o éticamente, esto es, la manera de sintonizar con algo y de <<asimilarlo>> después. Pero "Einstellung" también es un término que viene de la fotografía y el cine, y que significa tanto la "toma" (una toma concreta y su encuadre) como el modo de ajustar la cámara en términos de la apertura y la exposición con las que el cámara "saca" la foto. No es casual que (al menos en alemán) la misma palabra defina a la vez la actitud y la foto así producida. Cada foto refleja sin duda la actitud de quien la ha sacado.

          Así que el culatazo del fusilero se corresponde con el retrato del fotógrafo, más o menos visible "detrás de la foto", sólo que, en vez de captar sus rasgos, define la actitud del fotógrafo hacia aquello que haya podido estar delante de él (o de ella).

          La cámara es por tanto un ojo capaz de mirar hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo. Hacia adelante, de hecho, sí que "dispara una foto"; hacia atrás registra una vaga sombra, una especie de rayos-x de la mente del fotógrafo, pues mira directamente a través de los ojos de éste (o de ésta) al fondo de su alma. Sí: hacia adelante, una cámara ve su tema, hacia atrás ve el deseo de captar, en primer lugar, ese tema concreto, mostrando así de manera simultánea LAS COSAS y EL DESEO de ellas.








          Cada segundo, en algún lugar del mundo, alguien da a un disparador y capta algo porque a él (o a ella) le fascina cierta LUZ o ROSTRO o GESTO o PAISAJE o ATMÓSFERA o simplemente porque la SITUACIÓN quiere ser captada.

          Los temas de la fotografía, evidentemente, son incontables, cada segundo que pasa los multiplica al infinito. Aun así, cada momento de la toma de una foto, dondequiera que ocurra en el mundo, es un acontecimiento único cuya unicidad la garantiza el incesante paso del tiempo. (Incluso las tropecientas instantáneas turísticas de las sesiones especiales de "fotos protocolarias" son, cada una, un acontecimiento irrepetible. Hasta en sus momentos más triviales y banales el tiempo sigue siendo irreversible.)

          Lo asombroso de cada fotografía no es tanto que "congele el tiempo" -como suele pensar la gente- sino que por el contrario el tiempo vuelve a demostrar con cada fotografía HASTA QUÉ PUNTO es imparable y perpetuo.

          Cada fotografía es un memento mori. Cada fotografía habla de la vida y de la muerte. Cada "imagen captada" tiene un aura de sacralidad, trasciende el ojo de su fotógrafo y supera todas las capacidades humanas. Cada foto es también un acto de creación fuera del tiempo, desde la perspectiva de Dios, por decirlo así, que recuerda ese mandamiento cada vez más olvidado: "No te harás imagen tallada alguna".

          Sacar fotos (mejor dicho: tener el increíble privilegio de sacar fotos) es "demasiado bueno para ser cierto". Pero de la misma manera es demasiado cierto para ser bueno. Sacar fotos es siempre un acto de presunción y de rebelión. Sacar fotos, por tanto, enseguida infunde codicia y, con menor frecuencia, modestia. (Ésa es la razón de que la "jactancia" sea una actitud mucho más habitual en fotografía que la "humildad".)








          Así, si una cámara dispara en dos direcciones, hacia adelante y hacia atrás, fundiendo ambas imágenes de modo que la parte "trasera" se disuelve en la "delantera", permite que el fotógrafo, en el momento mismo de disparar, esté delante con los temas en vez de separado de ellos. A través del "visor", el que mira puede salir de su cascarón y ponerse "al otro lado" del mundo, y de ese modo recordar mejor, entender mejor, ver mejor, oír mejor y amar más intensamente (y también, ay, despreciar más intensamente. El "mal de ojo", al fin y al cabo, también existe.)

          En el interior de cada fotografía también está el comienzo de una historia que empieza con "Érase una vez...". Cada fotografía es el primer fotograma de una película. A menudo, el momento siguiente, el disparo soltado al cabo de unos instantes, es decir, la imagen posterior, está ya rastreando el desarrollo de esta historia en su propio espacio y en su propio tiempo. Así que a lo largo de los años, al menos para mí, sacar fotos se ha ido convirtiendo cada vez más en "rastrear historias" (...) Con cada segunda imagen el "montaje" está ya en marcha, y la historia anunciada en la primera imagen empieza ahora a canalizarse por su propia dirección, definiendo su sentido del espacio y presagiando su sentido del tiempo. A veces aparecen nuevos actores, a veces el supuesto papel principal resulta no ser más que un papel secundario, y a veces no hay ninguna persona en el centro, sino un paisaje.

          Creo firmemente en el poder de construir historias que tiene los paisajes. Hay paisajes, ya sean ciudades, desiertos, montañas o costas, que literalmente piden a gritos que se cuenten "sus historias". Las evocan, incluso hacen que ocurran. Los paisajes mismos pueden ser personajes protagonistas, y la gente que hay en ellos, extras.

          Creo con idéntica firmeza en el poder narrativo del attrezzo. Un periódico abierto, tirado como al descuido en la esquina de una fotografía, ¡cuántas cosas puede contar! ¡Una valla publicitaria al fondo! ¡El coche oxidado que asoma por un lado de la imagen! ¡Una silla! ¡En una posición que indica que tan sólo hace unos instantes ha debido de haber alguien ahí sentado! ¡Un libro abierto sobre una mesa con medio título legible! ¡El paquete vacío de cigarrillos en la acera! ¡La taza de café con la cuchara dentro! En las fotografías, LAS COSAS pueden ser serenas o tristes, incluso cómicas o trágicas.

          ¡Y no digamos la ropa! En muchas imágenes, es la parte más interesante. ¡El calcetín caído en torno al tobillo de un niño! ¡El cuello alzado de la camisa de un hombre al que sólo podemos ver desde atrás! ¡Manchas de sudor! ¡Arrugas! ¡Parches zurcidos y remendados! ¡Botones que faltan! ¡Una blusa planchada con esmero! ¡La vida de una mujer resumida toda ella en su vestido, su vida entera mostrándose en los sufrimientos de un vestido! ¡El drama de una persona expresado por un abrigo! La ropa indica la temperatura de una imagen, la fecha, la hora del día, tiempo de guerra o tiempo de paz. 





          Y todo ello aparece frente a la cámara UNA SOLA VEZ, y cada fotografía convierte esta VEZ en una eternidad. Sólo A TRAVÉS de la imagen captada se vuelve visible el tiempo y en el lapso de tiempo ENTRE el primer disparo y el segundo emerge la historia, una historia que, de no ser por estas imágenes, habría caído en el olvido para toda esta misma eternidad.

           De la misma manera que, en el preciso instante de sacar la foto, queremos desaparecer y entrar en el mundo y en las cosas, el mundo y las cosas se abalanzan ahora desde la fotografía sobre el que la mira, buscando sobrevivir y durar ahí. Es "AHÍ" donde suceden las historias, en el ojo del que mira.

          (...)




Fotografías y texto, extraído de EXIT 3, de Win Wenders.