lunes, 25 de abril de 2016

"Garry Winogrand"






LOS CAZADORES de MENTES






GARRY WINOGRAND
NY, EEUU. 1928-1984




Autorretrato.














          El individualismo es la muerte de la individualidad. Es tal, por lo menos por ser un "ismo". Muchos estadounidenses se han vuelto casi impersonales en su culto a la personalidad. Donde sus personalidades naturales podrían diferir, sus personalidades ideales tienden a ser las mismas. Cualquiera puede entender qué quiero decir con esas fotografías, intensamente reveladoras del yo, de hombres de negocios estadounidenses que pueden verse en cualquier revista norteamericana. Puede que cada uno se conciba a sí mismo como un solitario Napoleón meditando melancólicamente en Santa Helena; mas el resultado es una multitud de Napoleones meditando melancólicamente por todas partes. Cada uno de ellos debe poseer los ojos de un hipnotizador; salvo que ni la persona más vacilante del mundo puede ser hipnotizada por más de un millonario a la vez. Cada uno de los millonarios debe tirar hacia adelante de la quijada, ofreciendo (si puedo hablar así) combatir al mundo con la misma arma que Sansón. Cada uno de ellos debe acentuar la longitud de su mentón, especialmente, por supuesto, por encontrarse siempre completamente afeitado. Sería evidentemente inconsistente con la personalidad preferir usar barba. Estos son, desde luego, ejemplos fantásticos al margen de la vida estadounidense; pero representa una cierta asimilación, no a través de la manada bruta, sino más bien a través del soñar aislado. Y aunque el asunto no siempre se lleve tan lejos, sí pienso que se lleva demasiado lejos. No hay la suficiente inconsciencia que se requiere para producir genuina individualidad. Hay una suerte de culto a la fuerza de voluntad en abstracto, de modo que la gente está pensando realmente acerca de cómo puede querer, más que acerca de qué quiere. Para esto sí pienso que podría hallarse un cierto correctivo en la naturaleza de la excentricidad inglesa. Todo hombre con su sentido del humor es más interesante cuando es inconsciente de su sentido del humor; o al menos cuando está en el estadio intermedio entre el humor en el viejo sentido de la extravagancia y en el nuevo sentido de la ironía. Se dice mucho en estos días contra la moral negativa; y, ciertamente, la mayoría de los estadounidenses mostrarían una preferencia positiva por la moral positiva. La virtudes que ellos veneran de modo colectivo son virtudes muy activas; alegría, coraje, energía, si no brío, también vitalidad y cosas afines. Pero a veces se olvida que la moral negativa es más libre que la moral positiva. La moral negativa es una red de pautas más amplia y abierta, cuyos límites o cuerdas constriñen a intervalos más prolongados. Un hombre como el Dr. Johnson podría alcanzar a su manera su propia estatura con la red de los Diez Mandamientos; pero precisamente porque estaba convencido de que había sólo diez. No fue comprimido en el molde de la belleza positiva, como aquel del Apolo de Belvedere o del ciudadano estadounidense.








          Esta crítica es a veces cierta incluso respecto de la mujer estadounidense, que es, si duda, una persona mucho más encantadora que el hipnotizador millonario con su quijada afeitada. Los reporteros en Estados Unidos me preguntaban constantemente qué pensaba de las mujeres estadounidenses, y yo confesé cierto desagrado por generalizaciones semejantes, que no he conseguido perder. Los estadounidenses, que son las personas más corteses del mundo, quizá puedan entenderme; pero jamás puedo dejar siquiera de sentir que haya algo polígamo en el hecho de hablar de las mujeres en plural; algo indigno de cualquier estadounidense excepto que sea mormón. No obstante, pienso que la exageración que insinúo sí que se extiende en menor grado a las mujeres estadounidenses, fascinantes como son. Pienso que ellas también tienden demasiado a este culto de la personalidad impersonal. Es una descripción fácil de exagerar aun con el más débil énfasis; pues todas estas cosas son sutiles y están sujetas a llamativas excepciones individuales. Quejarse de la gente porque sea valiente, brillante, amable e inteligente puede que parezca -no de forma irrazonable- poco razonable. Y, sin embargo, hay algo en el fondo que sólo puede expresarse con un símbolo, algo que no es superficialidad sino un descuido de la subconsciencia y los impulsos más remotos y lentos; algo que puede echarse de menos en medio de toda aquella risa y luz, bajo aquellos resplandecientes candelabros de los ideales de las virtudes felices. A veces me entraban ganas, con una oleada sin palabras, de querer ver a una mujer malhumorada. ¡Cómo cambiaría hermoseada cual la noche, y revelaría espacios más silenciosos colmados de estrellas más antiguas! Estas cosas no pueden transmitirse en su delicada dimensión aun por medio de los términos más amplios y alusivos. Con todo, lo mismo se hallaba en la mente de un señor mayor de barba cana que conocí en Nueva York, un exiliado irlandés y un conversador estupendo, que miraba fijamente hacia arriba a la torre de galerías doradas del gran hotel y dijo con ese espontáneo gesto distintivo que difícilmente se escucha a no ser que provenga de conversadores irlandeses: "Y yo he estado en una aldea de las montañas donde la gente apenas podía leer o escribir; pero todos los hombres eran como soldados, y todas las mujeres tenían orgullo".


































Fotografías de Garry Winogrand.
Texto, extraído de "Mi visión de los Estados Unidos", de G.K. Chesterton.



martes, 19 de abril de 2016

"Roland Fischer"






BLOg DE NOTAS





Roland Fischer
Saabrücken, Alemania. 1958



Fotografía bajada de la red.





















"Amor líquido"







          Ivan Klima dice: casi nada se parece tanto a la muerte como el amor realizado. Cada aparición de cualquiera de los dos es única pero definitiva, irrepetible, inapelable e impostergable. Cada aparición debe sostenerse "por sí sola", y lo hace. Toda vez que aparecen nacen por primera vez, o renacen, saliendo de la nada, de la oscuridad del no-ser, sin pasado ni futuro. Cada una, cada vez, empieza desde el principio, dejando al desnudo lo superfluo de las tramas del pasado y la vanidad de cualquier trama del porvenir.
          Sólo se puede entrar en el amor y en la muerte una única vez: menos aún que en el río de Heráclito, son sus propios pies y cabeza, desdeñosos y negligentes con respecto a todo lo demás.
          (...) El parentesco, la afinidad, los vínculos casuales son característicos del ser y/o de la unión de los humanos. El amor y la muerte no tienen historia propia: Son acontecimientos del tiempo humano, cada uno de ellos independiente, no conectado (y menos aún casualmente conectado) a otros acontecimientos "similares", salvo en las composiciones humanas retrospectivas, ansiosas por localizar -por inventar- esas conexiones y comprender lo incomprensible.
          Y por eso es imposible aprender a amar, tal como no se puede aprender a morir. Y nadie puede aprender el elusivo -el inexistente aunque intensamente deseado- arte de no caer en sus garras, de mantenerse fuera de su alcance. Cuando llegue el momento, el amor y la muerte caerá sobre nosotros, a pesar de que no tenemos ni un indicio de cuando llegará ese momento. Sea cuando fuere, nos tomarán desprevenidos. En medio de nuestras preocupaciones cotidianas, el amor y la muerte surgirán ad nihilo, de la nada. Por supuesto, tendemos a recapitular para ser más sabios después del hecho: tratamos de rastrear los antecedentes, de aplicar el infalible principio de que un post hoc es seguramente el propter hoc, de concebir un linaje "que dé sentido" al acontecimiento, y con frecuencia nuestros esfuerzos se ven coronados por el éxito. Necesitamos ese éxito por el consuelo espiritual que proporciona: resucita, aun de manera indirecta, nuestra fe en la regularidad del mundo y la previsibilidad de los acontecimientos, que resulta indispensable para nuestra salud y cordura. También conjura la ilusión de que hemos adquirido un nuevo saber, de que hemos aprendido y, sobre todo, de que se trata de algo que podemos aprender, tal como es posible aprender la leyes de la inducción de J. S. Mill o a conducir autos o a comer con palitos en lugar de tenedor, o a causar una impresión favorable en los entrevistadores.
          En el caso de la muerte, se admite que el aprendizaje se limita a la experiencia de otras personas y es, por lo tanto, una ilusión in extremis. La experiencia de otras personas no puede aprenderse verdaderamente como experiencia; es el producto final del aprendizaje del objeto, no es posible separar el Erlebnis original de la contribución creativa de las capacidades imaginativas del sujeto. La experiencia ajena sólo puede conocerse como una historia procesada, interpretada según lo que los otros vivieron. Tal vez algunos gatos verdaderos tienen, como Tom de Tom y Jerry, nueve vidas o más, y tal vez algunos conversos pueden llegar a creer en la reencarnación, pero el hecho es que la muerte, como el nacimiento, sólo se produce una vez; no hay manera de aprender a "hacerlo bien la próxima vez", ya que se trata de un acontecimiento que nunca volveremos a experimentar.















Fotografías de Roland Fischer ("Los Ángeles Portraits" y "Chinese pool Portraits").
Título y texto, extraído de "Amor líquido", de Zygmunt Bauman.