GARRY WINOGRAND
NY, EEUU. 1928-1984
Autorretrato. |
El individualismo es la muerte de la individualidad. Es tal, por lo menos por ser un "ismo". Muchos estadounidenses se han vuelto casi impersonales en su culto a la personalidad. Donde sus personalidades naturales podrían diferir, sus personalidades ideales tienden a ser las mismas. Cualquiera puede entender qué quiero decir con esas fotografías, intensamente reveladoras del yo, de hombres de negocios estadounidenses que pueden verse en cualquier revista norteamericana. Puede que cada uno se conciba a sí mismo como un solitario Napoleón meditando melancólicamente en Santa Helena; mas el resultado es una multitud de Napoleones meditando melancólicamente por todas partes. Cada uno de ellos debe poseer los ojos de un hipnotizador; salvo que ni la persona más vacilante del mundo puede ser hipnotizada por más de un millonario a la vez. Cada uno de los millonarios debe tirar hacia adelante de la quijada, ofreciendo (si puedo hablar así) combatir al mundo con la misma arma que Sansón. Cada uno de ellos debe acentuar la longitud de su mentón, especialmente, por supuesto, por encontrarse siempre completamente afeitado. Sería evidentemente inconsistente con la personalidad preferir usar barba. Estos son, desde luego, ejemplos fantásticos al margen de la vida estadounidense; pero representa una cierta asimilación, no a través de la manada bruta, sino más bien a través del soñar aislado. Y aunque el asunto no siempre se lleve tan lejos, sí pienso que se lleva demasiado lejos. No hay la suficiente inconsciencia que se requiere para producir genuina individualidad. Hay una suerte de culto a la fuerza de voluntad en abstracto, de modo que la gente está pensando realmente acerca de cómo puede querer, más que acerca de qué quiere. Para esto sí pienso que podría hallarse un cierto correctivo en la naturaleza de la excentricidad inglesa. Todo hombre con su sentido del humor es más interesante cuando es inconsciente de su sentido del humor; o al menos cuando está en el estadio intermedio entre el humor en el viejo sentido de la extravagancia y en el nuevo sentido de la ironía. Se dice mucho en estos días contra la moral negativa; y, ciertamente, la mayoría de los estadounidenses mostrarían una preferencia positiva por la moral positiva. La virtudes que ellos veneran de modo colectivo son virtudes muy activas; alegría, coraje, energía, si no brío, también vitalidad y cosas afines. Pero a veces se olvida que la moral negativa es más libre que la moral positiva. La moral negativa es una red de pautas más amplia y abierta, cuyos límites o cuerdas constriñen a intervalos más prolongados. Un hombre como el Dr. Johnson podría alcanzar a su manera su propia estatura con la red de los Diez Mandamientos; pero precisamente porque estaba convencido de que había sólo diez. No fue comprimido en el molde de la belleza positiva, como aquel del Apolo de Belvedere o del ciudadano estadounidense.
Esta crítica es a veces cierta incluso respecto de la mujer estadounidense, que es, si duda, una persona mucho más encantadora que el hipnotizador millonario con su quijada afeitada. Los reporteros en Estados Unidos me preguntaban constantemente qué pensaba de las mujeres estadounidenses, y yo confesé cierto desagrado por generalizaciones semejantes, que no he conseguido perder. Los estadounidenses, que son las personas más corteses del mundo, quizá puedan entenderme; pero jamás puedo dejar siquiera de sentir que haya algo polígamo en el hecho de hablar de las mujeres en plural; algo indigno de cualquier estadounidense excepto que sea mormón. No obstante, pienso que la exageración que insinúo sí que se extiende en menor grado a las mujeres estadounidenses, fascinantes como son. Pienso que ellas también tienden demasiado a este culto de la personalidad impersonal. Es una descripción fácil de exagerar aun con el más débil énfasis; pues todas estas cosas son sutiles y están sujetas a llamativas excepciones individuales. Quejarse de la gente porque sea valiente, brillante, amable e inteligente puede que parezca -no de forma irrazonable- poco razonable. Y, sin embargo, hay algo en el fondo que sólo puede expresarse con un símbolo, algo que no es superficialidad sino un descuido de la subconsciencia y los impulsos más remotos y lentos; algo que puede echarse de menos en medio de toda aquella risa y luz, bajo aquellos resplandecientes candelabros de los ideales de las virtudes felices. A veces me entraban ganas, con una oleada sin palabras, de querer ver a una mujer malhumorada. ¡Cómo cambiaría hermoseada cual la noche, y revelaría espacios más silenciosos colmados de estrellas más antiguas! Estas cosas no pueden transmitirse en su delicada dimensión aun por medio de los términos más amplios y alusivos. Con todo, lo mismo se hallaba en la mente de un señor mayor de barba cana que conocí en Nueva York, un exiliado irlandés y un conversador estupendo, que miraba fijamente hacia arriba a la torre de galerías doradas del gran hotel y dijo con ese espontáneo gesto distintivo que difícilmente se escucha a no ser que provenga de conversadores irlandeses: "Y yo he estado en una aldea de las montañas donde la gente apenas podía leer o escribir; pero todos los hombres eran como soldados, y todas las mujeres tenían orgullo".
Fotografías de Garry Winogrand.
Texto, extraído de "Mi visión de los Estados Unidos", de G.K. Chesterton.
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