martes, 25 de abril de 2023

"momias"

OPINION.es



“MOMIAS”

“Perdonen que no me levante”

(Falso epitafio de la tumba de Groucho Marx)







“Mi pasatiempo favorito es dejar pasar el tiempo, tener tiempo, tomarme mi tiempo, perder el tiempo, vivir a contratiempo”

Françoise Sagan


“Somos soledades en convivencia”

María Zambrano


“explicar con palabras de este mundo

que partió de mí un barco llevándome”

Alejandra Pizarnick


“vendrá la muerte y tendrá tus ojos”

Cesare Pavese


“Dos fechas: 1934 y 2020, y en medio un guión; ese guión, diminuto, tan frágil, es la vida”

Alexandre Jollien/Bernard Campan


“Testamento.

     A mis seres queridos:

          les dejo la vida”

Jaime Sabines




          Qué extraño e inquietante resulta leer que el tal de septiembre de 1963… y apercibirte de pronto como un mazazo de lucidez que uno mismo aún era nonato, un feto, que una joven y desconocida madre me llevaba en el vientre entre placenta y nerviosismo por lo inminente de mi venida, qué maravilla leer sobre el antes de mi alumbramiento y reconocer que en ese allá el mundo ya rodaba sobre su eje sin mi concierto, sin el tuyo, sin el de nadie, siempre y para siempre, y que nosotros vinimos no a llenarlo sino a ocupar un lugar de observación y asombro, nada más, perpleja y efímera estancia de comparsas microscópicas de un cosmos inaudito. Decenas de miles de millones de seres, animales, amebas, piedras, aire, luz, aconteciendo antes que el sonido de mis dedos sobre el teclado de este portátil marque indeleblemente la frágil y volátil sensación de la insignificancia de todos y cada unos de los días, los actos, los pensamientos, de cada existencia, vida, razón, sensación, acaso o inexistencia. Qué maravillosa fragilidad la de la azarosa existencia, la del asombro de estar vivo, de reconocerse en la vida -el único fundamento de vivir-, en medio de un río -aquellos mismos señoríos manriqueños que “van a parar a la mar”- que fluye en la sinrazón constante y eterna, incólume, indiferente a las pequeñas vanidades de la mente, la de sus espectadores, la de miles de millones de seres que han habitado la Tierra antes -y probablemente después- creyendo en lo increíble como única manera de expiación posible, como madero de náufrago bíblico. Por eso es posible que estés leyendo las palabras de un muerto -yo soy un hombre muerto que te habla-, sí, te hablo desde la muerte, yo ya no existo y sin embargo me lees, y mientras me pregunto: ¿cómo será el día de mi muerte? vendré de un paseo sobre el árido suelo que decidí como mi hogar y después de sentarme a descansar me apagaré simplemente, inconsciente, o será después de una larga agonía llena de siniestros químicos o/y/u radios terapias y falleceré sedado hasta la médula, sí porque no estoy seguro que envejecer sea la mejor opción del universo -q tengamos- después de los 50… pues a lo más que podemos aspirar es al acomodo del olvido que seremos -como el título de la novela de Héctor Abad Faciolince- mecido por la calma de la nostalgia de una memoria que se nos fue sin rastro ni remedio -de hecho, si me dan a elegir, prefiero no recordar-. Qué maravilloso invento resultó entonces la palabra para reducirlo todo a una razón de acomodo, qué maravillosos los libros como contenedor de sosiego -espurio, falso, ansioso, pero imposible negarles su edicto de fe-, qué innegable revelación el cuento, la épica, la epopeya, las metáforas, la ilusión, para un transitorio conformismo y respiro, qué razón la escondida entre los número 3.19 si ellos son dados por Dios después de condenar y expulsar a Adán del paraíso con el único bagaje de la palabra: Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris” (Recuerda, hombre, que polvo eres y al polvo volverás). Contundente alegato a aquellas dudas del despertar al raciocinio de todo homo-erectus: quienessomos dedóndevenimos adóndevamos, aunque en la era de pragmatismo hayamos trocado la referencia bíblica no ya por la cultural sino la mediática y sea mas dado decir con el individualista descaro del reality-show “Los últimos de Alaska”: “¿Al final qué conseguimos, 75 vueltas alrededor del Sol?, disfrútalas”.

          Sobradamente conocido es que el optimismo en esta Tierra es sólo desinformación, que todo está en los libros, y que Don Quijote era un lúcido mentecato que jamás existió más allá de la mente de los hombres. Resulta paradójico que la mayor ambición humana sea un ansia de permanencia infinita, la inmortalidad, y lo más parecido a ella le sea dada sin embargo a sus ficciones. A nosotros nos cabe tan únicamente la resignación. Se puede apreciar la contradictoria ironía de tal en un breve diálogo de la comedia vs parodia “The Great” de Tony McNamara, descarnada y descarada -e incluso procazmente gore en las ocasiones que lo requiere la trama de aquella convulsa época- sobre personajes y eventos acaecidos en la corte de la Rusia zarista del siglo XVIII, y con “hechos históricos ocasionalmente incluidos” como reza en su publicidad, donde la Emperatriz Catalina la Grande busca la complicidad del apocado Orlo -el asesor de su esposo el Emperador Pedro III- para asesinarle y así apoderarse del trono, que transcurre de la siguiente manera:


Orlo: ¡Emperatriz!

Emperatriz: ¿Qué vida vive, Orlo?

          No deja mojar su pito, ni ensangrentar su espada o incluso su corazón latir.

          Pero representa un circo bombeando el pene para él

[el Emperador a quien duda traicionar, por quien sí consiente en hacer “comedia” de onanismo].

          ¡Estos libros, estas ideas, tan muertas en sus estantes como lo está usted por dentro!

O: Son poesía, no realidad.

E: ¿No le gustaría ver una Rusia fuerte y vibrante, viva con ideas, humana y progreso donde las personas vivan con dignidad y propósito?

O: Me gustaría. También un cerdo que hable y un perro que cocine tortilla. Pero sospecho que moriré defraudado.

E: Bueno, hoy tiene una ambición. Morir defraudado. Buena suerte con eso. Sospecho que lo logrará.

[Los subrayados son de quien suscribe].


Por mi parte yo sospecho que Cervantes se levantaría de su tumba para abonarse a cualquiera de las plataformas que nos invaden, cual órdagos de molinos manchegos, resignado a aplaudir con su única mano a la permanencia del lo impermanente, la sinrazón. Concordamos entonces con Leo, el amante que le ha proporcionado a la reina Catalina su propio marido, en otra escena de la misma serie: “Seremos polvo. Seré polvo feliz”. ¿Quizá polvo de estrella?. El polvo de estrellas más el agua y la energía, según los científicos, concluyeron en una molécula de carbono o, lo que es lo mismo, la vida, y la venida, conformación, de la primera célula que llamaron L.U.C.A.


          Inicialmente leí en pos del conocimiento, aunque con el tiempo aprendí a leer por vivir otra existencia, suspender la conciencia, un embotamiento [embobamiento dice el autocorrector] de la presencia, un ensimismamiento, como el dormir -y morir es igual-, una diferente existencia. Imagínate que hoy no me levanté, que este escrito quedó sin terminar, pero tú me lees… eso quiero decir, vivir es intrascendente, un hecho insignificante, e inmerecido además. En el cuaderno de agosto de 1955 de los Diarios de Alejandra Pizarnik dejó transcrito: “Pienso en mi vida condensada en un eterno intento de escudriñar mi yo. Libros y más libros. Hay momentos en que desaparece la esencia del libro, quedando solamente su ridículo cuerpecito. Me veo entonces acariciando nebulosas hojas de papel y, me pregunto si valen lo que una mirada humana”, palabras que el azar pareciera hermanar con el opúsculo del poeta salvadoreño Roque Dalton: “Finaliza septiembre. Es hora de decirte lo difícil que ha sido no morir”, maravillosa coincidencia de dos personas a través del espacio vacío del tiempo, y la ningunidad. Hoy estamos aquí, en la vida, exploramos, viajamos, aprendemos y mañana no, ya no estamos, pero no se acaba todo entonces, sino que todo sigue, si no igual sí similar, fluido, continuo, caprichoso, infinito. Aunque “perderse es también camino”, tal como dijo Clarice Lispector reconociendo la supremacía de la eterna incógnita frente a las contingentes certezas. Y en medio de este conflicto, como espermatozoides ansiosos nadando hacia su oportunidad, miles de millones de seres desesperados buscando su propio e intransferible acomodo, o lo que primero se presente, clamando en la lucha por una existencia más o menos justificada, o justificando su existir sobre el amor o el dinero o la fe o las palabras o el poder o el miedo o la sinrazón o la desesperación. Y aunque según Amos Oz “nadie sabe nada sobre los demás” también es cierto que todos compartimos un tronco común, y el mayor deseo sea una cierta e imposible empatía con esotros seres que nos acompañan en este confuso valle de lágrimas, no en vano W. Shakespeare puso en boca del rey Lear premonitoriamente las palabras: “Al nacer, lloramos por haber venido a este teatro  de locos”. 




“Los amantes de Hasanlu”




          En 1972, en la provincia iraní de Azerbaiyán Occidental, un equipo de investigación arqueológica de la Universidad de Pensilvania encabezado por Robert H. Dyson halló, entre otros, unos esqueletos aparentemente abrazados en el momento de su muerte. Aunque la prosodia científica catalogó con la fría identificación de SK335 al esqueleto que se encuentra a la derecha -joven, adulto, posiblemente varón de entre 19 y 22 años- y K336S para su acompañante -de unos 30 a 35 años, y probablemente hombre también-, la equívoca posición que presentan en el momento de su deceso -por supuesta asfixia- de aquel pretérito 800 a. de C., su singular ambigüedad, les otorgó categoría de ser los primeros amantes de una heterodoxia jamás-nunca consentida. Así entre el gremio de la arqueología les conocen como los amantes de Hasanlu, aunque reconocen que la certificación de comportamientos más allá de los heteronormativos desde sus simples restos resulta controvertida. La empatía frente al otro resulta ardua porque condena a la concepción de que cada uno de nosotros porta una historia, única, particular, con un antes y un después más allá de su presencia presente, con un principio y final independiente al otro, a los demás, por eso se dice que nacemos solos, vivos solos, y solos moriremos. Sin embargo si algo mereció fue el sentir la piel de otro cuerpo, tocarla en medio de ese vértigo de fascinación y deseo, caricias de un desencuentro con una otra existencia perdida ella misma en iguales incertidumbres de este extraño viaje de ilusión. El deseo es la célula madre de toda la existencia, de todas las existencias, de todos nosotros -el otro que siente, que piensa en Dios, en la vida, la muerte, en el fin de semana, en lo que va a sentir, en qué comer, en el miedo, el miedo a su muerte, en la alegría, en la alegría de un amor, en mañana, en su ayer, en el tiempo que hace que no hace, que no sueña, que no siente-. Y aunque para Annie Erneaux “Todo se borrará en un segundo. El diccionario acumulado de la cuna hasta el lecho de muerte se eliminará. De la boca abierta no saldrá nada. Ni yo ni mí. La lengua seguirá poniendo el mundo en palabras. En las conversaciones en torno a una mesa familiar seremos tan sólo un nombre, cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación rota”, lo que pueden decirnos sus cuerpos después de tan laso tiempo es -más allá de la evidencias científicas- un sugerente poema de eterno amor, donde se entremezclen nuestras ilusiones y esperanzas más ingenuas al azar más caprichoso y capcioso. Algo parecido a la memoria, pues etimológicamente ella procede del latín “recordari”: re-de nuevo y cordis-corazón, lo que significa “volver a pasar por el corazón”. O como premonitoriamente dejó escrito Jorge Luis Borges: “Hay personajes que viven unas pocas líneas, pero viven para siempre”.

          Fueron seres como éstos aunque momificados -esos que se obstinan en pervivir entre el absurdo de la existencia y el absurdo de la nada- los que contemplé embelesado por primera vez en ese allá ahora perdido entre el albur del tiempo de mi memoria y el pequeño espacio micronésico del barrio de Vegueta, inmersos en la colección del Museo Canario de momias de la ancestral población aborigen de Gran Canaria, revestidas del cuero viejo de la infinitud de sus raíces Guanches, quienes produjeron por vez primera en mí la fascinación frente a la muerte o la eternidad, su contradictórico horror y atracción, la paradoja del existirse y su no consecuente de después (para evitar susceptibilidades debo puntualizar que Guanches son los habitantes de Tenerife de arriba, sin embargo se utiliza el gentilicio de Canariones para referirse a los de la Gran Canaria de abajo). Premoniciones reveladoras para un yo enfrentado a una existencia sumergida en la finitud de un tiempo infinito o paralizado en el caprichoso y capcioso albur de la momificación, en resbaladiza oposición con las palabras de un Wittgenstein contundente cuando afirma que “el mundo acaba con la muerte”, y más acordes sin embargo con la suprema otredad por la que aboga Jean Amery para quien “nadie duda que continuará existiendo hasta que la entropía le prepare un final comprensible para la razón humana”. A pesar de aquel fogonazo de inlucidez momentáneo, exaltación del pre-sentido, o fascinación imberbe simplemente, lo que se me avecinaba era toda una vida por delante, donde la exploración, el viaje en sí mismo, la curiosidad y la crisis sobre crisis serían mi menú del día, y observar, fotografiar y reflexionar mi moneda corriente. Todo un camino a recorrer que una vez transido se concluye desencantadamente en el iluminador opúsculo de Silvina Ocampo: “Lo único que sabemos / es lo que nos sorprende: / que todo pasa, como si no hubiera pasado”. 





National Geographic

“Las momias Guanches”

Junio 2021



          Las Diómedes son dos islas de pequeñas dimensiones que se hallan en medio del estrecho de Bering, y entre ellas media una distancia de 3,7 kilómetros aunque hay casi 21 horas de diferencia entre ambas. Esto sucede porque su localización coincide con la Línea internacional de cambio de fecha y, aunque su hora solar sea la misma, provoca la incoherencia de poder recorrer el viaje de un día al pasado o al futuro indistintamente. William Shakespeare y Miguel de Cervantes fallecieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, y sin embargo el autor español murió diez días antes que el británico. Efectivamente, cuando Cervantes falleció era 23 de abril, aunque en Gran Bretaña era aún día 13, y cuando por azar Shakespeare falleció el día 23 según su calendario en España era ya 3 de mayo. Es el paradójico desfase producido por la transición en la implantación en ambos países entre los calendarios juliano y gregoriano. 

          Tampoco jamás comprendí los nacionalismos -ni las banderas, ni sus adláteres-, entre otras cosas. Nací en un minúsculo punto del Atlántico rodeado de agua por todas partes -en una isla, acompañado de más islas-, o eso era lo que percibía cuando contemplaba aquel lugar desde los atlas de aquel Colegio Nacional 29 de Abril que me instruía allá por los ’70 de conocimientos y leche embotellada -supuestamente de ayuda yanqui-. Luego emigré, llegada la ocasión y circunstancialmente, y aunque sin rencor tampoco sin mirar atrás, y no por mor de limpiarme el polvo de aquellos lares como el incomprendido don Benito sino simplemente porque estaba más preocupado por lo que tuviera que venir que por el pasado. Habité un tiempo entre obsesos de la senyera y volví a cargar el petate en pos de más porvenir, y aquí estoy, años después en un lugar que por no ser decimos que “esto no es Oregón” -título de un programa de TV Aragón que ironiza la árida tierra baturra-. Mientras tanto el mundo empequeñeció, las distancias se acortaron con aquello que se propusieron en llamar “globalización” y quedó gracias a sus prontas y nefastas consecuencias en “emergencia climática”. Con apenas cinco años habíamos salido la familia del pueblo en busca de un futuro en una ciudad a apenas treinta kilómetros y una hora de carreteras tortuosas, y cincuenta años después sigo quedando perplejo cada vez que en la ruta de dos mil kilómetros en un Boeing 747 de ida y vuelta en apenas un par de horas a aquellas regiones del caro pasado mio pierdo o gano una -debido al cambio de uso horario-, que no sé a dónde van y nadie jamas ha sabido explicarme. Resulta como aquella paradoja del accidente aéreo en una frontera y se presenta la incógnita en dónde enterrar a la los supervivientes. Ya sabemos que la vida siempre acaba mal aunque sólo espero que mi deceso se produzca en fecha y lugar determinados, sin indecisión, mientras tanto déjenme para seguir sobreviviendo que abogue por la simpleza talmúdica: “Si no soy yo, quien?, si no es ahora, cuándo?”.

          Pero aún resulta más incongruente que un escrito -éste, cualquiera-, o una fotografía, viajen impunemente más allá del tiempo y el espacio, sean saltos o requiebros al orden natural de las cosas. Son como la memoria, caprichoso-as, capcioso-as, además de volubles o frágiles, y ciertamente fantástico-as. Por eso si una cosa he de agradecer a este mundo mediático no es sólo la capacidad de información disponible puesta a nuestro alcance sino sus consecuencias. Llevaba un tiempo fascinado con la historia, sus documentos escritos me atraían irremisiblemente, bucear entre sus intrincados recovecos que en la escuela me habían enseñado asépticamente como fechas y que ahora son acontecimientos narrados con sus pros y porqués, de seres que se tornaban reales gracias al documento de una vieja fotografía decimonónica hallada en la red o un documental recuperado para los solitarios en La2, o simplemente fantaseaba un tanto entre Episodios Nacionales, comedias humanas o rebuscando entre tiempo perdidos de aquí y allá donde guerras, colonialismos o nacionalismos han conformado un desorden mundial perennemente fluido y frágil. Poco a poco me fui sumergiendo además -en mi humilde comprensión- en la pétrea arqueología y en la lejana paleontología, gracias sobre todo al enorme desarrollo que han sufrido todas las ciencias durante este último medio siglo, que a mí me han interesado como profano espectador y agradecido admirador. Por eso como diletante receptor me fui dejando acomodar por las imágenes de distintos restos de seres que conservados en ese limbo de lo perenne y la eternidad sin embargo no conseguían cruzar el Rubicón, y que incomodaban en mi el prurito de un adormecido ayer. Por defecto siempre pensamos que el mundo es lo que sucede lejos, que nuestro entorno es prosaico y vulgar, lo desmerecemos pues lo extraordinario hecho común se vulgariza y pierde todo interés y sin embargo en la vida de un hombre se esconde la vida de todos, pero cuando hallé en la portada de la revista de referencia National Geographic a mis añoradas momias Guanches posando desde su olvido lo entendí todo, todas aquellas otras resultaban ser la rememoración ingrávida e inconsciente de aquellas pretéritas visitas al Museo Canario, donde por primera vez aquel infante que fui alguna vez se enfrentó a la verdad que años más tarde Cesare Pavese describió en verso: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, y ahora me atraían constantemente entre las misceláneas maneras de las distintas civilizaciones de huir de la vida (curiosamente la momia guanche de la fotografía de la portada del National Geographic mora en el Museo Nacional Arqueológico sito en Madrid, capital del reino, la única conservada allí, y que revisité muchísimos años después).





Artemidoro de Daldis. 

El Fayun siglo II, cuando Egipto era una provincia romana.



          Uno de los motivos del avance de la humanidad es el ansia de respuestas, aunque desafortunadamente tras cada respuesta hallada se encuentre arteramente una ventana abierta a nuevos interrogantes. La aún reciente técnica de ADN ha propiciado un salto cualitativo al origen de aquellos arcaicos habitantes que encontraron los castellanos cuando en el siglo XVI arribaron a las islas afortunadas. Los guanches vivían en una época aún pre-metal, y aún más desconcertante era que desconocían la navegación o los recursos marinos eran insuficientemente aprovechados. Pero a día de hoy la comunidad científica se postula por un origen Bereber, que son un conjunto de etnias autóctonas del norte de África como los Númidas, Cabilios, Rífeños o Tuaregs entre otros, quienes se extendían desde Mauritania para, después de recorrer toda la costa del Mediterráneo, abarcar hasta Libia -de ahí que también se les denomine conjuntamente Libios-, connaturales vecinos de Egipto. De ahí la capacidad de un pueblo aislado y prehistórico en su hábito y dominio de la momificación. El contacto entre civilizaciones históricamente es un hecho, con forma de migraciones, guerras, conquistas, descubrimientos o expediciones simplemente, por ello ni C. Colón “descubrió” las Américas ni Marco Polo fue el “artífice” de la Ruta de la Seda, el mundo ya estaba ahí en combustión antes de que la visión antropocéntrica del ambicioso homo-europeo se instalase en el acervo popular. Así fue como el ascenso y apogeo del Imperio Romano se superpuso al apogeo y decaída de aquel milenario Egipto, hacedor de un imaginario de eternidades a través de la momificación. Salvando la distancia de los siglos y gracias a la técnica, la reconstrucción de los rostros con la actual es el sucedáneo de la iconografía plasmada sobre la madera de algunos sarcófagos, siendo el más representativo entre los retratos de El Fayun el del noble Artemidoro de Daldis -o de Éfeso-, el profesional de la interpretación de los sueños -quien soñó su muerte-, y de quien conocemos su semblante por encima del tiempo gracias a aquella tendencia romana para los entierros de claramente influencia egipcia. El uso de la imagen en los tiempos antiguos era privilegio exclusivo de la élite, hasta la aparición de la fotografía su acceso estaba restringido a las clases que ostentaban algún tipo de poder, fuera político, militar o religioso, los únicos capaces de sufragar el costo de una casta de artesanos anónimos capaces de crear una suerte de ilusión desde la imaginería cercana a lo divino. Hoy sin embargo está acordado que las momias son sólo restos humanos -la vida es algo más, supuestamente-, sin alma, aunque ésta al final sea una abstracción de los vivos, como lo es la fe, porque desde que Friedrich Nietzsche cometió la herejía de asesinar a Dios nos dejó además sin aquella alma, desprecio que se vio reflejado exponencialmente durante el colonialismo inglés del siglo XIX cuando llegaron a fletar barcos con hasta trescientas mil momias de gatos egipcios para abonar sus campos por su alto contenido en potasio. A pesar de la herejía que supone desde el punto de vista dionisíaco, aquella aristocrática e impostada sociedad victoriana debió pensar que en suma era simplemente un retorno al orden laico natural, abono como germen de nueva vida. Y aunque otorgar los mismos atributos etéreos a una persona y un animal sea rozar el abismo de la teología -que no la herejía-, en aquel otro ancestral mundo algunos animales eran la encarnación divina de ciertos dioses o diosas, y el gato representaba a Bastet, protectora del hogar y la feminidad -la fertilidad, el parto- frente a esotros espíritus malignos que les pudieran aquejar. La fotografía “Vendedor de momias, Egipto ca 1870” de Félix Bonfill resulta un equívoco más del paradigma colonialista, otro de los expolios culturales e históricos que el primer mundo ha cometido con impunidad sobre los otros espacios sometidos a fuego y espada a su arbitrio e interés. Porque daba igual que los restos momificados fueran de origen divino, animal o humano, las élites conquistadoras de entonces solían reunirse en la llamadas “Fiestas de desembalaje de momias”, donde tras comprar a un vendedor ambulante una de aquellas la trituraban y la consumían como pócima medicinal mientras se divertían al tiempo, y tal era el éxito y demanda de cuerpos que corría la creencia de mendigos vendidos como carne de momia. Y ademas se exportaron infinidad de aquellos restos con fines de lo más diverso como colorantes o añadidos en la fabricación del papel, combustible de las locomotoras o simplemente coleccionismo de las élites, o recuerdo turístico de algunas de sus partes cuando resultaban demasiado caras enteras, y hasta tal grado llegó su explotación que el saqueo de las tumbas resultó insuficiente y se crearon falsas desde cadáveres de delincuentes, ejecutados, ancianos, pobres o enfermos que previamente eran expuestas al sol y embetunados para que adquiriesen la pátina justa que les diera cabida en tal mercado negro. Sectariamente y a través de su capacidad selectiva de representación, esta fotografía se muestra como el dedo acusador del amo sobre el sometido pues quedando exento desde su ausencia el mayor beneficiario, el ilustrado colonialista expoliador, refleja tan sólo al mal expoliador y repele sus circunstancias.






Félix Bonfill. 

Vendedor de momias, Egipto ca 1870



          La Tierra está esperando que nos muramos para reciclar nuestros elementos y dar vida a otros seres, un cuerpo en descomposición desprende el nitrógeno necesario para la existencia de otros seres vivientes, así momificar es pervertir este acervo. En ciertas culturas frente a la muerte los allegados tapan los espejos o se paran los péndulos de los relojes, se detiene al tiempo, se pretende detener el alma, aunque las lágrimas por el finado al fin sean más por los que quedan perplejos enfrentados a su misterio. Somos seres transitorios, nada es para siempre, aunque el tiempo es cosa de los vivos esto que lees es algo parecido a la eternidad, aunque sólo es un sucedáneo, un paliativo intelectual. Sin embargo sin memoria seríamos inmortales, porque la letra y la imagen derrotan al tiempo. Por ello también ese viaje en pos de la eternidad de los privilegiados con la momificación encierra un elixir sobre la muerte, puesto que ella es el contenedor por excelencia del mayor de los secretos. Los antiguos egipcios pensaban que lo peor que le podía acontecer a alguien es que se borrase su nombre, así se explica el hedonismo dionisíaco de los faraones construyendo su pétrea morada de eternas pirámides, pero el ansia de permanencia o/y trascendencia es universal, vanidad de vanidades que pasando por los inmensos egos de los artistas de todos los tiempos arriba hasta el actual populista selfie en las redes sociales de los millones de agentes anónimos clamando por su personal inmortalidad, incapaces de crear se contentan y limitan con el hedonismo vulgar de la imagen. Antes se aspiraba al glamour, la vanidad y el egotismo -tendíamos a la posesión de bienes-, ahora nos conformamos con vivir un mundo tal parque de atracciones, nos vale sea a través de Netflix o por contra visitar uno de cartón-piedra, artificial, temático de algo que ni es historia ni es verdad -líquido-, ni cierto ni interesante. Vivimos faltos del carisma y la genialidad capaz de dar testimonio y fe de una conversación sin mas como esta:


Jorge Luis Borges: …Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?

Juan Rulfo: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.

B: Entonces no le ha ido tan mal.

R: ¿Cómo así?

B: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.

R: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo con si estuviera uno vivo.

B: Le voy a confiar un secreto.

    Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto.

    Sospecho que se llamaba Pedro Páramo.

    Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre Colama.

R: Así ya me puedo morir en serio.


          Así -a base de tal ingente ingenio- es como se forjaron las momias de Borges y Rulfo. La voz de un escritor es la voz interior de cada uno, la paranoia del pensamiento hablando alto, el fantasma que vive dentro de nosotros, un monstruo que te persigue día y noche imposible de atrapar, pero lo cierto es que no es real, sólo es real si dejas que lo sea, aunque es difícil porque se obstina en clamar: es todo lo que podría, debería y ha de ser, el por que no lo hice y por qué sí lo hice, siempre está diciendo, pero no es real, o sí, solo la hace real quien quiere que lo sea. Dejar escritos tras de sí produce una suerte de prurito parecido al impudor, después de tiempo relees las ingenuidades que revive el papel y te asombra tu yo de ayer -qué ingenuidad la de lo escrito tiempo atrás y sin embargo uno se obstina en ser ingenuo en todo tiempo presente-, porque cada vez que enfrentas el vacío de una nueva página puedes reconocer la eterna inmadurez, la perpetua improvisación que resulta a cada paso posible, las infinitas derivaciones posibles de cada discurrir, y el único sendero que después traza la memoria inasible. Porque la literatura es una abstracción concordada, pero que da forma a todos los nuevos mundos posibles, reales o no, figurados o abstractos. Realidad y ficción que se obstinan eternamente en disputarse el lugar del arte, de la creación. Chinchorro no es una isla rodeada de mar Atlántico, por el contrario, bordea una de las zonas más árida de la Tierra, el Atacama chileno, es por ello que es capaz de conservar los cuerpos sepultos en tan buen estado después de siglos, pero también y además de crear magia a través de la momia negra que es la mayor obra de arte abstracto orgánico que pudo producir ninguna naturaleza.

         Aunque la vida se presenta sin manual de uso el dicho popular postula porque el paso por ella exija plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Al respecto sobre mi deuda de la huella nominal de carbono que dejo tras de mí creo haber cumplido con las múltiples replantaciones en las que me impliqué -sin embargo en la colectiva creo que ni mil años de esfuerzo saldarán la ignominia-. En cuanto al manuscrito tendré que conformarme con la miscelanía de pequeñas y dispersas piezas que he ido dejando aquí y allá y allá y aquí -un volumen completo es demasiada responsabilidad-. Y, por último, el hijo tendrá que esperar ad infinitum, pues siendo el sexo la última llamada de la selva que nos queda, un vástago es sin embargo el nudo más gordiano reiteritavamente imposible de desenredar para mí. Múltiples son las tareas que se nos imponen nada más pisar este mundo, y luego, pasado el tiempo, tras hartas penas y desencantos venimos a concluir la inutilidad del todo, la banalidad de lo importante, o la fragilidad del tiempo. La vida se nos impone, se tarda una eternidad para dar vida a cada uno de nosotros, aunque luego sea efímero nuestro paso por este planeta, venimos a conformar el propio dibujo del arte de nuestra vida, y así nadie es absolutamente nadie, o tan sólo tú, tan sólo nos es dado ser uno mismo. O como la humildad de Pedro Salinas nos lo describe:


“Y mira al mundo. Y descansa

sin más hacer que añadir

tu perfección a otro día.

Tu tarea

es llevar tu vida en alto,

jugar con ella, lanzarla

como una voz a las nubes,

a que recoja las luces

que se nos marcharon ya.

Ése es tu sino: vivirte.

No hagas nada. 

Tu obra eres tú, nada más.





“Momia negra de Chinchorro”

Tarapacá, Chile.

Museo Arqueológico San Miguel de Azapa.



          Frente al Columbia College hay un reloj de sol que reza: “Hora Expecta Veniet” (“Espera la hora que vendrá”). Por estos lares somos más castos y cuando marchamos al cielo solemos conformarnos con el “todo pasa” común e infinito del glosario popular, aunque además se espera con fervor que se nos honre con el acrónimo R.I.P. inscrito sobre la lápida y antepuesto a las dos fechas significativas de todo hijo de buen vecino que alarguen un poco más esa ilusa creencia de permanencia en cualquier otro limbo. Por un inexplicable concordato no nos podremos llevar nada de este mundo, como tal el apego a las cosas resulta absurdo, tampoco podremos cargar con el cuerpo pero además ni siquiera con nuestros pensamientos, ni la memoria, todo-todo quedará acá, atrás -de acuerdo a Emil Cioran “La vida no tiene sentido, solo se vive para morir”-, así que ese afán de arreglo fúnebre resulta grotesco, tal vanidad de permanencia inmerecida es tragicómico cuando va más allá del simple respeto, homenaje y agradecimiento al bien supremo que supone toda vida, aunque siendo honestos nuestro valor cosmogónico se halle al mismo nivel que cualquier ameba con igual afán de existencia. Y sin embargo “Hablando del obispo Berkeley, me acuerdo de que escribió que el sabor de la manzana misma -la manzana no posee sabor en sí misma- ni en la boca del que se la come. Exige un contacto entre ambas. Lo mismo pasa con un libro o una colección de libros, con una biblioteca. Pues ¿qué es un libro en sí mismo? Un libro es un objeto físico en un mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector adecuado, y las palabras -o mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos- surgen a la vida, y asistimos a una resurreción del mundo”. Igual que Jorge Luís Borges me reconozco un yo diletante de la presencia de otros en la gracia de sus escritos, además de voyeur a través de las imágenes y aprendiz de entomólogo de cada obra de arte que portamos adentro cada uno de nosotros.


          Los refugiados son gente sin rumbo pero por más que lo intuyamos a veces hace falta una historia para reconocer la particular tragedia de cada una de sus historias. La reconocida periodista Angels Barceló se trasladó recientemente a la frontera polaca para realizar la cobertura de los miles de desplazados ucranianos que huyen desesperados de la ofensiva rusa, allí éstos se encuentran por una parte con la acogida acordada que está ofreciendo la comunidad europea en centros improvisados de primeras asistencias y reorientación, y además la de otros ciudadanos de zonas y países de la misma que acuden a recoger a familiares o conocidos en un gesto de altruista solidaridad frente al desastre humanitario. Sin embargo en medio de todo aquel caos la reportera halló a una joven paralizada a quien preguntó por su situación, y la misma le narró cómo había dejado todo atrás, su casa, su familia, sus cosas, su vida, y ante la insistencia de Angels por conocer su destino la chica en estado de shock tan sólo supo decirle: “No lo se´”. No es que la persona exilada pierda exclusivamente su pasado, es que además su futuro se torna en un instante un abismo insalvable, porque no cuenta con el salvavidas de lo reconocido. Para un emigrado la partida es dura, pero de alguna manera sabe que lo que deja atrás permanece, es lugar de posible retorno -aunque luego la realidad le traicione y en aquel lugar la vida continúe sin él-, pero para los exilados por una guerra la pérdida es de “todo”: patria, casa, familia, lugares, recuerdos, costumbres, y todas sus cosas, porque las cosas sí tienen importancia, pues sobre ellas reflejamos estabilidad. Puede que sea el hábito de nuestros gestos diarios posados sobre la materia de los objetos lo que nos hace equilibrarnos todos los días, puede que la suma de ellos nos lleve a construir poco a poco una memoria imperceptible, inmaterial y desapercibida pero necesaria como el aire que no es posible alterar sin causar ese trauma que cae inesperado cuando nos exilian. Desde el jersey de un cónyuge fallecido del que uno se reviste por la noche para sentir el calor perdido a la “cosa” nostálgica por excelencia que es la fotografía, portadora de la memora particular y colectiva, las objetos son los guardianes de nuestros actos y afectos, en ellos se esconde lo íntimo e intransferible de nuestras intenciones, la callada herramienta de nuestro posicionamiento en el mundo y conjunto a los otros. 


“Dicen que las cosas

no hablan, pero el armario cruje,

el cuchillo te corta, el grifo gotea

y el cepillo de dientes

puede hacerte sangrar.

No hablemos de las llaves

que se pierden,

del paraguas que se olvida

o de la cartera que te roban.

Quién dice que no lo deseaban

desde hace tiempo

en vista de nuestra forma de tratarlas.

Las cosas están ahí para servirnos,

y son felices haciéndolo.

Pero también nos observan.

Algunas seguirán aquí

cuando no estemos,

y hablarán de nosotros.



         “Las cosas” de Carmelo Iribarren son como las de aquella refugiada que cobran nueva vida a través de la obra de teatro “Casas”, que Lucía Miranda elabora desde relatos de personas reales, quien reconoce en su eterno presente de transeúnte de aquel forzado éxodo que “mi casa son mis cosas”. Y objetos son los libros, y no mueren como nos porque son cosas que dejan los muertos impregnadas de sus recuerdos. Pensares e imaginería que encandilaban a Carlos Javier González Serrano,“Siendo yo adolescente, le pregunté a mi abuela Soledad por qué leía tanto. Me maravillaba aquel estar consigo misma, en silencio, pasando páginas bisbiseando. Nunca olvidaré su respuesta: “Hijo, porque el cuerpo come y se harta, pero el alma tiene necesidades insaciables”. Cosas que confortan el alma de los vivos y el alma de los muertos. Pero entonces, ¿Qué sucederá con mis cosas cuando yo no esté?, ¿qué será de mis cosas sin mi?, ¡mis libros, mis árboles, mis hijos!. Reconozco que es un pensamiento pleno de arrogancia, vanidad y frivolidad, las cosas son sólo eso, cosas. No tienen sentimientos ni trascendencia y sin embargo en ocasiones son transmisoras de tiempo, nuestros museos están llenas de su reconocimiento pues no tan sólo hallamos obras de arte sino además despojos de aquellos pasados remotos que nos asombran y conmueven. En ellos encontramos a veces una pueril sandalia del medievo, un ánfora griega, una punta de lanza ibérica, una daga persa, un icono maya, un abalorio de algún bretón o un carcomido rollo talmúdico, en suma cosas de otro tiempo, tal actuales loza de Duralex, navaja suiza, chancla brasileira made in china o TBO de Spiderman. Sin ir más lejos no sólo en las salas de los museos antropológicos se halla estos objetos, los de arte moderno rebosan de ellos, representando a un zafio hiperrealismo o en su degradado abandono al llamado merecidamente arte-basura -y aún así estos artistas de hoy, igual que los de todo tiempo, se obstinan pertinazmente en desear tocar la divinidad, aspiran a la eternidad, anhelan la inmortalidad desde la parquedad de sus objetos-. La dicotomía “las cosas lo poseen a uno, o uno posee las cosas” es de una actualidad desmesurada, porque pareciera que vivimos para ellas a la par que con cierta hipocresía las despreciamos constantemente con nuestro desbordante consumismo. Más allá del trágico existencialismo de Cioran, Pavese, Kafka o Pizarnick o de nuestra dependencia por los objetos como sentido de nuestra vida, hay senderos que merecen la pena discurrir y por eso siempre caben asuntos pendientes por los que uno no puede morir hoy. ¿Quién no conserva una fotografía -que es un objeto- que al mirarla le retrotrae a un estado, lugar y gentes que le hacen revivir como ayer? - la nostalgia es uno de esos asuntos-, ¿quién no guarda el presente de un ser querido que le anima entre los nudos de un día complejo y gris o una prenda desgastada y añeja que nos obstinamos que nos trae buena suerte? -pues el cariño es otro de esos asuntos por lo que uno no desea morir-, o ¿qué pasa con aquellos volúmenes de libros leídos, subrayados y citados que el misántropo desea conservar porque con ellos mantuvo sus mejores conversaciones? -las distinta variantes de amistad también son un gran motivo para posponer a la parca-. Los objetos en sí cierto que no son nada, aunque lo que posamos sobre ellos inconscientes son sentimientos irrepetibles e intransferibles. Y si no qué vacua pretensión la de toda la imaginería religiosa que se han postulado a su vera durante toda la historia en todos los territorios para consuelo de todos los corazones, incluso su opuesto, el recelo y veto a la misma del monoteísmo musulmán es significativamente demostrativo de tal valor.


“Yo dejé los deportes por la religión

(oía misa todos los domingos)

abandoné la religión por el arte

el arte por las ciencias exactas


hasta que se produjo la limitación


Ahora soy un simple transeúnte

que desconfía del todo y sus partes.”


          Lo que esconde la irónica propuesta de Nicanor Parra intitulada “El último apaga la luz” es sencillamente el faro de la razón, aunque tras tan excelsa lucidez haya uno de reconocerse después desamparado. Por contra más que estar del lado nihilista de Nietzsche a quien se opone es a Goethe puesto que éste en sus últimos instantes pidió desaforadamente “luz, más luz”, mientras Nicanor al apagarla aboga por la suprema catarsis de la extinción -aunque para la ciencia un beso sea sólo una contracción de los músculos orbiculares, no, no es sólo eso-. Retruécanos aparte, lo habitual es que se desee para el finado un D.E.P. -osease descanse en paz-, pues se da por hecho que después de este valle de lágrimas lo que nos espera es la eternidad de un paraíso, con ángeles o vírgenes en él pero sin duda de reposo. Sin embargo el más allá es ignoto, territorio desconocido, nadie volvió para contarlo -más allá de el hijo de nuestro padre y algunas pitonisas farsantes-, por eso a todos subrepticiamente nos despierta un innato temor. El miedo a la muerte es natural, aunque mientras vivimos la encubrimos con distintos ternos y así espantamos al verdadero pavor que es el miedo a la realidad. Sea con verdadera fe, sea impostada, aprendida o ignorada, lo cierto es que hay un momento en la vida en que se tiene miedo a todo, incluso al paroxismo del miedo al miedo -y luego no desaparece-, aunque sobre todos ellos siempre está el miedo a la libertad -que es el conocimiento a nuestra propia intrínseca debilidad- de ese espacio temporal que nos es dado azarosamente y sin razón aparente. Luego, para cuando aprendes a lidiar y convivir con ella, la costumbre al mismo miedo ya ha dejado tan profundas cicatrices que tan sólo queda vivir tal cual se es en ese momento y no como se pensó o deseó que podría ser, y vives otra vida, aunque ahora en su continua presencia. Y aunque concordemos con Virginia Woolf que “No hay prisa. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie salvo uno mismo”  acaso el trágico gesto de aquella momia de la cultura de los Chachapoyas peruanos conservada y exhibida en el Museo de la Nación sea un reflejo de tal ansia, un ser que más que viajar desde el pretérito -desde un pasado que se convirtió en su presente intolerable- pareciera venido del más allá para decirnos el horror que se esconde tras la fría noche -o la del futuro de nuestra vida-, y tal presentimiento no es ni más ni menos cierto que el anverso de aquellas otras embalsamaciones que se encubren en la placidez, aunque lo cierto es que la lectura de esta fotografía resulte igual de interesada que aquel ósculo de Hasanlu, pues la predeterminada postura en la momificación y el lógico apergaminamiento del la piel en su deterioro sean probablemente el casual resultado de la grotesca pose. Acaso todo ello sólo me lo parezca a mí, o tal vez sea un ilusión compartida porque todos necesitamos creer que existe lo que no existe, lo que ignoramos, lo que nos fue dado sin pedir, explicarnos de alguna manera lo inextricable, el eterno misterio que ni la fe ni la ciencia podrá jamás revelarnos -la muerte, el amor o la felicidad se esconden detrás de una extraordinaria ilusión-. Y reflejo de la conciencia son estas palabras de Antón Chejov: “La vida es una trampa fastidiosa. Cuando un hombre pensante adquiere edad y conciencia, parece sentirse dentro de una trampa sin salida. Al margen de su voluntad y en virtud de una serie de casualidades, se le ha sacado de la nada a la vida. ¿Para qué?”. 





Momia de la cultura Chachapoyas.

Museo de la Nación de Perú.



          Puntualizó bien Simone de Beauvoir que el “antes está lejos”, y en ese ayer ya perdido en la lejanía infinitos millardos de hombres contemplaron al amanecer a la rutilante Venus luciendo en el espacio, pero sólo a uno se le ocurrió darle ese nombre del mujer, amante y diosa. Reconozco que ningún tiempo pasado fue mejor ni peor, pero soñar, sentir nostalgia de aquellos tiempos, te libera por instantes del vértigo y desilusión por los eternos presentes -ese todo que es un siempre que desaparece-. Por eso reivindico sin pudor la Memoria porque todos y cada uno volvemos a nacer cuando nos percatamos como seres del éter de la memoria -ese reconocerse como éste soy yo aunque no lo sabía-. Para Virginia Woolf “El pasado es hermoso porque nunca comprendemos una emoción en el momento. Se expande más tarde, y por eso no tenemos emociones completas sobre el presente, tan solo sobre el pasado”, y ello lo convierte en imprescindible para ser lo que somos, habitantes de esa casualidad del azar donde ahora es nunca más para siempre, de lo contrarío seríamos el extraño ser de Elias Canetti: “Un hombre sin memoria es un hombre que no ha vivido, cuyos ojos han visto innecesariamente”. Además, todas las civilizaciones son productos de una memoria colectiva, de actos, costumbres y acervos, a través de la Historia somos también parte de aquella otra memoria colectiva, y a pesar de la cultura líquida imperante toda la literatura mundial no es más que la inmensa biblioteca de la memoria de nuestros muertos ilustres. Ahora mismo convivimos en este planeta más de ocho mil millones de personas -1 día en Twitter es igual a 1 libro de 10 millones de páginas-, miríadas de gentes diversa asombradas cuando menos por estar aquí, escribiendo su historia, corta, concisa, caduca, y una de ellas se llama Elli MIchler y su ínfima aportación es como el trigo de la esperanza, amasada con sus propias manos en el rincón de un frágil papel que alguien recogerá azarosamente antes de su definitiva caducidad:


“No te deseo un regalo cualquiera,

te deseo aquello que la mayoría no tiene,

te deseo tiempo,

para reír y divertirte,

si lo usas adecuadamente podrás obtener de él lo que quieras.

Te deseo tiempo para tu quehacer y tu pensar

no sólo para ti mismo sino también para dedicárselo a los demás.

Te deseo tiempo no para apurarte y andar con prisas, sino para que siempre estés contento.

Te deseo tiempo, no sólo para que transcurra, sino para que te quede tiempo para asombrarte y tiempo para tener confianza y no sólo para que lo veas en el reloj.

Te deseo tiempo para que toques las estrellas y tiempo para crecer, para madurar. Para ser tú.

Te deseo tiempo, para tener esperanza otra vez y para amar, no tiene sentido añorar.

Te deseo tiempo para que te encuentres contigo misma/o, para vivir cada día, cada hora, cada minuto como un regalo.

También te deseo tiempo para perdonar y aceptar.

Te deseo de corazón que tengas tiempo, tiempo para la vida y para tu vida.”


          Hubo épocas en mi vida de pavor a los encuentros, pero peor aún las despedidas -“Es precisamente la gente la que le hace a uno sentirse solo” según Lev Tólstoy-, momentos de extrema lúcida soledad, luego ella me abrazaba y en paz hasta que retornaba el miedo a volvernos a ver. Así la primera vez que no hablé con nadie en cinco días me sorprendió el claroscuro del silencio de mi soledad, comencé extrañando a la gente, con el tiempo también a las personas, finalmente opté por lo que me contaban los libros frente a lo que decían las gentes. Allí me hice amigo de las palabras, aunque nunca he tenido que poner a tela de juicio este mi no oficio de escribir -me paso el tiempo corrigiendo al autocorrector por mis retruécanos verbales- sí sin embargo alguna vez he recibido alabanzas por ello -más que por labor fotográfica cuando llevo toda la vida entre imágenes-, así cuando R.C. en Google+ lo hizo le contesté que la imagen latente era como mi esposa, sosegada, complaciente, mientras el papel en blanco era mi amante, tortuosa, complicada. Lo cierto es que escribir es como un parto, doloroso -leer te llena, escribir te vacía-. Aunque concuerdo con Hannah Arendt: “Lo que a mí me importa es el proceso mismo de pensar. Cuando lo realizo, me siento completamente satisfecha, en términos personales. Y si consigo expresarlo adecuadamente por escrito, vuelvo a estar satisfecha. Me pregunta usted por la repercusión que mi trabajo tiene en otras personas. Se trata -si se me permite ironizar- de una pregunta masculina. Los hombres siempre quieren ejercer una gran influencia, pero hasta cierto punto todo esto lo veo desde fuera. ¿Qué si me imagino teniendo repercusión? No, lo que quiero es comprender. Cuando otras personas comprenden en el mismo sentido que yo he comprendido, ello me produce una satisfacción que es como un sentimiento de pertenencia”. Lo que para Hannah es la sustancia de su oficio para mí resulta aplicable en ambos estratos. He sido sin saberlo toda mi vida un patólogo de la cultura que me forjó como ser y alentó todo ese tiempo, me he dedicado al desentrañamiento de todas las variantes de eso que nadie logra definir del todo bien y llamamos Arte. Por eso bien puedo afirmar que los juegos de la filología me produce un desasosegante placer, es como volver al despertar púber, redescubrir el mundo otra vez, asombrarte de nuevo con él, y a la par resulta otra forma de acercamiento a otro ser, a su mente, empatizar con alguien además. Tan cierto como afirma Walt Whitman sin pudor: “Camarada, esto no es un libro, quien toca esto toca un hombre”, porque leer es otra forma de evisceración, arrancar cada uno de los órganos vitales de esa persona hasta su extinción. Aunque en ocasiones esa cómplice empatía dé miedo, pavor, al reconocerse uno otro de algún modo porque no deja de ser extraño la fascinación de compartir el deseo de una persona que posee su propia perspectiva en este vivir, con un pasado propio, unos padres, una infancia, un deseo un miedo una ilusión la misma extrañeza, con su propia voz interna capaz de construirle una vida otra ajena a mi, con independencia suficiente como para escribir un libro, vivir una historia única, poseer su propia memoria, intransferible, a veces barrera infranqueable, extensa, lejana, infinita, ajena. Qué interesante sería una relación sin su fagocitaria posesión, contemplar siempre al otro en entera libertad y a la vez cobijado en ti, pero entonces ocurre lo que a Julio Cortázar: “¿A vos no te pasa que te despiertas a veces con la exacta conciencia de que en este momento empieza una increíble equivocación?”. Los libros, las fotografías y las momias tienen en común que dejan a la posteridad al descubierto sus vísceras, y con ellas nos asombran y confunden -personajes y épocas conforman una librería-, y después les exigimos un orden que el mundo no posee cuando gira indiferente e incólume sobre su eje, clarividencia predicha por Albert Camus en su galimática sentencia: “La vida no tiene sentido, pero vale la pena vivir, siempre que reconozcas que no tiene sentido”.


          José Emilio Pacheco sentencia en un aforismo: “No leemos a los otros, nos leemos en ellos”, y tal por por eso fui capaz de acomodarme con F. Dostoiesky quien me enseñó que todos llevamos un conflicto incrustado muy adentro, a A. Muñoz Molina quien me reveló que somos y seremos frágil memoria personal y colectiva, a V. Hugo y J. Steinbeck quienes me desvelaron a la justicia como un frío término jurídico lejos del cálido arrullo de la inútiles lágrimas; o a B.P. Galdós narrádome que la historia está escrita con palabras de mala sangre, a J.Berger demostrándome que poesía cabe en la eternidad física de una fotografía, a C. Dickens o G.G. Márquez mostrándome que tras cada cuento se esconde una vida y tras cada fantasía caben todas las vidas, o que hay infinitas distintas formas de relato, en primera persona, el omnisciente, el salto temporal, o el psicológico o todos en uno como reflejó A.L. Antúnez en sus particulares desvariaciones Goldberg -que mientras escribo esto la radio espontáneamente ha hecho sonar de fondo-. En ocasiones pierdo el hilo de una comedia-drama-película cuando una suerte de desconexión hace que me fije más en las personas que llevan a cabo la farsa que en la trama en sí. Y no se trata del ojo crítico que te hace valorar la ambientación, juzgar el guión o embelesarte con la banda sonora, se trata de un exceso de empatía con el comediante que actúa, la persona que está subida en ese proscenio interpretando y a quien veo en ese momento como tal. En una ocasión, estando de gira, pasaba por mi ciudad Amparo Larrañaga, joven actriz de saga con alcurnia y de moda por aquel entonces y a quien tenía curiosidad por ver cómo se desenvolvía en el teatro, así que acudí a aquella ligera representación con ánimo relajado y dispuesta disfrutar simplemente. Pero hallé que la obra ni siquiera cumplía con mis bajas expectativa y sin darme cuenta me encontré abstraído mirándola a ella en sus largas pausas entre sus cortas estadías de protagonista, y tuve la impresión que se aburría. Su actitud corporal reflejaban tal profesional ausencia de aquel escenario que me llevó a pensar que mientras esperaba su pie de entrada ella se encontraba más divagando entre su hipoteca o desamores o el cole de sus hijos que allí frente a las dos mil personas que habíamos pagado el reclamo de su nombre -la imagen que nos hacemos de un artista está prejuzgada y cargada de glamour, sea aquél de la farándula o sea éste de cualquier arte mayor-. Antes no cualquiera conseguía publicar un libro, grabar un disco o salir de gira en una compañía, el filtro era marcadamente exigente, sin embargo hoy día la autoedición es como el antaño autodidactismo, omnímodo, navegamos en la dictadura de la democrática red. Por ello cualquiera corre el riesgo de ser famoso hoy, incluso corre con muchas posibilidades de serlo sin merecerlo. Pero lo cierto es que aunque el mundo se ha visto desbordado de una vulgar popularidad, también nos hace pensar que los pocos artistas reales son igualmente tan sólo personas. Personas que además de las condiciones excepcionales que poseen para ejercer ese su privilegiado don que poseen y poseer infinitos esfuerzos en desarrollarlos, explotarlos y alcanzar sus objetivos, también y además son seres vulgares, con deseo, sentimientos, necesidades, opiniones políticas, y vilezas o bajezas, como todo el resto de los seres mortales. Como nos recuerda Ernesto Sábato: “Siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre, decía Bruno, llevamos una máscara, que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los lugares que tenemos asignados en la vida: la de profesor, la del amante, la del intelectual, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia”. Por eso resulta asombroso contemplar las caras verdaderas de gentes que ya no están, y gracias a las máscaras mortuorias de aquellas sociedades nominalmente laicas aunque fuertemente regidas por el clericalismo cerril conservamos algunas tal fotografías-huellas -momias de hoy-, como las de John Keats, William Blake, Napoleón, Himmler o Lenin ante las que extasiarnos preguntándonos sobre la propia individualidad de tales públicos seres, sobre sus propias insignificancias.






John Keats

poeta, 1795-1821

fotografía de su máscara mortuoria

 



          A diario estamos inundados por imágenes que nos condicionan hacia ese mundo hostil magnificado por los medios de comunicación interesados en sus propios intereses, y al igual que la policromía llenó los muros Románicos de sus catedrales o dejó transparentar su mágica luz a través de las vidrieras góticas con la formativa intención sobre su pueblo analfabeto, la infinita difusión de la inmaterial información que corre impune hoy en la red cumple el mismo cometido. Al contrario de aquellas otras anteriores elitistas épocas, ahora tenemos acceso ilimitado a las imágenes, vivimos en la desmesura de la iconografía, así en ocasiones lo que antes quedaba entre vecinos de cualquier pueblo esa misma red hoy se encarga de difundirlo a velocidad de vértigo. Recientemente una funeraria de Moscú ha lanzado una publicidad con modelos en lencería, posados estereotipados de chicas ligeras de ropa y con cascos junto a ataúdes cual fruta del deseo. Ignoro quien fue el publicista de tal campaña, pero si se basa en que hablen de uno aunque sea mal lo ha conseguido en todo el orbe, aunque también ha despertado en mí el retruécano de un viejo refrán de baja cultura: “a cierta edad lo que no mata dan ganas de morir”. Hay una secta india que inmola a la esposa al deceso del marido -satí: liturgia india donde las viudas están obligadas a inmolarse en la pila funeraria del esposo fallecido-, una opción tan aberrante como la perenne costumbre de todas las sociedades que utilizan sus energías en construir máquinas de matar, o como aquella otra civilización romana que contaba con la cualidad del suicido como mera fórmula de enfrentarse al deshonor. En la distancia el seppuku, haraquiri, harakiri o hara-kiri -el ritual de suicidio por desentrañamiento- tenía en el país nipón el mismo cometido, en el fondo civilizaciones y culturas separadas por tiempos y mares sin embargo son semejantes en sentidos y resoluciones: pirámides, conflictos, astrología, deidades, sacrificios o enterramientos. También las leyes  han puesto siempre límites al derecho personal frente al colectivo en su protección a la vida humana, la eutanasia o el aborto siempre ha despertado exaltadas pasiones mientras que la magnitud genocida de las guerras ha pasado el tiránico cedazo nacionalpatriotero en toda época. Decidir sobre el no retorno por sobre la única oportunidad que se nos presenta siempre ha resultado polémico, en ocasiones puede resultar heroico cuando el altruismo es la causa -un padre o madre sacrificados por un hijo-a, un amante por su querido-a, un capitán de barco por su tripulación, o un bombero en un incendio-, pero sin embargo quien opta excluirse libremente ajeno al entorno social, político o religioso es estigmatizado e inmediatamente entra en el estatus de paria, teológico y laico. Séneca nos dejó una controvertida reflexión para el caso: “la vida en sí mismo no es un bien, sino vivir bien”, y motivos para quitarse de en medio se encuentran todos los días, porque vivir duele. Y sin embargo, y a pesar del spoiler harto sabido, lleva cinco siglos representándose y admiramos hipócritamente el drama amoroso por excelencia que acaba en doble suicidio, “Romeo y Julieta”


          No entiendo bien ese afán extremo por la vida, por alargarla más allá de lo posible, por vestirse el terno de la dinámica juvenil anacrónicamente siendo un senior artrítico, ni esa actividad harto intrascendente y repetitiva del hacer por hacer emulativa del vecino, del dejarse llevar por la insistente publicidad en pos de la máscara de la felicidad constante, el agarrarse al clavo ardiendo de esa nada. A mí hace tiempo que se agotó la ilusión del existir por curiosidad, o sencillamente la ilusión. A día de hoy los medios quieren poner de relevancia las enfermedades mentales y dejar de ocultarlas como hasta hace poco, temo que se confundan y piensen que el suicidio cabe dentro de este paquete, pero el suicidio no es una enfermedad, es una opción frente a la lucidez e impotencia, asociar todo suicidio con enfermedad mental es producto de un equívoco de moda, bienintencionado pero craso, la vida es el único bien consuetudinario personal e intransferible y que se halla por encima de todo derecho social. Sinceramente creo que cometen el mismo error que cuando intentan solapar el problema de la violencia de género, tratan de arreglar el mal sin acudir a su fuente, reparan el efecto dejando incólume su productor, es la mala-educación de una sociedad corrupta, individualista, egocéntrica, insolidaria, la que provoca estas desviaciones, estos desacomodos, dichos intentos de abandono, renuncia y desapego. No, el suicidio es una opción, no una enfermedad crónica, aunque una opción precisa de extrema voluntad y lucidez sólo para valientes. “La resistencia que la modernidad ofrece al élan productivo natural de una persona está fuera de proporción con sus fuerzas. Resulta comprensible si una persona se cansa y se refugia en la muerte. La modernidad debe estar bajo el signo del suicidio, acto que sella una voluntad heroica (…) es la realización de la modernidad en el ámbito de las pasiones”, palabras de un consecuente Walter Benjamin. Vivimos momentos de confusión -¡cuándo no!- donde los medios de comunicación ejercen con desafuero una presión no consensuada sobre temas que quedan fuera de su órbita desde el momento que niegan el debate, a la par que asientan cátedra interesada, dotar de medios a la sanidad pública para que desde ellas la ciudadanía individualmente ejerza su derecho de cuidados paliativos terminales o eutanasia es un derecho, pero decretar como enfermedad mental una prebenda personal es excederse en su prebenda. Desde la acedía medieval, la histeria victoriana o melancolía romántica, pasando por el existencialismo, el nihilismo, parcelas de filosofía negacionista, la moderna depresión o la cultura del suicido, son asuntos que no merecen la pueril y frívola exposición de unos medios que no son públicos sino voceros de la parte interesada de su capital. Por ello me reservo mi derecho a mi vida por sobre la arrogancia de la sociedad a decidir impunemente sobre ella y sin mi consentimiento, una que se impone en el cuidado de mi salud tanto como en mis deberes colectivos -como puede el ser el enrolarme en matanzas organizadas sistemática y unilateralmente con el único fin regulatorio de la especie, y en donde sádica y únilateralmente se me convertiría en un asesino oficial con carta blanca sobre las vidas de otros, además de exponer la mía por una idea de la vida que rechazo visceralmente-; mi vida es mía y es la única propiedad individual que reconozco como inalienable. Así hago mía la aserción de Máximo Gorki: “Un hombre puede creer o no creer, eso es cosa suya. Porque es su propia vida la que apuesta por la fe, la incredulidad, el amor y la inteligencia. Y no hay sobre la tierra otra verdad más grande para el espíritu humano que esta gloriosa y humilde condición. El hombre arriesga su propia vida cada vez que elige y eso lo hace libre”, y en la carta -la más emotiva, la más sincera, la más inevitable- que Virginia Woolf escribió a su marido antes de llenarse los bolsillos de piedras y dejarse llevar al fondo del rio Ouse se hace evidente: “Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me parece lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. Creo que dos personas no pueden ser más felices hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirlo —todo el mundo lo sabe. Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que hemos sido tú y yo” -después de hallar su cuerpo un mes después finalmente descansa al pie de un árbol en Rodmell, el pueblo inglés donde compartió con su marido los últimos años-. Porque la melancolía ni es una enfermedad ni un problema social, es una manera de estar en el mundo, o como Simone de Beauvoir se encargó de consignar por-para nosotros: “Antes creía que la felicidad era una manera de poseer el mundo; ahora, que es más bien una manera de protegerse contra él”.







Stefan y Lotte Zweig

Petrópolis, Brasil 1942

(Fotografia de la familia Zweig)




          Por tanto andar hablando de la muerte se me coló el suicidio en el texto, y da así acogida en él a personas que tuvieron y tienen su presencia en él, e importancia para mí. A menudo pienso que la muerte de los viejos no es por decadencia fisiológica sino por astenia del mundo, y eso me pareció siempre la causa del voluntario abandono de esta tierra que escogió Stefan Zweig junto a su esposa Lotte después del exilio, peregrinaje y desencanto para acabar discretamente en un lugar muy lejos de su hogar -resultan extraordinarias las fotografías de los decesos producidos por propia voluntad, existe un consenso no escrito en los medios informativos para la censura sobre tales acontecimientos, por ello su imagen resulta conmovedora, cual modernos motescos-capuletos duermen abrazados su sueño infinito en eterna complicidad-. Lo más tierno y sublime es el cuidado con que dispusieron sus últimas disposiciones que fueron pequeñas atenciones para todos aquellos de su alrededor que se quedaban atrás, el alquiler debidamente pagado e incluidas las disculpas al casero por las molestias debidas al suceso, e incluso dejaron unas cuantas cartas para sus amigos, en su propio sobre, y cada una de ellas debidamente franqueada. Con su acción dieron concierto además a otro gran pensador y cómplice de determinación, Cesare Pavese que reflexionaba sobre el hecho con triste lucidez y resignación, “En nuestros tiempos el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, chatamente, no es ya un hacer, es un padecer”. Alguien que necesitaba un tremendo gasto de energías simplemente en ser normal nos dejó sin embargo un día cualquiera en que no halló a un amigo en su apartamento, entonces Alejandra Pizarnik decidió volver al propio donde escribió en su pizarra de trabajo “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo” como fórmula de despedida y tomó una dosis obscena de pastillas y se durmió para siempre. Cada grano de arena de este mundo contiene su historia y cada uno de nosotros es unos pocos gramos de nada. Para Albert Camus “Lo más importante que haces cada día que vives es decidir no matarte”, para él “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, mientras que Silvia Plath lidiaba torpemente entre su excelencia y el tenderete convencional de una existencia insatisfactoria a la par que sus reflexiones la cercaba a su destino, “Morir / es un arte, como todo. / Y yo lo hago excepcionalmente bien. / Tan bien, que parece un infierno. / Tan bien, que parece real. / Supongo que cabría hablar de vocación”. Cada cual a su manera. Para Mario Benedetti la vida es “El trocito de hazaña que nos toca cumplir”, hay quien no puede. Eran sus vidas, sus argumentos, su decisiones, y sus por qués silencian junto a ellos-as, aunque la suprema reflexión se la debamos al grande entre grandes, William Shakespeare en su tragedia Hamlet -III acto, escena 1- desarrolló el monólogo “Ser o no ser, esa es la cuestión” de referencia para todo y todos los que desde este lado preguntamos asombrados sobre el otro lado de la laguna Estigia: 


Ser, o no ser, ésa es la cuestión.

¿Cuál es más digna acción del ánimo,

sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta,

u oponer los brazos a este torrente de calamidades,

y darlas fin con atrevida resistencia?

Morir es dormir. ¿No más?

¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron

y los dolores sin número,

patrimonio de nuestra débil naturaleza?...

Este es un término que deberíamos solicitar con ansia.

Morir es dormir... y tal vez soñar.

Sí, y ved aquí el grande obstáculo,

porque el considerar que sueños

podrán ocurrir en el silencio del sepulcro,

cuando hayamos abandonado este despojo mortal,

es razón harto poderosa para detenernos.

Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga.

¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales,

la insolencia de los empleados,

las tropelías que recibe pacífico

el mérito de los hombres más indignos,

las angustias de un mal pagado amor,

las injurias y quebrantos de la edad,

la violencia de los tiranos,

el desprecio de los soberbios?

Cuando el que esto sufre,

pudiera procurar su quietud con sólo un puñal.

¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando,

gimiendo bajo el peso de una vida molesta

si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte

(aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna)

nos embaraza en dudas

y nos hace sufrir los males que nos cercan;

antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento?

Esta previsión nos hace a todos cobardes,

así la natural tintura del valor se debilita

con los barnices pálidos de la prudencia,

las empresas de mayor importancia

por esta sola consideración mudan camino,

no se ejecutan y se reducen a designios vanos.

Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña,

espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.




          Definirse uno mismo es difícil, dudo si describirme como fotógrafo a pesar de llevar toda una vida con la cámara a rastras, escritor por supuesto que no puesto que hacerlo sólo a golpe de impulsos esporádicos no me concede el derecho, pero lector sí, así sí creo poder presentarme ya que cada día desde todos los que recuerdo he sido un adicto receptor de aquellas palabras escritas para el tiempo. Por ello me reflejo cómodamente y por contraste en las reflexivas palabras de Fernando Pessoa quien desea “Vivir una vida desapasionada y culta, al relente de las ideas, leyendo, soñando y pensando en escribir, una vida lo suficientemente lenta como para estar siempre al borde del tedio, lo bastante meditada como para no caer nunca en él. Vivir esa vida lejos de las emociones y los pensamientos, sólo en el pensamiento de las emociones y en la emoción de los pensamientos. Estancarse al sol, doradamente, como un lago oscuro rodeado de flores. Tener, en la sombra, aquella hidalguía de la individualidad que consiste en no insistir en nada con la vida. Ser en el movimiento de los mundos como polvo de flores, que un viento desconocido levanta en el aire de la tarde y el sopor del anochecer deja que se pose en un lugar al azar, invisible entre cosas más grandes. Ser esto con un conocimiento seguro, ni alegre ni triste, reconocido al sol de su brillo y a las estrellas de su alejamiento. No ser más, no tener más, no querer más… La música del hambriento, la canción del ciego, la reliquia del viandante desconocido, las huellas en el desierto del camello sin carga y sin destino…” Pero realmente me cuesta mucho trabajo colocarme frente a la pantalla y ordenar las ideas, y me excuso frente a mí mismo en que es a causa de una suerte de minusvaloración de mis pensamientos, por ello para transcribirlos debo esperar esa inspiración que no es ni más ni menos que la sensación de que lo dicho tiene la misma importancia que lo dicho por cualquier otro. “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.” Y no, citar a Pessoa o Nietzsche no me hace más culto, al leerles tal vez les entienda aunque eso no significa que les comprenda o que acuerde mi acuerdo, sólo soy una más de esas minúsculas amebas que tiene la dicha de recorrer temporalmente por ese viaje de ilusión temporal, alguien que bajo su impresión elucubra inmisericorde sobre el acaso de un propio óbito, sobre toda la vida y sobre su muerte, cómplice con Rabelais cuando asevere que “parta en busca del gran quizá” y embelesado premonice, tal mediático astrólogo de madrugada, si será un día luminoso como cualquier otro donde no podré acudir al apremiante ulular del teléfono porque yaceré sobre el sofá y con la vista fija en la última batalla de los hombres retransmitida en directo desde afuera de mi puerta, pero sin poder ver, ya nada, o tal vez caeré inerte atropellado por cualquier vehículo -de cuatro o dos ruedas, coche, tranvía o patinete eléctrico- entre curiosos e indiferentes sobre el impermeable asfalto urbano de una de esas frías y feas ciudades que nos construyeron para malvivir, o me veré retrospectivamente desde el cielo de los muertos sobre la mesa de disección de cualquier escuela de medicina y como objeto de guasa de jóvenes estudiantes cuando se tomen un narcisista selfie pre-morten que compartir en Instagram por contraposición a aquellas nostálgicas estampas victorianas post-morten que se veneraban sin embargo con fanático respeto. Y es que el uso de la imagen refleja de una fotografía paradójicamente multiplica y semeja perpetuar exponencialmente la alegoría de aquellos tiempos ha tiempo ya fenecidos, logrando gracias a su poesía científica contradecir y quebrar la trágica sentencia de José Emilio Pacheco: “Todo es nunca por siempre en nuestra vida”. 


          Recuerdo un día cualquiera, en el pasado, y en medio del ambiente hostil de mi lugar de trabajo miré al cielo y lo vi gris, nublado pre-lluvia mansa, y como contraste me sentí feliz, creo que por primera, única y última vez en mi vida, instantáneamente y fugaz me inundó esa sensación harta vez anhelada, aunque tal como vino también marchó. Fue aquella también la misma época en la que un compañero de aquel mismo lugar siempre me hacía reproches de la astenia que ocupaba permanentemente mi ánimo, desde la poltrona de su vacuo optimismo no entendía que mi día a día transcurriese siempre entre cavilaciones lejanas e insatisfacciones perennes, pero ocurría que mientras que mi físico llevaba a cabo las labores mecánicas que me designaban mi mente se encontraba escindida entre un exceso de lucidez, una inquietud intelectual exacerbada y una percepción extremadamente sensible. Con todo ello me convertí en recolector de ciertos restos de ciertos recortes de metal de una ampliación de la maquinaria a mi cargo, se trataba de una desechos en forma de desiguales triángulos que en una de sus esquinas se negaban a terminar y se retorcían sobre sí mismas en formas de espirales que recordaban bien a inexistentes flores mecánicas o al maravilloso microcosmos de un Karl Blossfedlt revisado. Naturalmente mis bolsillos se llenaban cada día de trozos de aquellos misterios que acababan bajo la luz de mi ampliadora formando la sombra-huella-fotograma de sí mismos, luego además los fotografiaba sin más y formaba con el mismo sujeto original el tríptico de su referente, referido y la-su representación. Se trataba por supuesto de la obstinada y transitoria oposición a la certeza de la inutilidad de todo lo que me invadía e invade de continuo, una momentánea ilusa y optimista rebeldía frente a esa sensación que comparto con Ernesto Sábato cuando describe la desesperación y el desconcierto que nos recorre a ambos y a muchos y a todos por el mero hecho de existir: “A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil”. Con aquellas minúsculas sensaciones construí una parte de mi memoria, la mas querida, y cuando terminé aquel PROYECTO HOMBRE-MATERIA me enfrenté desnudo a los reproches de aquel amigo exponiéndole el altruismo de una felicidad hallada entre miserias despreciadas y sin embargo tan caras para mi ataraxia. En aquel entonces no conocía aún a William Blake:


“Ver un Mundo en un grano de arena,

Y un Cielo en una flor salvaje,

Sostener el infinito en la palma de tu mano,

Y la Eternidad en una hora.”






Karl Blossfeldt

Adiantum pedatum 1928 




          Sea en las momias, en las fotografías, o en las páginas de un libro encontramos en ellas la mirada de otros ojos, una cápsula de otro tiempo que despiertan un pasado, una ruptura que nos desconcierta y acomoda a la par, que buscamos ansiosos con morbosidad infantil y de la que huimos aterrados cuando reconocemos nuestra propia máscara refleja. Distintas teologías se dan de la mano con la cosmología y cierta cienciología cuando dan por hecho que 21 gramos es el peso del alma humana -según Elias Canetti “La palabra más imprecisa de todas: yo”-, pero no sólo ésta sino su localización además fue dada por los griegos clásicos en la sangre -su helénico thymós-, y aún más refinada lo fue la sociedad egipcia quienes la pesaban en una balanza para discernir entre las dos que ellos creían que poseíamos -el ba, pajarito que volaba a los cielos, y el ka, espíritu destinado a sobrevivir que reposaría en el segundo platillo de aquella contendiendo la redentora Pluma de la Verdad-. “A veces, incluso vivir es un acto de valor” sentencia Séneca, y los restos insepultos de esos seres encapsulados en un tiempo de caucho, cuasi perennes, que dejaron por azar su imagen perpetuada más allá del acaso normal de cualquier tránsito, cuasi como fotografías, son los viajeros de las miradas de su pasado, un lugar que se extiende en el frágil infinito de nuestra memoria, personal y colectiva, ese lugar de éter y olvido que acumula hechos entre los espacios y el tiempo, y que deja la huella de su tránsito con las múltiples formas del azar. “Cuando este olivo nació, hace 4.000 años, alrededor del 2.000 años antes de Cristo, en China alguien estaba descubriendo el bronce, y el último mamut estaba siendo cazado por humanos. La séptima dinastía de Egipto había terminado y en Creta, el rey Minos inició la construcción del palacio que inspiraría el mito del Minotauro y su laberinto… En el mismo periodo que este árbol germinó fue cuando nuestra especie descubrió la existencia del vidrio. El árbol, que está en Grecia, vio al hombre caminar desde la edad del Bronce y llegar a la era atómica, y hasta hoy. Él vio el mundo cambiar, vio reyes, déspotas, políticos, poetas guerreros y profetas levantarse y morir. Él pasó por muchas, incontables guerras… y todavía sigue dando aceitunas cada temporada”. Quizá la eternidad sea ello, o lo más parecido que podamos conquistar, un árbol milenario, un paisaje alpino, un resto arqueológico, una obra de arte, unas palabras inmortales, o que tras preservar tu cuerpo momificado y pasen miles de años se encuentre la tumba y unos investigadores hablen de ti. A pesar de que para Schopenhauer “La existencia no es más que un episodio de la nada” nada nos impide obstinarnos en un loco afán de permanencia, a pesar de su inutilidad o conciencia, y así los artistas inscriben sus nombres en su obras en pos de un futuro negro -recuerda, para los egipcios si tu nombre se olvida tu alma vagará para todo la eternidad-, y Hermann Hesse dejó transcrito su conformidad con este pensamiento: “La vida no tiene sentido, es cruel, necia y a pesar de todo maravillosa -no se burla de los hombres (que para eso hace falta tener espíritu), pero tampoco se ocupa de ellos más allá que de los gusanos. Que precisamente el hombre sea un capricho y un juego cruel de la naturaleza, es un error que imagina el hombre porque se considera importante. Tenemos que ver que a nosotros, los hombres, la vida no nos resulta más difícil que a cualquier pájaro u hormiga, sino más fácil y más hermosa. Tenemos que aceptar la crueldad de la vida y la necesidad de la muerte, no con lamentos, sino saboreando esta desesperación. Sólo después de digerir toda la atrocidad o falta de sentido de la naturaleza podremos empezar a enfrentarnos a esta cruda falta de sentido y arrancarle un significado. Es lo máximo y lo único de que es capaz el hombre. Todo lo demás lo hacen mejor los animales. Para la mayoría de los hombres la falta de sentido de la vida es una desgracia tan nula como para los gusanos. Pero precisamente los pocos a los que les hace sufrir y empiezan a buscar el sentido son los que constituyen el sentido de la humanidad”. 









“Mientras tú estés, ella no estará. Cuando ella esté, tú ya no estarás”

Epicuro [en su carta a Meneceo].






“El beso”

pintura de 12.000 años de antigüedad en Pedra Furada in Brasil.




Texto de enriqueponce, 2022-3.