lunes, 25 de abril de 2022

"Erich Salomon"

LOS CAZADORES deMENTES




Erich Salomon
Berlín, Alemania. 1886-1944






Fotografía bajada de la red.









          París, mayo de 1935. Irrumpo en la plaza de la Estrella por la avenida de Freidland . Son las cinco de la tarde. Día glorioso, mentolado, fresquillo. Tengo que ir la plaza de la República y tomo un taxi. Mi itinerario va a ser: Campos Elíseos, plaza de la Concordia, rue Royale, la Magdalena, los grandes bulevares. El taxi entra en el torrente circulatorio y queda a mi espalda el Arco de Triunfo. Bajamos, por los Campos Elíseos. La circulación es imponente. La avenida de los Campos Elíseos es ancha, enorme. Bajamos en línea de seis coches; suben al otro lado filas compactas, cinco o seis de frente. Cada dos bocacalles, hay en el centro de la avenida un faro que emite, sucesivamente, tres colores distintos. Nos paramos frente a estas luces para dejar asar caravanas de coches que nos cortan la visual en ángulo derecho. Luego, se apaga la luz, aparece otra y pasamos hasta la bocacalle próxima donde se repite la operación antedicha. Vista desde el cielo, la inmensa avenida debe parecer como si estuviera cubierta de un cuero charolado y reluciente: las capotas de los coches. No cabe un coche más. No hay huecos. Los coches ascienden o bajan casi tocándose, a una distancia de milímetros. Monótono, el panorama. Paralelamente el mío, desciende un taxi que transporta a un señor con una barba negra abrazado a una voluminosa serviette. A su lado viaja una señorita de cabellos platinados con unos pelos de párpados agitados y picarescos. El señor de la barba es monsieur Durand. La señorita presenta un aspecto de inseguridad tremenda. Miro el reloj: hemos tardado diecisiete minutos para descender los Campos Elíseos; es decir, para llegar a la plaza de la Concordia. El señor Durand continúa siempre sentado en el taxi de al lado; ha pasado a ser mi recalcitrante vecino. La señorita sigue parpadeando y levantando su naricilla. Me vienen ganas de decir:
          -¿Cómo está usted, señor Durand? La familia bien, sin duda... Encantadora, la sobrinilla...
          Me distraigo mirando la puerta negruzca de Maxim's. Aquí, en este café -pienso- conociste en 1920 al poeta Toulet. Era un tipo de dandi devastado y rubio, que escribía, sobre el bar, sentado en un alto taburete, frente a un martini scintillante, poesías alambicadas, fascinadoras, divertidas.

La maitresse a quitté l'amant
A cause de l'appartement.








          La rue Royale es estrecha. Andamos con mucha más lentitud. El tumulto de la circulación hace un ruido sordo, profundo, grave, como un largo oleaje de fondo. Sobre el mismo chirrían hierros y maderas, estallan los bocinazos, carburan los motores. Está visto, pienso: <<Tardaré hora u hora y cuarto para llegar a la plaza de la República. Pasaré una gran parte de la tarde en la divertida posición de permanecer sentado en el fondo de un taxi, en medio de la calle, fumando cigarrillos, contemplando a monsieur Durand abrazado a su cartera llena de papeles.>> El aire es miasmático. De los tubos de escape suben espirales azuladas; los autobuses expelen un humazo negro e irrespirable. Parece que hemos de deducir la importancia de la época de estas emanaciones de gases. Bueno. Probable.
          ¿Qué hacer? Resistir hasta que nos muramos. En definitiva -pienso- yo soy un individuo que tengo pocas cosas que hacer en este mundo. Yo no hago, prácticamente, nada y esta es una manera como otra de pasar la tarde. Pero, ¿y los demás? ¿Estos taxis que pululan a mi alrededor, estos coches particulares que andan aproximadamente a la misma velocidad que mi taxi? No pueden andar más. Pero estos artefactos estarán ocupados, sin duda, por comerciantes, banqueros, industriales, ingenieros, subsecretarios, financieros, mecanógrafos, telefonistas y en general por gentes que dicen vivir muy deprisa, que no tienen un minuto que perder, precisamente porque su profesión consiste en no perder el tiempo. Pero entonces, ¿en qué quedamos? Echo un vistazo a mi alrededor y veo sentados en medio de la calle, en el sofá de los coches, una docena de personajes, que tienen, pintado en la cara, un dinamismo arrollador, incontenible. Estos señores no dan muestra de impaciencia alguna. Están sentados plácidamente. Algunos fuman un cigarrillo, otros un cigarrillo habano, otros la pipa. Todos ellos esperan con visible tranquilidad que se encienda y que se apaguen las luces, que el agente de circulación baje o levante su porra blanca. Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que estos señores pierdan el tiempo de una manera tan irreparable? ¿O será quizá que el famoso dinamismo que postulan, su ritmo acelerado, es una manera de hablar como tantas?
          En la plaza de la Ópera la barahúnda es infernal. Enfilamos el bulevar de los Italianos. Mi taxi se para rozando la acera del café Napolitain. En la terraza la gente sorbe helados. Algunos son de un delicado color lila. Otros morados. Veo un amigo en una mesa; se acerca a la portezuela.
          -¿Qué hay, hombre? Gusto en verte. ¿Qué haces?
          -Pues ya ves, pasando la tarde, en medio de la calle.
          -¿Dónde vas?
          -A la plaza de la República.
          -Tienes para rato. ¿Quieres algo para entretenerte? ¿Periódicos, un libro, un juego de naipes para hacer un solitario?
         Pero ya aparece otra luz en lontananza y el taxi después de una sacudida reemprende su marcha. ¿Qué hacer? Resistir hasta que nos muramos. Miro hacia arriba. Detrás de la trama lineal, seca, precisa de las ramas de los altos árboles veo un cielo de color perla ligeramente lavado de azul sobre el que pasan lentamente unas nubecillas blancas. Hay una luz de crepúsculo, fina, desmayada, de una turbiedad apenas perceptible, suave. Los troncos de los árboles son negros. Las viejas casas de París tienen una calidad de gamuza usada. Las lluvias, la nieve, ponen, sobre ellas, unas manchas obscuras, negruzcas, de un color chocolate. Por las aceras pasa una riada humana. ¡Cuánta gente, Dios mío! ¡Qué espanto! La aparición de los periódicos aumenta el griterío inusitado, infernal. Las terrazas desbordan de gentío. Aparecen, sobre las mesas. las primeras manchas amarillentas del perroquet y del ajenjo, los reflejos de vieja caoba del casis. El cielo se va ensombreciendo. Las blancas nubecillas han desaparecido, se han fundido en la atmósfera grisácea.
          De pronto, monsieur Durand desaparece de mi campo visual. A la altura de la rue Montmatre el cacharro que lo conduce, a él, a la cartera y a la señorita parpadeante, rompe a la derecha. ¿Dónde ira monsieur Durand? Es un poco tarde para entrar en una zapatería. Esto será mañana por la mañana. Casi simultáneamente, se enciende la primera luz: un estallido de luz blanca en un escaparate. Luego los arcos voltaicos. Luego los faroles. Luego todos los escaparates. Luego los anuncios luminosos, chorreantes. Se ve la gente informe y grasienta dentro de la estupenda luz de París, tan blanca, tan rutilante. Y comienza la noche, inmensa, terrible, misteriosa, ilimitada. Soledad sin remedio entre millones y millones de seres humanos.
          Y el taxi siempre igual. Anda unos metros, jadeante, y luego se para. Y uno va fumando cigarrillos, impertérrito, sentado en la banqueta, en medio de la calle. La puerta de San Martín, a la izquierda, de color de chocolate. Las callejuelas que se abren, como un bostezo negro, interminable, sobre los bulevares. Y el mismo rumor sordo, grave, sobre el que chirrían, sobre el que crujen hierros y hojadelata, sobre el que saltan los bocinazos. Y como siempre, en el sofá de los coches, plácidamente sentados, estos señores que tienen el dinamismo, el frenesí, pintado en la cara. Curiosa, la vida moderna. Un laberinto de contradicciones. Inexplicable. El humazo de los aceites pesados, las espirales azuladas de la gasolina. En los barrios más pobres la gasolina huele peor. Náusea. Pienso en el cielo de París, ligeramente lavado en azul, tan bello, ahora tan lejano. En lontananza diviso la plaza de la República. Son las seis y media de la tarde. La tarde se ha pasado...














Fotografías de Erich Salomon.
Texto "La eficacia", extraído de "La ceniza de la vida", de Josep Pla.






viernes, 15 de abril de 2022

"El atrevimiento de mirar"

LA C(r)ÓNICA LUZ







“El atrevimiento de mirar”


Antonio Muñoz Molina




          Recorriendo las salas de arte del siglo XX de este mismo museo se comprueba que en él no son nada frecuentes los retratos. La explicación es obvia: desde Cézanne, la ruptura con el espacio visual del Renacimiento conduce inevitablemente al asalto del grado extremo de la pintura ilusionista que, sin duda, es el retrato, el ejemplo más acabado de la sumisión del arte a las normas del parecido con la realidad.

          Si la historia de la inteligencia europea consiste, según algunos, en la contienda perpetua entre Platón y Aristóteles, quizás el debate, en general estéril, entre abstracción y figuración no haga sino repetir al cabo de muchos siglos, y no en las iglesias, sino en las salas de los museos y de las galerías, las disputas sangrientas de los iconoclastas y los iconódulos. Si es así, está claro que, en conjunto, a lo largo de los últimos cien años, la victoria ha sido de los iconoclastas. Los volúmenes, las construcciones geométricas, los planos de color de Cézanne despojan de sus rasgos característicos o circunstanciales a las figuras y las caras humanas igual que la pincelada impresionista había disuelto en puntos de luz y pulsaciones de color la materialidad imperturbable de los paisajes y los objetos.

          Pero el primer asalto radical a las normas del retrato está, sin duda, en Les Demoiselles d’Avignon, que consuma la ruptura con toda ilusión de profundidad y parecido agregando un rasgo más de iconoclasta, como un ademán brutal, esa máscara africana que es la antítesis exacta de la representación europea: si el retrato se ocupa de lo que es más singular en un rostro, la máscara y la escultura primitiva afirman en su rigurosa abstracción los rastros comunes, borrando o cubriendo los rasgos individuales.

          Más atrás aún, en los orígenes de la pintura moderna, en Goya, la máscara ya tiene una presencia tan obsesiva como la desfiguración de lo individual. Sus carnavales y sus multitudes con las caras tapadas por máscaras o desgarradas por gestos y gritos de dolor vuelven a aparecer con una fuerza terrible en Ensor y en Munch, en las estampas de guerra de Otto Dix y en las caricaturas de Grosz, que tienen el propósito, expresamente declarado por él mismo, de mostrar en ellas el verdadero rostro de la clase dominante. Los plutócratas tienen caras que son máscaras de animales o de monstruos y los soldados muertos deambulan con frecuencia llevando la máscara inversa de la calavera.

          Vuelve de nuevo la angustia por la tiranía del rostro humano, de las caras de los desconocidos multiplicándose geométricamente en ciudades donde nadie se reconoce en nadie. La danza de las caras y las máscaras, inaugurada por Goya, por Allan Poe, por Daumier, por De Quincey, estalla en la pintura expresionista y logra su paroxismo emblemático en la Metrópolis de Grosz, donde, igual que en la Bruselas de Ensor, no hay nadie que sea alguien, pero no porque los individuos hayan decidido taparse las caras, sino porque éstos carecen de rasgos precisos que los permitan distinguirse entre sí. En un cuento de Papini, un individuo llega a un baile de Carnaval disfrazado de dominó, mira en uno de los grandes espejos de la sala y no es capaz de saber quién es él entre la multitud de dominó iguales que bailan, y ya se pierde para siempre.

          En la primera décadas del siglo XX, las figuras humanas de los cuadros tienen a veces cabezas lisas y sin facciones ni ojos, como las bolas de billar o como esas figuras articuladas de las escuelas de arte y oficios.

          La rebelión contra la pintura representativa lo es sobre todo contra el retrato, pero en ella se intuyen dos líneas de fuerza que no coinciden entre sí. La primera y más evidente es el disgusto ante la hipertrofia del yo burgués, de la identidad indiscutible, satisfecha y arrogante del individuo acomodado en sus privilegios, en su rango social. En este sentido, los retratos académicos de próceres, las estatuas y los bustos, aun guardando un celebrada superficie de fidelidad al modelo físico, en realidad son aún más encubridores que las máscaras antiguas. Detrás de lo visible, de la apariencia de respetabilidad, de los atributos que muestra el retrato, hay una verdad tan oculta y en ocasiones tan vergonzosa como las que descubre, siempre por casualidad, el personaje narrador de Proust, o las que revela el método analítico de Freud.

          El arte moderno, lo mismo que la literatura o la psicología que le son contemporáneas, no ataca las convenciones académicas y los saberes heredados porque sean demasiado realistas, sino justamente porque no lo son. Poniendo en duda las evidencias de lo individual, lo que busca Proust es hallar la individualidad más verdadera, ese puente que lleve, como le pide Beckmann a la pintura, de lo visible a lo invisible, lo que no puede ser captado con los instrumentos demasiado rudimentarios que ofrece la tradición.






Henri Cartier-Bresson



Walker Evans



Ansel Adams



Cristina García Rodero



Dorothea Lange



Robert Capa



William Klein


Texto de Antonio Muñoz Molina.
Fotografías de los autores reseñados editadas por enriqueponce.



Garry Winogrand


martes, 5 de abril de 2022

"Bruno Barbey"

BLOg DE NOTAS




Bruno Barbey
Rabat [protectorado francés] 1941-2020.





Fotografía bajada de la red.
















"Los italianos"



Lo sé. Sé los nombres de los responsables de lo que llaman golpe (y en realidad es una serie de golpes instaurada como sistema de protección del poder).



Sé los nombres de los responsables del atentado de Milán del 12 de diciembre de 1969

[17 muertos y 88 heridos en un bombazo contra la Banca Nazionale dell"Agricoltura].


Sé los nombres de los responsables de los atentados de Brescia y de Bolonia en los primeros meses de 1974. Sé los nombres del "vértice" que ha manipulado tanto a los viejos fascistas que traman golpes como a los neofascistas autores materiales de los primeros atentados, y a los "desconocidos" autores materiales de los atentados más recientes.

Sé los nombres de quienes han manejado las dos fases distintas, incluso opuestas, de la tensión: una primera fase anticomunista (Milán, 1969) y una segunda fase antifascista (Brescia y Bolonia, 1974).













"Soy un intelectual, un escritor que intenta seguir todo lo que está pasando, conocer todo lo que se escribe"

Sé los nombres del grupo de poderosos que, con la ayuda de la CIA (y en segundo lugar, de los coroneles griegos y la mafia), urdieron primero (aunque fracasaron miserablemente) una cruzada anticomunista para atajar el 68. (...)

Sé los nombres de quienes, entre misa y misa, dieron instrucciones y aseguraron la protección política a viejos generales (para mantener en pie, por si acaso, la organización de un posible golpe de Estado), a jóvenes neofascistas, o más bien neonazis (para crear en concreto la tensión anticomunista), y por último, a criminales comunes, hasta este momento, y quizá para siempre, sin nombre (...)

Sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de los trágicos muchachos que optaron por las suicidas atrocidades fascistas y de los malhechores comunes, sicilianos o no, que se pusieron a su disposición como asesinos y sicarios. Sé todos estos nombres y sé todos los hechos (atentados contra las instituciones y matanzas) que han cometido.

Lo sé. Pero no tengo pruebas. Ni siquiera tengo indicios.

Lo sé porque soy un intelectual, un escritor, que intenta seguir todo lo que está pasando, conocer todo lo que se escribe al respecto, imaginar todo lo que no se sabe o se calla; que ata cabos a veces lejanos, que junta las piezas desordenadas y fragmentarias de un cuadro político coherente, que restablece la lógica donde aparentemente reinan la arbitrariedad, la locura y el misterio.

Todo eso forma parte de mi oficio y del instinto de mi oficio. Me parece difícil que mi "proyecto de novela" esté equivocado, es decir, que no tenga conexión con la realidad y que sus referencias a hechos y personas reales sean inexactas. Creo, además, que muchos otros intelectuales y novelistas saben lo que yo sé como intelectual y novelista. Porque la reconstrucción de la verdad acerca de lo ocurrido en Italia después de 1968 tampoco es tan difícil.

(...) Probablemente, los periodistas y los políticos también tienen pruebas o, por lo menos, indicios.

El problema es el siguiente: los periodistas y los políticos, aun teniendo pruebas y sin duda indicios, no dan nombres. ¿A quién corresponde, pues, dar esos nombres? Evidentemente, a quien no sólo tiene el valor suficiente, sino que, además, no está comprometido en la práctica con el poder y tampoco tiene, por definición, nada que perder: un intelectual.

De modo que un intelectual podría ser el más apropiado para dar a conocer esos nombres; pero no tiene pruebas ni indicios.

El poder y el mundo que, sin ser del poder, mantiene relaciones prácticas con el poder, por su propia configuración, han excluido a los intelectuales libres de la posibilidad de tener pruebas e indicios.

Podrían objetarme que yo, por ejemplo, como intelectual e inventor de historias, podría entrar en ese mundo explícitamente político (del poder o sus aledaños), comprometerme con él y, por tanto, compartir el derecho a tener, con elevada probabilidad, pruebas e indicios.

Pero a esta objeción contestaría que no es posible, porque es justamente la repugnancia a entrar en ese mundo político lo que se identifica con mi posible atrevimiento intelectual de decir la verdad, es decir, de dar nombres.

(...) Al intelectual -profunda y visceralmente despreciado por toda la burguesía italiana- se le encomienda una función falsamente elevada y noble, la de debatir los asuntos morales e ideológicos.

Si no cumple esta función se le considera un traidor, y de inmediato se alzan voces (como si estuvieran esperando el momento) contra la "traición de los intelectuales". Gritar contra la "traición de los intelectuales" es una coartada y una gratificación para los políticos y los servidores del poder.

Pero no existe sólo el poder; también existe una oposición al poder. En Italia esta oposición es tan extensa y fuerte, que constituye un poder en sí misma: me refiero, naturalmente, al Partido Comunista Italiano.

Es evidente que en este momento la presencia de un gran partido como el Partido Comunista Italiano en la oposición es la salvación de Italia y de sus pobres instituciones democráticas.

El Partido Comunista Italiano es un país limpio en un país sucio, un país honrado en un país inmoral, un país inteligente en un país idiota, un país culto en un país ignorante, un país humanista en un país consumista.

(...) Pero, precisamente, todo lo positivo que he dicho del Partido Comunista Italiano también constituye su aspecto relativamente negativo.

La división del país en dos países, uno hundido hasta el cuello en la degradación y la degeneración, el otro intacto y limpio, no propicia la paz ni el espíritu constructivo.

Además, entendida tal como la acabo de describir, creo que, objetivamente (como un país en el país), la oposición viene a ser otro poder, pero poder al fin y al cabo. Por consiguiente, los políticos de esa oposición no pueden dejar de comportarse, también ellos, como hombres de poder.

(...) Ahora bien, ¿por qué tampoco los políticos de la oposición, si tienen -como es probable- pruebas, o por lo menos indicios, no dan los nombres de los responsables reales, o sea, políticos, de los cómicos golpes y las espantosas matanzas de este año? Muy sencillo: no los dan en la medida en que distinguen -a diferencia de lo que haría un intelectual- entre verdad política y práctica política. Por tanto, naturalmente, ellos tampoco dan a conocer las pruebas e indicios al intelectual que no es funcionario. Ni se les pasa por la cabeza, como es normal, dada la situación objetiva de hecho.

(...) Sé muy bien que no es pertinente -en este momento concreto de la historia italiana- plantear públicamente una cuestión de confianza a toda la clase política. No es diplomático, no es oportuno. Pero éstas son categorías de la política, no de la verdad política, a la que el impotente intelectual, cuando y como puede, debe servir. Pues bien, precisamente porque no puedo dar los nombres de los responsables de los intentos de golpe de Estado y los atentados (y no en vez de darlos), no puedo dejar de pronunciar mi débil e ideal acusación contra toda la clase política italiana. Lo hago porque creo en la política, creo en los principios "formales" de la democracia, creo en el Parlamento y creo en los partidos. Naturalmente, desde mi visión particular, que es la de un comunista.




























Fotografías y título, extraídos de su libro homónimo "The italians", de Bruno Barbey.
Texto Yo sé los nombres, extraído de "Escritos Corsarios", de Pierre Paolo Pasolini.



www.brunobarbey.com