“El atrevimiento de mirar”
Antonio Muñoz Molina
Recorriendo las salas de arte del siglo XX de este mismo museo se comprueba que en él no son nada frecuentes los retratos. La explicación es obvia: desde Cézanne, la ruptura con el espacio visual del Renacimiento conduce inevitablemente al asalto del grado extremo de la pintura ilusionista que, sin duda, es el retrato, el ejemplo más acabado de la sumisión del arte a las normas del parecido con la realidad.
Si la historia de la inteligencia europea consiste, según algunos, en la contienda perpetua entre Platón y Aristóteles, quizás el debate, en general estéril, entre abstracción y figuración no haga sino repetir al cabo de muchos siglos, y no en las iglesias, sino en las salas de los museos y de las galerías, las disputas sangrientas de los iconoclastas y los iconódulos. Si es así, está claro que, en conjunto, a lo largo de los últimos cien años, la victoria ha sido de los iconoclastas. Los volúmenes, las construcciones geométricas, los planos de color de Cézanne despojan de sus rasgos característicos o circunstanciales a las figuras y las caras humanas igual que la pincelada impresionista había disuelto en puntos de luz y pulsaciones de color la materialidad imperturbable de los paisajes y los objetos.
Pero el primer asalto radical a las normas del retrato está, sin duda, en Les Demoiselles d’Avignon, que consuma la ruptura con toda ilusión de profundidad y parecido agregando un rasgo más de iconoclasta, como un ademán brutal, esa máscara africana que es la antítesis exacta de la representación europea: si el retrato se ocupa de lo que es más singular en un rostro, la máscara y la escultura primitiva afirman en su rigurosa abstracción los rastros comunes, borrando o cubriendo los rasgos individuales.
Más atrás aún, en los orígenes de la pintura moderna, en Goya, la máscara ya tiene una presencia tan obsesiva como la desfiguración de lo individual. Sus carnavales y sus multitudes con las caras tapadas por máscaras o desgarradas por gestos y gritos de dolor vuelven a aparecer con una fuerza terrible en Ensor y en Munch, en las estampas de guerra de Otto Dix y en las caricaturas de Grosz, que tienen el propósito, expresamente declarado por él mismo, de mostrar en ellas el verdadero rostro de la clase dominante. Los plutócratas tienen caras que son máscaras de animales o de monstruos y los soldados muertos deambulan con frecuencia llevando la máscara inversa de la calavera.
Vuelve de nuevo la angustia por la tiranía del rostro humano, de las caras de los desconocidos multiplicándose geométricamente en ciudades donde nadie se reconoce en nadie. La danza de las caras y las máscaras, inaugurada por Goya, por Allan Poe, por Daumier, por De Quincey, estalla en la pintura expresionista y logra su paroxismo emblemático en la Metrópolis de Grosz, donde, igual que en la Bruselas de Ensor, no hay nadie que sea alguien, pero no porque los individuos hayan decidido taparse las caras, sino porque éstos carecen de rasgos precisos que los permitan distinguirse entre sí. En un cuento de Papini, un individuo llega a un baile de Carnaval disfrazado de dominó, mira en uno de los grandes espejos de la sala y no es capaz de saber quién es él entre la multitud de dominó iguales que bailan, y ya se pierde para siempre.
En la primera décadas del siglo XX, las figuras humanas de los cuadros tienen a veces cabezas lisas y sin facciones ni ojos, como las bolas de billar o como esas figuras articuladas de las escuelas de arte y oficios.
La rebelión contra la pintura representativa lo es sobre todo contra el retrato, pero en ella se intuyen dos líneas de fuerza que no coinciden entre sí. La primera y más evidente es el disgusto ante la hipertrofia del yo burgués, de la identidad indiscutible, satisfecha y arrogante del individuo acomodado en sus privilegios, en su rango social. En este sentido, los retratos académicos de próceres, las estatuas y los bustos, aun guardando un celebrada superficie de fidelidad al modelo físico, en realidad son aún más encubridores que las máscaras antiguas. Detrás de lo visible, de la apariencia de respetabilidad, de los atributos que muestra el retrato, hay una verdad tan oculta y en ocasiones tan vergonzosa como las que descubre, siempre por casualidad, el personaje narrador de Proust, o las que revela el método analítico de Freud.
El arte moderno, lo mismo que la literatura o la psicología que le son contemporáneas, no ataca las convenciones académicas y los saberes heredados porque sean demasiado realistas, sino justamente porque no lo son. Poniendo en duda las evidencias de lo individual, lo que busca Proust es hallar la individualidad más verdadera, ese puente que lleve, como le pide Beckmann a la pintura, de lo visible a lo invisible, lo que no puede ser captado con los instrumentos demasiado rudimentarios que ofrece la tradición.
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