lunes, 25 de mayo de 2015

"Francisco de Goya"






ARTEsana




Francisco José de Goya y Lucientes
Fuendetodos, Zaragoza. 1746-1828




Autorretrato.


















"Los desastres de la guerra"




          Cómo se presentaba en mi alma atribulada aquel espectáculo en la negra noche, aquellos ruidos pavorosos, no es cosa que pueda yo referir, ni palabras de ninguna lengua alcanzan a manifestar angustia tan grande. Llegaba junto al Espíritu Santo, cuando sentí muy cercana ya una descarga de fusilería. Allá abajo, en la esquina del palacio de Medinacelli, la rápida luz del fogonazo había iluminado un grupo, mejor dicho, un montón de personas, en distintas actitudes colocadas, y con diversos trajes vestidas. Tras de la detonación, oyéronse quejidos de dolor, imprecaciones que se apagaban al fin en el silencio de la noche. Después algunas voces, hablando en lengua extranjera, dialogaban entre sí; se oían las pisadas de los verdugos, cuya marcha en dirección al fondo del Prado era indicada por los movimientos de unos farolillos de agonizante luz. A cada rato circulaban pequeños tropeles con gentes maniatadas, y hacia el Retiro se percibía un resplandor muy vivo, como de la hoguera de un vivac.




          Acerqueme al palacio de Medinacelli por la parte del Prado, y allí vi a algunas personas que acudían a reconocer los infelices últimamente arcabuceados. Reconocilos yo también uno por uno, y observé que pequeña parte de ellos estaban vivos, aunque ferozmente heridos, y arrastrábanse estos pidiendo socorro, o clamaban con voz desgarradora suplicando que se les rematase.
          Entre todas aquellas víctimas no había más que una mujer, que no tenía semejanza con Inés, ni encontré tampoco sacerdote alguno. Sin prestar oídos a las voces de socorro, ni reparar tampoco en el peligro que cerca de allí se corría, me dirigí hacia el Retiro.
          En la puerta que se abría al primer patio me detuvieron los centinelas. Un oficial se acercó a la entrada.
          -Señor -exclamé cruzando las manos y expresando de la manera más espontánea el vivo dolor que me dominaba-, busco a dos personas de mi familia que han sido traídas aquí por equivocación. Son inocentes: Inés no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo, ni el pobre clérigo ha matado a ningún francés. Yo lo aseguro, señor oficial, y el que dijese lo contrario es un vil mentiroso.
          El oficial, que no me entendía, hizo un movimiento para echarme hacia fuera; pero yo, sin reparar en consideraciones de ninguna clase, me arrodillé delante de él, y con fuertes gritos proseguí suplicando de esta manera:
          -Señor oficial, ¿será usted tan inhumano que mande fusilar dos personas inofensivas: a una muchacha de dieciséis años y a un infeliz viejo de sesenta? No puede ser. Déjeme usted entrar; yo le diré cuáles son, y usted les mandará poner en libertad. Los pobrecitos no han hecho nada. Fusílenme a mí, que disparé muchos tiros contra ustedes en la acción del parque, pero dejen en libertad a la joven y al sacerdote. Yo entraré, les sacaremos... Mañana, mañana probaré yo, como esta es noche, que son inocentes, y si no resultasen tan inocentes como los ángeles del cielo, fusíleme usted a mí cien veces. Señor oficial, usted es bueno; usted no puede ser un verdugo. Esas cruces que tiene en el pecho las habrá adquirido honrosamente en las grandes batallas que dicen ha ganado el ejército de Napoleón. Un hombre como usted no puede deshonrarse asesinando a mujeres inocentes. Yo no lo creo, aunque me lo digan. Señor oficial, si quieren ustedes vengarse de lo de esta mañana maten a todos los hombres de Madrid, mátenme a mí también, pero no a Inés. ¿Usted no tiene hermanitas jóvenes y lindas? Si usted las viera amarradas a un palo, a la luz de una linterna, delante de cuatro soldados con los fusiles en la cara, ¿estaría tan sereno como ahora está? Déjeme entrar; yo le diré quiénes son los que busco, y entre los dos haremos esta buena obra, que Dios le tendrá en cuenta cuando se muera. El corazón me dice que están aquí...; entremos, por Dios y por la Virgen. Usted está aquí en tierra extranjera, y lejos, muy lejos de los suyos. Cuando recibe cartas de su madre o de sus hermanitas, ¿no le rebosa el corazón de alegría, no quiere verlas, no quiere volver allá? Si le dijesen que ahora les estaban poniendo un farol en el pecho para fusilarlas...




          El estrépito de otra descarga me hizo enmudecer, y la voz expiró en mi garganta por falta de aliento. Estuve a punto de caer sin sentido; pero haciendo un heroico esfuerzo, volví a suplicar al oficial con voz ronca y ademán desesperado, pretendiendo que me dejase entrar a ver si algunos de los recién inmolados eran los que yo buscaba. Sin duda, mi ruego, expresado ardientemente y con profundísima verdad, conmovió al joven oficial, más por la angustia de mis ademanes que por el sentido de las palabras, extranjeras para él, y apartándose a un lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamente, y recorrí como un insensato el primer patio y el segundo. En este, que era el de la Pelota, no había más que franceses; pero en aquel yacían por el suelo las víctimas aún palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban la muerte. Vi que las ataban codo con codo, obligándoles a ponerse de rodillas, unos de espaldas, otros de frente. Los más extendían sus brazos agitándolos al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos a los verdugos, algunos escondían con horror la cara en el pecho del vecino; otros lloraban; otros pedían la muerte, y vi uno que, rompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras, se abalanzó hacia los granaderos. Ninguna fórmula de juicio, ni tampoco preparación espiritual, precedían a esta abominación: los granaderos hacían fuego una o dos veces, y los sacrificados se revolvían en charcos de sangre con espantosa agonía.





          Algunos acababan en el acto; pero los más padecían largo martirio antes de expirar, y hubo muchos que, heridos por las balas en las extremidades y desangrados, sobrevivieron, después de pasar por muertos, hasta la mañana del día 3, en que los mismos franceses, reconociendo su mala puntería, los mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros, y yo sé de dos o tres a quienes cupo la suerte de vivir después de pasar por los horrores de una ejecución sangrienta. Un maestro herrero, comprendido en una de las traíllas del Retiro, dio señales de vida al día siguiente, y al borde mismo del hoyo en que se le preparaba sepultura. Lo mismo aconteció a un tendero de la calle de Carretas, y hasta hace poco tiempo ha existido uno, que era entonces empleado en la imprenta de Sancha, y fue fusilado torpemente dos veces: una en la Soledad, donde, se hizo la primera matanza; después en el patio del Buen Suceso; desde cuyo sitio pudo escapar, arrastrándose entre cadáveres y regueros de sangre hasta el hospital cercano, donde le dieron auxilio. Los franceses, aunque a quemarropa, disparaban mal, y algunos de ellos, preciso es confesarlo, con marcada repugnancia, pues sin duda conocían el envilecimiento en que habían repentinamente caído las águilas imperiales.





          Casi sin esperar a que se consumara la sentencia de los que cayeron ante mí, les examiné a todos. Las linternas, puestas delante de cada grupo, alumbraban con su siniestra luz la escena. Ni entre los inmolados ni entre los que aguardaban el sacrificio vi a Inés ni a don Celestino, aunque a veces me parecía reconocerles en cualquier bulto que se movía implorando compasión o murmurando una plegaria.
          Recuerdo que en aquel examen una mano helada cogió la mía, y al inclinarme vi a un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expiró. Repetidas veces pisé los pies y las manos de varios desgraciados, pero en trances tan terribles, parece que se extingue todo sentimiento compasivo hacia los extraños, y buscando con anhelo a los nuestros, somos impasibles para las desgracias ajenas.
          Algunos franceses me obligaros a alejarme de aquel sitio; y por las palabras que oí, me juzgué en peligro de ser también comprendido en la traílla; pero a mí no me importaba la muerte, ni en tal situación hubiera dejado de mirar a un punto donde creyera distinguir el semblante de mis dos amigos, aunque me arcabucearan cien veces. Corrí hacia el otro extremo del patio, donde sonaban lamentos y mucha bulla de gente, cuando un anciano se acercó a mí tomándome por el brazo.
          -¿A quién busca usted? -le dije.
          -¡Mi hijo, mi único hijo! -me contestó-. ¿Dónde está? ¿Eres tú mi hijo? ¿Eres tú mi Juan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquel montón de muertos?
          Comprendí por su mirada y por sus palabras que aquel hombre estaba loco, y seguí adelante. Otro se llegó a mí y preguntome a su vez que a quién buscaba. Contele brevemente la historia, y me dijo:
          -Los que fuero presos en el barrio de Maravillas no han venido aquí ni a la Casa de Correos. Están en la Moncloa. Primero los llevaron a San Bernardino, y a estas horas... Vamos allá. Yo tengo un salvoconducto de un oficial francés, y podremos salir.
          Salimos, en efecto, y en el Prado aquel hombre corrió desaladamente y le perdí de vista. Yo también corrí cuanto me era posible, pues mis fuerzas, a tan terribles pruebas sujetas por tanto tiempo, desfallecían ya. No puedo decir qué calles pasé, porque ni miraba a mi alrededor, ni tenía entonces más ojos que los del alma para ver siempre dentro de mí mismo el espectáculo de aquella gran desdicha. sólo sé que corrí sin cesar; sólo sé que ninguna voz, ninguna queja que sonase cerca de mí me conmovían ni me interesaban; sólo sé que mientras más corría, mayores eran mi debilidad y extenuación, y que al fin, no sé en qué calle, me detuve apoyándome en la pared cercana, porque mi cuerpo se caía al suelo y no me era posible dar un paso más. Limpié el sudor de mi frente; parecíame que se había acabado el aire y que el suelo se marchaba también bajo mis pies, y que las casas se hundían sobre mi cabeza. Recuerdo haber hecho esfuerzos para seguir; pero no me fue posible, y por un espacio de tiempo que no puedo apreciar, sólo tinieblas me rodearon, acompañadas de absoluto silencio.













Benito María de los Dolores Pérez Galdós
Las Palmas de Gran Canaria, 1843-1920.

B.P.G. hacia 1910.
(Anónima)








Obra y título de Francisco de Goya.
Texto, capítulo XXXII íntegro de "El 19 de Marzo y el 2 de Mayo" 
en Episodios Nacionalesde Benito Pérez Galdós.









martes, 19 de mayo de 2015

"José Manuel Ballester"






BLOg DE NOTAS
LA C(r)ÓNICA LUZ






José Manuel Ballester
Madrid, 1960.



Fotografía bajada de la red.















"Ya no somos nosotros quienes pensamos el objeto, 
sino el objeto el que que nos piensa a nosotros."






          Menos mal que los objetos que se nos aparecen siempre han desaparecido ya. Menos mal que nada se nos aparece en tiempo real, ni siquiera las estrellas en el cielo nocturno. Si la velocidad de la luz fuera infinita, todas las estrellas estarían allí simultáneamente, y la bóveda del cielo sería de una incandescencia insoportable. Menos mal que nada pasa en el tiempo real, de lo contrario nos veríamos sometidos, en la información, a la luz de todos los acontecimientos, y el presente sería de una incandescencia insoportable. Menos mal, que vivimos bajo la forma de una ilusión vital, bajo la forma de una ausencia, de una irrealidad, de una no inmediatez de las cosas. Menos mal que nada es instantáneo, ni simultáneo, ni contemporáneo. Menos mal que nada está presente ni es idéntico a sí mismo. Menos mal que la realidad no existe. Menos mal que el crimen nunca es perfecto.








          Los seres y los objetos son tales que en sí mismos su desaparición los cambia. En este sentido nos engañan e ilusionan. Pero también en este sentido son fieles a sí mismos, y nosotros debemos serles fieles, en su detalle minucioso, en su figuración exacta, en la ilusión sensual de su apariencia y de su encadenamiento. Pues la ilusión no se opone a la realidad, es una realidad más sutil que rodea a la primera con el signo de su desaparición.
          Un objeto fotografiado no es más que la huella dejada por la desaparición de todo el resto. Desde lo alto de ese objeto excepcionalmente ausente del resto del mundo, tenemos una vista inexpugnable sobre el mundo.
          La ausencia del mundo presente en cada detalle, reforzada por cada detalle, como la ausencia del sujeto reforzada por cada rasgo de un rostro. También podemos obtener esta iluminación del detalle mediante una gimnasia mental, o una sutileza de los sentidos. Pero en tal caso la técnica opera sin esfuerzo alguno. Tal vez sea una trampa.








          En el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni siquiera puede ser planteada la pregunta de su existencia. Pero es posible que esto sea una treta del propio mundo. Los iconoclastas de Bizancio eran personas sutiles que pretendían representar a Dios para su mayor gloria pero que, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban con ello el problema de su existencia. Detrás de cada una de ellas, de hecho, Dios había desaparecido. Es decir, ya no se planteaba el problema. Quedaba resuelto con la simulación. Lo mismo hacemos con el problema de la verdad o de la realidad de este mundo: lo hemos resuelto con la simulación técnica y con la profusión de imágenes en las que no hay nada que ver.








www.josemanuelballester.com




Fotografías de José Manuel Ballester.
Cita y textos, extraídos de "El crimen perfecto", de Jean Baudrillard.





          

miércoles, 13 de mayo de 2015

"Mark Rothko"






ARTEsana





MARK ROTHKO
Daugavpils. Letonia. 1903-1970




Autorretrato.


         



















         El espacio es una necesaria representación a priori que sirve de base a todas las intuiciones externas. Jamás podemos representarnos la falta de espacio, aunque sí podemos muy bien pensar que no haya objetos en él. El espacio es, pues, considerado como condición de posibilidad de los fenómenos, no como una determinación dependiente de ellos, y es una representación a priori en la que se basan necesariamente los fenómenos externos. En consecuencia, tal representación no puede tomarse, mediante la experiencia, de las relaciones del fenómeno externo, sino que esa misma experiencia externa es sólo posible gracias a dicha representación.






          Es espacio no es más que la forma de todos los fenómenos de los sentidos externos, es decir, la condición subjetiva de la sensibilidad. Sólo bajo esta condición nos es posible la intuición externa. Ahora bien, dado que la receptividad del sujeto, cualidad consistente en poder ser afectado por los objetos, precede necesariamente a toda intuición de esos objetos, es posible entender cómo la forma de todos los fenómenos puede darse en el psiquismo con anterioridad a toda percepción real, es decir, a priori, y cómo puede ella, en cuanto intuición pura en la que tienen que ser determinados todos los objetos, contener, previamente a toda experiencia, principios que regulen las relaciones de esos objetos. 






          Nuestra exposición enseña, pues, la realidad (es decir, la validez objetiva) del espacio en relación con todo lo que puede presentársenos exteriormente como objeto, pero establece, a la vez, la idealidad del mismo en relación con las cosas consideradas en sí mismas mediante la razón, es decir, prescindiendo del carácter de nuestra sensibilidad. Afirmamos, pues, la realidad empírica del espacio (con respecto a toda experiencia externa posible), pero sostenemos, a la vez, la idealidad trascendental del mismo, es decir, afirmamos que no existe si prescindimos de la condición de posibilidad de toda experiencia y lo consideramos como algo subyacente a las cosas en sí mismas. Exceptuando el espacio, no hay ninguna representación subjetiva y referente a algo exterior que pudiera llamarse a priori objetiva.





*     *     *










*     *     *




           El tiempo no es un concepto discursivo o, como se dice, universal, sino una forma pura de la intuición sensible. Tiempos diferentes son sólo partes de un mismo tiempo. La representación que sólo puede darse a través de un objeto único es una intuición. La proposición que sostiene que diferentes tiempos no pueden ser simultáneos no puede tampoco derivarse de un concepto universal. La proposición es sintética y no puede derivarse de simples conceptos. Se halla, pues, contenida inmediatamente en la intuición y en la representación del tiempo.






          El tiempo no es otra cosa que la forma del sentido interno, esto es, del intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno. Pues el tiempo no puede ser una determinación de fenómenos externos. No se refiere ni a una figura ni a una posición, etc., sino que determina la relación entre las representaciones existentes en nuestro estado interior. Debido precisamente al hecho de que esta intuición interna no nos ofrece figura alguna, intentamos enjugar tal déficit por medio de analogías y nos representamos la secuencia temporal acudiendo a una línea que progresa hasta el infinito, una línea en la que la multiplicidad forma una serie unidimensional. De ella deducimos todas las propiedades del tiempo, excepto una, a saber, que las partes de la línea son simultáneas, mientras que las del tiempo son siempre sucesivas. De ello se desprende igualmente con claridad que la misma representación del tiempo es una intuición, ya que todas sus relaciones pueden expresarse en una intuición externa.






          Si hacemos abstracción de nuestro modo de intuirnos interiormente a nosotros mismos y de captar en nuestra facultad de representación, a través de la intuición anterior, todas las demás intuiciones externas y tomamos, por tanto, los objetos tal como sean en sí mismos, entonces el tiempo no es nada. El tiempo únicamente posee validez objetiva en relación con los fenómenos, por ser éstos cosas que nosotros consideramos como objetos de nuestros sentidos. Pero deja de ser objetivo desde el momento en que hacemos abstracción de la sensibilidad de nuestra intuición, es decir, del modo de representación que nos es propio, y hablamos de cosas en general. Consiguientemente, el tiempo no es más que una condición subjetiva de nuestra (humana) intuición (que siempre es sensible, es decir, en la medida en que somos afectados por objetos) y en sí mismo, fuera del sujeto, no es nada.










Obra de Mark Rothko.
Texto, extracto del capítulo "Doctrina trascendental de los elementos",
en "Crítica de la razón pura" de Immanuel Kant.




jueves, 7 de mayo de 2015

"(los) Espacios vacíos"






UN bAZAR DE OBRAS
palabros









"(los) Espacios vacíos"









Él era un hombre al que no le pasaba nada. Pero no por nada, sino simplemente que no le acontecía nada. No algo de importancia o digno de resaltar o contar, no, nada. Incluso ni algo tan nimio como un encuentro casual en la calle con algún conocido, y aún menos algo extraordinario como el tropiezo con un trébol de cuatro hojas. No, ni aún proponiéndoselo le sucedía nada.
Vaya.
A veces se trajeaba y salía a provocar acontecimientos y cruzaba la calzada sin mirar, pero en ese momento nunca pasaban coches; o se proponía llamar a alguien y buscaba un teléfono público que rápidamente hallaba, y la calderilla surgía sin más de su bolsillo; o cuando tenía sed ahí estaba el surtidor de la fuente, fresco, esperándole. Se aburría. Si una novia decidía abandonarle era cuando ya no la deseaba, si despertaba triste ahí esta el sol para decirle: ánimo; o si quería saber la hora siempre resultaba la presentida. Aburrido, de verdad.
Por eso cuando se quedaba solo se alegraba, se ponía el pijama y marchaba a la cama. Rezaba -a los cuatro angelitos que no guardaban su cama- y rebozaba las sábanas con la deleitación que da el gusto por lo obsceno, pues su dormir era siempre eso, privado. Se metía dentro y dejaba que aquello le barruntara otros mundos, otros miedos. Y así, aquel hombre, encontraba un lugar donde lo predicho nunca resultaba cierto, y lo inesperado pasaba a alimento; claro que eso duró
lo que dura un sueño.













La parte de atrás, 2015.






Fotografías, título y texto "Nada" (revisado), extraído de ADEMÁS, de enriqueponce.