lunes, 25 de julio de 2022

"Como los niños en el cementerio"


EL CAJÓN deSASTRE




COMO LOS NIÑOS EN EL CEMENTERIO





          Hablando de miedo, me he acordado de Emily Dickinson, un personaje mítico de la literatura universa, otra artista ermitaña, como Hawthorne durante esos doce años de íntimo encierro, o como Proust, navegando a través de su obra en noches febriles de escritura. Pero la leyenda y el enigma que rodean a Dickinson son aún más profundos, más complejos. Recordemos que la delicada Emily (1830-1886) solo publicó diez poemas en su vida, casi todos contra su voluntad. Pero una semana después de morir (ni quiera estamos seguros de qué: probablemente de un fallo renal), su hermana Lavinia encontró, en un caja cerrada con llave, setecientos poemas cuidadosamente copiados; algo más tarde halló otros mil veintiocho. Solo veinticuatro poemas tenían título y ninguno estaba fechado. Y con ese caudal de palabras secretas se convirtió, post morten, en una de las más grandes poetas de Esta- …(sic)*


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verificada de ella, un daguerrotipo que le hicieron a los dieciséis años, aunque su aspecto es tan severo y triste que, en realidad, parece una viuda.







          Mira bien esos ojos: te caes dentro. Cuánto han debido ver y de aprender. Cuánto han sufrido. Todos los indicios apuntan a que Emily (y quizá también Lavinia) sufrió incesto de niña y de adulta por parte de su padre, Edward, y de su hermano, Austin. Escribió sobre ello y hay publicada una preciosa antología (Ese Día sobrecogedor. Poemas del incesto) de la que he extraído estos versos:



     Me has dejado -Progenitor- dos Legados -

     Un Legado de Amor

     Que bastaría a un Padre Celestial

     Si tuviera Él la oferta -

     Me has dejado Confines de Dolor -

     Espaciosos como el Mar -

     Entre la Eternidad y el Tiempo -

     Tu Conciencia -y yo-


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          Y este otro, bastante tremendo:



     En Invierno en mi Cuarto

     Me encontré con un Gusano

     Rosa lacio y caliente […]


     Yo me encogí -<<¡Qué guapa estás!>>

     Garra de propiciación -

     <<¿Temerosa siseó él

     De mí?>>

     <<Cordialidad Ninguna>> -

     Él me penetró -

     Después a un Ritmo Artero

     Secretó dentro su Forma

     Al anegarse los Motivos

     Lo arrojé […]



          O este tercero demoledor:



     Una esposa -al romper el Día - yo seré […]

     A Medianoche - yo soy todavía una Doncella […]

     Medianoche -Buenas Noches -los oigo

          Exclamar-

     Los Ángeles trajinan en el Vestíbulo -

     Suavemente - mi Futuro sube la Escalera -

     Yo titubeo en mi Oración de Infancia -

     Tan pronto - dejar de ser - una Niña -

     Eternidad - ya voy - Señor -

     Amo - yo he visto la Cara - antes -


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          Ese Amo final no se refiere al amor, sino que es un sinónimo de dueño, porque en el inglés original la palabra es Master, que colocada aquí resulta escalofriante. Son unos versos poliédricos y enigmáticos cuyo significado real ha sido rastreado por las antólogas y traductoras, Ana Mañeru Méndez y María-Milagros Rivera Garretas.

          El escabroso y subterráneo tema de los abusos incestuosos aparece una y otra vez como un río Aqueronte que va asomando su líquida cabeza, en las biografías de algunas mujeres escritoras con graves problemas psíquicos. Como ya he dicho, Virginia Woolf también fue violada desde los siete años por sus dos hermanastros veinteañeros (ella misma lo contó repetidas veces), y de Alice James, la hermana <<inválida >> de Henry James, como a ella le gustaba presentarse, se ha sugerido que quizá mantuviera una relación con el hermano mayor, el famoso filósofo y psicólogo William James. Alice posee una biografía en cierto sentido semejante a la de Emily Dickinson; también vive una vida enfermiza y encerrada, también fue publicada de manera póstuma y ambas amaron a mujeres. La diferencia es que El diario de Alice James, que es su único legado, es un texto curioso y a ratos divertido, pero muy empequeñecido por la pequeña vida que Alice llevaba. Si duda tenía talento para la escritura, y quizá en un mundo normal hubiera podido desarrollarse como narradora, pero en cualquier caso su obra es muy infe-


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rior a la explosión de furia, seda y fuego de los poemas de Emily.

          Acabo de escribir <<en un mundo normal>> y creo que entiendes bien a lo que me refiero: al sexismo, a esa discriminación feroz que ha mantenido durante tanto tiempo a las mujeres (y sigue pasando aún, mira Afganistán) en una situación de total desigualdad e indefensión. En un mundo normal, las artistas hubieran podido crecer y madurar de una manera natural, y no convertirse en esa especie de aborto de persona que fue, por ejemplo, Alice James. Siempre me viene a la memoria Clara Schumann (1819-1896), compositora y pianista. De hecho, algunas de las piezas estrenadas por el magnífico músico Robert Schumann, marido de Clara,(un hombre que, como hemos contado, tuvo tremendos problemas mentales y falleció en un psiquiátrico), son en realidad de ella. Clara, que poseía un talento musical colosal, estaba atrapada en su papel secundario de esposa y madre. Tuvo ocho hijos y se le murieron varios; entre eso y la terrible enfermedad de Robert, su vida debió de ser bastante desgraciada. Pero lo peor es que el machismo le impidió el consuelo de la creación; Clara compuso poco, y explica la razón de ello en su diario: <<Alguna vez creí que tenía talento creativo, pero he renunciado a esa idea; una mujer no debe desear componer. Ninguna ha sido capaz de hacerlo, así que ¿por qué podría esperarlo yo?>>. Qué terrible, desolada frase de derro-


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ta; y, por añadidura, ¡qué errónea! A lo largo de la historia ha habido innumerables mujeres compositoras de enorme valía, como la alemana Hildegarda de Bingen en el siglo XII, precursora de la ópera con el ordo, un tipo de oratorio que ella creó. O, ya que hablamos de ópera, como Francesca Caccini en el siglo XVII, que fue, junto con Monteverdi, responsable de la difusión y el triunfo de este género musical en el mundo. De hecho, en la misma época en la que Clara escribía su diario había otras muchas compositoras importantes en Europa: la también alemana Fanny Mendelssohn, o las francesas Augusta Holmès y Cécile Chaminade, la española Isabella Colbran y, en especial, la polaca Maria Szymanowska, famosísima en vida y antecesora de Chopin, aunque a todas las olvidaron después injustamente, como siempre sucedió con la memoria de las mujeres. Por eso la desdichada Clara pensaba que no hubo ninguna.

          También me parece ejemplar la historia de la escritora Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), que sufrió una depresión posparto y tuvo la desgracia de ser tratada por el doctor Weir Mitchell, un ferviente partidario de la llamada <<cura de descanso>>. Y es que, por entonces, a las mujeres que presentaban algún trastorno de ánimo, lo habitual era prohibirles leer, pensar y, por supuesto, escribir. Se les recetaba volver a las rutinas domésticas, que supuestamente les devolverían su femenina placidez. ¿Recuerdas las frases que he citado de los


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escritores diciendo que, sin escribir, se volverían locos? Pues ahora piensa en esas infelices autoras a las que, cada vez que <<enloquecían>>, les quitaban las plumas. Perkins Gilman escribió un relato maravilloso, El papel de pared amarillo, un cuento gótico y feroz sobre lo que sucede cuando le haces eso a una persona, en el que un médico llamado John, bienintencionado, pero sexista y estúpido, receta a su mujer, que está atravesando una etapa algo <<histérica>>, la famosa cura de descanso. Para ello, John alquila una quinta de verano y se instala, junto con su esposa, en una habitación del piso superior que tiene barrotes en las ventanas (se supone que había sido un cuarto para niños) y las paredes recubiertas de un papel amarillo. John sigue marchándose cada día al trabajo, pero ella, a quien han prohibido escribir y leer, no tiene nada que hacer y comienza a hundirse en una sobrecogedora crisis psicótica, hasta terminar creyendo que hay una mujer atrapada bajo el papel amarillo, un bulto que se arrastra por las paredes y al que la esposa intenta liberar, con frenética desesperación, desgarrando con las uñas el empapelado. Gilman mandó este potente relato a su médico, y algún tiempo después el doctor Mitchell le escribió diciendo que la lectura del cuento le había convencido de que tenía que cambiar el tratamiento. <<Si fue así, quizá mi vida no haya sido en vano>>, anotó Gilman en su diario.

          Emily Dickinson se pasó los últimos quince o


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veinte años, de los cincuenta y cinco de su existencia, sin salir de la casa familiar en Massachusetts y viviendo cada vez más recluida. Permanecía atrincherada en una habitación en la planta de arriba y hablaba con los invitados a través de la puerta o por una rendija. Resaltan los biógrafos que no abandonó su habitación ni para asistir al funeral de su padre, que se celebró en el salón de la casa; aunque, sabiendo lo que creemos saber, la verdad es que no me parece nada raro que hiciera eso. Vivía para escribir: por un lado, innumerables cartas a los amigos; y por el otro, sus preciados poemas, que retocaba una y otra vez durante meses, en pizcas de papel o en el reverso de sobres usados, hasta que copiaba la versión definitiva con tinta en un buen pliego. A medida que iba luchando con la enfermedad, con la creciente pérdida de visión y con el desequilibrio mental, su letra iba cambiando: clara y recta al principio, crispada y torcida al final. Las letras caen y se aplastan, puede que igual que las esperanzas. <<Sentí mi Mente Partirse en dos / Como si mi Cerebro se hubiera dividido / Intenté unirlo - Costura a costura / Pero No pude lograrlo.>> He aquí la descripción de una crisis de disociación. Redactaba los textos con un espolvoreo de mayúsculas y una puntuación muy peculiar; sus versos son tan extraños como poderosos. Descubrió la poesía, en la niñez, leyendo a Elizabeth Barret Browning, la autora británica victoriana, cuya obra, al contrario


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de lo que le sucedió a Clara Schumann, enseñó a Emily que se podía ser mujer y escribir de forma maravillosa. Dice Dickinson de ese encuentro salvador:


               Yo creo que fui Encantada

               Cuando por primera vez

               Niña sombría

               Leí a aquella Dama Extranjera

               Lo Oscuro - sentí hermoso […]

               Fue una Divina Insania

               Si el Peligro de estar cuerda

               Volviera yo a experimentar

               Es Antídoto el volverse-

               Hacia Tomos de Sólida Brujería


          Me conmueven estos versos emocionados y esa sólida brujería de la literatura capaz de convertir la oscuridad en belleza.

          Claro que Emily también era sensible a otros tipos de belleza. Si duda estuvo enamorada de su cuñada, Susan Huntington Dickinson, profesora de matemáticas, que estaba casada con su hermano Austin y que vivía en una finca justo al lado del hogar familiar. De joven, antes de enclaustrarse por completo, se veían mucho. Emily le escribió cartas como estas: <<Susie, ¿vendrás de verdad a casa el próximo sábado y serás mía otra vez y me besarás como solías hacerlo?>> y <<¿Quién te ama más, quién te ama siempre, quién piensa en ti


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mientras los otros duermen?>>. O <Te echo tanto de menos y tengo tantas ansias de ti que siento que no puedo esperar, siento que debo tenerte ahora: la expectativa de volver a ver tu cara una vez más me sofoca y me hace sentir febril, y mi corazón late a toda prisa>>. Hay toda una nueva corriente de nuevas biógrafas que sostienen que Dickinson y su cuñada mantuvieron una relación de amor durante cuarenta años, pero en la enigmática vida de la poeta nada parece estar claro. Es indudable que la pasión existió (Emily llamaba a Susan <<Avalancha de Sol>>), pero ¿duró tanto? A los treinta años la poeta escribió tres tórridas cartas de amor, las llamadas <<cartas al maestro>>, que quizá fueran destinadas a un hombre. En una de ellas dice: <<¿Y si la campanilla aflojara su cinto / para la Abeja amante / la abeja la adoraría / tanto como antes?>>. Esto a mí me evoca más bien a un varón. Tal vez fuera bisexual; Simon Worral dice en el libro La poeta y el asesino que es posible que Dickinson estuviera enamorada de Samuel Bowles, un compañero de estudios de su hermano Austin a quien ella conocía desde la adolescencia. Se escribieron durante dos décadas y él iba a visitarla una vez al año. En 1877, Emily, que para entonces tenía cuarenta y seis años, se negó a salir de su cuarto. Samuel le gritó desde la sala: <<¡Baja, maldita granuja! ¡He venido a verte, déjate de tonterías!>>. Para pasmo de todos, Emily bajó, y, según Lavinia, se comportó de una manera magnifica. Unos días más tarde


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le mandó a Bowles una carta y este poema: <<No tengo Vida sino esta / Para traerla aquí - / Ni una Muerte -salvo / La disipada desde allí- / Ni atadura a las Tierras por venir / Ni Acción nueva- / Excepto a través de esta extensión - / El Reino tuyo>>. Y debajo escribió: <<Resulta extraño que lo más intangible sea lo más permanente>>, tras lo cual firmó: <<Tu granuja>>. Suena amoroso. Raro y desolado, pero amoroso.

          El misterio que rodea a Dickinson es tan impenetrable, en fin, que hay teorías de todo tipo. Incluso la de que uno de los viajes que hizo en los años sesenta a Boston fue para abortar. ¿De un amante? ¿Del incesto? Tan solo son especulaciones. De lo que sí estamos seguros es de su sufrimiento, del tormento que le causaban lo que ella llamaba sus demonios mentales:



     Sentí un Funeral en mi cerebro

     Los deudos iban y venían

     Arrastrándose- arrastrándose - hasta que

          pareció

     Que el Sentido se quebraba totalmente


     […]


     Hasta que pensé que mi Mente se volvía Muda



          Pero no enmudeció. Permaneció luchando hasta el final, palabra tras palabra febrilmente ano-


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tadas en un retazo de sobre, disparos de luz contra las tinieblas. Lo dijo ella misma de la manera más hermosa posible (de la manera Dickinson) en una carta a un amigo:



          Tuve un terror - desde Septiembre - que no

     podía contar a nadie - por eso canto, como hace

     el niño cerca del cementerio - porque tengo

     miedo.










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“El peligro de estar cuerda”

ROSA MONTERO


* NOTA: Existe un error tipográfico al inicio del texto al comienzo de la página 173 donde faltan algunas frases, lo conservo tal cual al tratarse de la “Primera edición de abril de 2022” y como simple transcriptor de los textos donde siempre he respetado fielmente el estilo, la sintaxis y los signos de sus autores. Por otro lado me parece una casualidad genial cuando la incongruencia creada por azar casa con la forma espolvoreada de los versos de Emily. ep




viernes, 15 de julio de 2022

"Dino Valls"

ARTEsana






Dino Valls
Zaragoza, 1959





Fotografía bajada de la red.






















          Todos los cadáveres son un ecosistema. Cada pájaro que ha caído, cada pez que ha acabado en tierra, cada ballena varada en la playa, cada tronco en descomposición o cada flor arrancada están destinadas a dejar de ser un conglomerado de moléculas gigantes, el sistema más complejo de todo el universo conocido, y convertirse en un amasijo de moléculas orgánicas más pequeñas. El proceso de descomposición está impulsado por los carroñeros, en la naturaleza empieza con buitres y moscas azules y acaba con hongos y bacterias.
          ¿Qué hacen las hormigas con sus cadáveres? Muchas especies transportan hasta el nido a los miembros de la colonia que han quedado gravemente heridos en el campo y allí se los comen. Si las heridas son moderadas, puede que les permitan vivir y curarse. A la mayoría de las hormigas guerreras que mueren en la batalla fuera del nido nunca se les lleva de regreso a casa. Acaban en las mandíbulas y picos de los depredadores.
          Una hormiga que muere en el interior del nido por su elevada edad o por enfermedad, simplemente se detiene o se cae de lado con las patas encogidas. En la mayoría de los casos, se le permite permanecer en ese lugar. Tras unos pocos días, una compañera la recoge y la saca del nido o la lleva hasta un montón de desechos acumulados en una de las cámaras. En esta cámara cementerio también se tiran toda una serie de desechos, entre ellos, los restos incomestibles de las presas. No se celebra ceremonia alguna.
          Cuando estaba empezando a estudiar la comunicación química en las hormigas se me ocurrió que, seguramente, los cuerpos de las muertas eran reconocidos por las demás por el olor de su descomposición. La señal que provoca que las hormigas se encarguen de eliminar el cadáver debe de ser una o varias de las sustancias que sólo están presentes en los insectos muertos. Si hemos demostrado que las hormigas vivas utilizan ese tipo de moléculas para poner en marcha un comportamiento social instintivo al servicio de la colonia, ¿por qué no también una vez muertas?
          Tuve la fortuna en esa época de encontrar un relato publicado en el que se identificaban las sustancias halladas en cucarachas muertas. Utilizando este trabajo como guía, me decidí a averiguar cuáles eran las sustancias químicas que estimulan el comportamiento necrofórico (eliminación de los cadáveres) en las hormigas.
          Primero trituré cuerpos de hormigas en descomposición. Coloqué gotitas de este material en <<muñequitos>> a modo de réplicas de hormigas muertas hechos de motas de bálsamo del tamaño de las obreras. Cuando las introducía en los nidos de las colonias de laboratorio de hormigas, las obreras los cogían y los llevaban rápidamente a la pila de desechos. Así pues, tenía un bioensayo que funcionaba, el paso esencial en la experimentación biológica. Al mismo tiempo, obtuve muestras sintéticas, químicamente puras de las cucarachas podridas. Durante un rato, el laboratorio olía débilmente a una mezcla de morgue y alcantarilla. (Dos de las sustancias, por ejemplo, eran los terpenoides indol y escatol, elementos que aparecen en las heces de los mamíferos.) La mayoría de las sustancias probadas causaban excitación y conseguían que las hormigas dieran vueltas en círculos  de forma agresiva, pero no provocaban que retirasen el cuerpo inmediatamente. Mientras que los pedacitos de bálsamo tratados con sustancias olorosas que colocaba en el nido eran atacados o simplemente ignorados, aquellos que portaban indol o escatol eran recogidos y transportados al cementerio.
          No hay procedimiento que le resulte más placentero a un biólogo que un experimento funcione. Este fue exitoso, al menos en el caso de las hormigas recolectoras de Florida, y lo repetía para que lo vieran las visitas hasta que empecé a aburrirme. Así que me planteé una nueva pregunta: ¿qué sucedería si embadurnase a una obrera viva y sana con una de las sustancias producto de la descomposición de los cuerpos?
          El resultado fue muy satisfactorio. Las hormigas obreras que se topaban con sus compañeras embadurnadas las recogían, las llevaban vivas al cementerio, las tiraban allí y se marchaban. La enterradora se mostraba relativamente calmada, como si fuera algo habitual. Los muertos han de ir con los muertos.
          Las hormigas embadurnadas hicieron lo que tú y yo haríamos si nos disfrazáramos de zombis: nos daríamos un baño. Es lo que suelen hacer las hormigas cuando cae sobre sus cuerpos un material no deseado. Hacen pasar los segmentos exteriores flexibles de las antenas, los funículos, a través de estructuras en forma de peine que poseen en las patas delanteras. Se chupan tanto como pueden el cuerpo y las patas con sus lenguas con forma de yema. Enrollan en gáster, la parte trasera del cuerpo tan hacia delante como les es posible, y lo limpian y lo lavan. Se dan un típico <<baño fórmico>>.
          Luego regresan a los compartimentos principales del nido. Si se han quitado de encima la suficiente sustancia necrofórica, son aceptadas de nuevo. Si no es así, sus compañeras las vuelven a llevar al cementerio. Continúan lavándose y puede que otras las ayuden. Esperan. Con el tiempo, si han podido eliminar los contaminantes o al menos se han disipado lo suficiente, se vuelven a unir a los vivos.





















www.dinovalls.com






Obra de Dino Valls.
Texto "Muertos vivientes", extraído de "Historias del mundo de las hormigas", de Edward O. Wilson.




martes, 5 de julio de 2022

"el coleccionista de imágenes"

OPINION.es




“el coleccionista”

(de imágenes)

, o la Fotografía se vende muy mal.





Man Ray, «Ma dernière photographie»
(dedica a su amigo Louis Aragon 1929).



          Nadie está preparado para este mundo, así cada cual resuelve la existencia a su manera. Una imagen por sí sola puede hacer a un gran fotógrafo, Alberto Korda es popular cuasi únicamente por su fotografía del Che Guevara mirando al cortejo fúnebre de los fallecidos por el atentado al barco La Coubre en 1960, igualmente a Robert Doisneau, a pesar de ser uno de los mayores reporteros del humanismo, es su fotografía “El beso del Hotel de Ville” quien le remarca su valía. Sin embargo una colección de ellas también puede ser la impronta de otros, a Robert Frank no podemos desligarlo de su iniciático ensayo “Los Americanos”, e igualmente Chris Killip, Vivian Maier o Manel Ferrol son también reporteros relacionados con series. El fotógrafo ha asumido el canon de voyeur de las cosas, es un observador -en la mayoría de los casos un pueril observador que se cree dios, agregaría yo-, el pasivo espectador por excelencia, y sin embargo se ha obviado su calidad de coleccionista de imágenes. Edward Steichen a pesar de ser una de las figuras claves de la transición entre el Pictoralismo Fotográfico y la Fotografía Directa es inseparable de su comisariado en la vanguardista exposición de 1955 “The family of men”. Si la primera acción de cualquier cazador de imágenes es la cualidad de mirar y seleccionar, la posterior acción de retenerlas y de conservador no es de menor valor. En un principio todo fotógrafo se aferra tenazmente a sus propias imágenes, como si lo que no fotografió mientras vivió no hubiese existido para él, así ello resulta una suerte de acaparamiento existencial, un rastro de vida tal síndrome de Diógenes, no tanto de donde se estuvo sino lo que se pensó sobre aquello que aconteció frente a su objetivo. Pero aún además, a la larga y por defecto, es un acaparador de las ajenas, pues también resulta un coleccionista de imágenes simplemente por ende, esotras visualizadas, públicas o mediáticas, al fin significativas, en las que ocupan preeminencia por supuesto las icónicas e históricas. Parece que a los adscritos al gremio estemos condenados, aunque contrariamente a Lot, a revivir en los recuerdos para poder avanzar, a saltar de observación en observación, que nos retrotraiga contradictoriamente como impulso, para recuperar ese orden supremo existencial que toda imagen fija nos devuelve frente al caos de la dinámica existencia. Tal como intuyó J.L.Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído“. Pero si tal hagiografía era ya suficientemente osada en la era del soporte físico, celuloide y papel, por su fragilidad y caducidad, hacerlo sobre la esperanza inmaterial de un mundo líquido y binario dependiente de una tecnología volátil, efímera y caduca resulta terriblemente irracional. Aunque por su infinita multiplicidad, con lo que cumple en excelso su propia naturaleza, pero además por su extremada morbilidad, tan desesperanzadora para cualquier fin, la fotografía se enfrenta aún más a su propia íntima contradicción dentro del gremio artístico. 

 

          A día de hoy toda fotografía que tomes está ya hecha, todos los estilos ocupados, infinitos fotógrafos ocupan el espacio, el virtual y el real. Cuando marchas sin rumbo por tu entorno aprecias que incluso los lugares están reconstruidos con la intención del visitante ocasional, para él, no para ser vividos, sino con el fin de ser capturados instantáneamente en un acaso de paso o en un afán de espectáculo más que rememorativo, así hoy nos valemos de la fotografía para recorrer un camino que vino desde la memoria y ahora en cambio nos conduce a través de la comunicación, aunque una vez allí hemos abocado en una burbuja de exceso de imagen -donde nadie escucha a nadie- tras la que vendrá el colapso connatural. Cambiado el referente, el soporte, cambia pues la ontología. Tras el éxodo analógico y la posterior implantación de la digilitación hemos pasado de ser receptores consumistas a activos productores, donde cada uno resulta hacedor y posee una plataforma de exposición, mientras el inconcluso flujo ininterrumpido de un sinsentido de toma de imágenes peripatética imposibilita la visualización material de esa galería donde, paradójicamente, la preponderancia del mensaje cae más en el fuera de marco -y el mismo acto de compartir tales prosaicos actos- que en el mismo singular instante -como fiel reflejo de una realidad que ya dejó de verse-, pues ahora el mundo que se narra no es real sino que importa más su propia propuesta de representación. Antes la fotografía era excepcional, ahora es procaz, por lo demás como todo. Así, nuevos tiempos nuevas maneras nuevas resoluciones. Pero fotografiar ayer u hoy siempre resulta una suerte de apropacionismo de lo ajeno, un complejo estado de situarse o/y relacionarse, con el entorno, con la gente, con el tiempo, con lo transitorio que resulta todo, una forma de arte menor o mayor y sin embargo trascendente, y será así siempre porque, como dice Lawrence Durrel, “La vida es breve, el arte largo”.


         Así la post-fotografía es, será, una etapa como lo fueron ayer el daguerrotipo, el ambrotipo, el Pictoralismo, la street-photography, la cámara cándida o lo analógico. Y aunque ayer reivindicaba su labor Giani Merengo Gardin sentenciando que “el fotógrafo es más un artesano (de la luz) que artista”, hoy sin embargo se nos ha llenado el medio de “artistas multimedia” que apenas saben manejar la herramienta básica de la cámara, la cual paradójicamente ni se usa en la neo-toma de imágenes como otra forma más del continuo menosprecio al soporte, siendo sustituida por un “teléfono inteligente” sin embargo cada vez más alejado él miso de su función originaria. Como muestra el botón de la prestigiosa agencia “Magnum”, que teníamos de referencia en los años dorados del reportaje, y que hace ya algún tiempo ha desconcertado a estos lares con algunos de sus fichajes, concretamente la “Premio Nacional de Fotografía” Cristina de Midel, aunque sus fotografías no sean tales, pues son propuestas, supuesto arte, "La fotografía, para mí, es la excusa perfecta”, osa sentenciar la susodicha. Pero el mal arte es sólo decoración justificada, ni siquiera es diseño, necesita subtítulos, comentaristas, retórica, palabras, porque al fin sin ellas es nulo, y aún con ellas tampoco. Hasta para hacer “malas” fotografías hay que saber hacer fotografías. Compárese el trabajo de ésta con la también miembro de la prestigiosa agencia Cristina García Rodero, reaccionaria desde sus clásicas maneras con forma de ensayo fotográfico, conservado la humilde pretensión del reportaje legible por sí mismo, donde lo que se muestra es lo que se ve y el pie de foto es el sólo necesario como indicativo de localización de tiempo y lugar. O como contraste también resulta digna de aprecio la personalísima propuesta del otrora miembro Antonie d’Agata, que dando nova impronta al reportaje sin embargo funciona, sin retórica. Por eso resulta tan pertinente el continuo llamamiento de Avelina Lésper al rey para que revista su desnudez con argumentos de peso, y se arrope de un traje a medida antes de abocar en su particular desprestigio, por ejemplo sobre la obra-escultura invisible “Io Sono” de Salvatore Garau sentencia: “Es pertinente aclarar que ese contenedor en el que está el vacío es su cráneo, el cual está habitado por un cerebro invisible” (…), ya que evidentemente:En esta sociedad decadente, enviciada en su propio ridículo, el arte VIP es una de sus patologías. La venta de una obra así es posible porque el arte VIP es el emblema de un sistema social y económico carente de ética, que ha pervertido el significado del arte y la libertad”. Pero la forzada imposición desde el arte contemporáneo de la demagogia como soporte de la imagen es un terreno inestable que no aporta nada ni ontológica ni conceptualmente. Que el Arte se ha transformado está claro, en qué no, pues ahora no posee ningún sitio, pero mientras la fotografía resulta una de sus víctimas propiciatoria por su fácil manejo. Curiosamente es producto de una crisis de la exuberancia: poseemos todos los medios, técnicos, formativos, de información, y sin embargo nadamos perdidos en la mediocridad, en medio de la “crisis del progreso” como bien define George Friedmann. Aunque no son las formas nuevas las que no funcionan, son ellas, las nuevas propuestas, y ellos, los artistas del elitista industrial comercio de lo vacuo. Y sin embargo y a pesar de los comisariados actuales surgen como un champiñón propuestas como las del iconoclasta Bansky y su imaginario neo-pop-mini-muralismo comprometido. Pero resulta un viaje de ida y vuelta, mientras las estrellas del espectáculo aspiran al rango de Artistas, los post-artistas a su vez se convierten en estrellas fugaces de un universo limitado. Esta tendencia post-fotográfica es más exógena que del propio medio, antes conformado endogámicamente por una clase analógica profana a las redes, pero ahora ahogado por una generación procedente del elitista lado del arte contemporáneo, la nacida media-mediática, por eso resulta paradójico que aunque aquella reivindicación propia desde su nacimiento de elevar su estatus haya sido una constante, al presente hágase cierto el dicho: “Sólo hay dos insatisfechos, el que no consigue lo que pretende y el que si”. Sin embargo no era éste realmente el incíatico propósito, una mediocre fotografía soportando una aún más anodina propuesta artística, lo que siempre se reivindicó fue la solidez del baluarte y del soporte fotográfico per se. La Fotografía es hija de la industralización y como tal caminará de la mano del progreso tecnológico, pero que por mor a los tiempos se de relevancia en los proscenios elitistas a las vacuas propuestas, imperfectas imágenes o carencias de ideas no es excusa para el interesado equívoco histórico que se está cometiendo en nombre de su lograda reivindicación en el gremio artístico.


          Así el nuevo museo se llama Instagram, donde la experiencia estética se diluye hoy en el entretenimiento ascendido a nivel de cultura. El masivo peregrinaje de la nueva clase media en pos del estímulo intelectual hizo crecer en este último entresiglos múltiples centros de arte más cargados de espectáculos que de contenido, provocando a su paso una disolución de los géneros así como de la finalidad del mensaje. “No todo es lo que parece”, hace decir Mike Newel a la protagonista en su película “La sonrisa de la Mona Lisa” cuando cuestiona que Vicent van Gogh jamás creó con la intención que su obra se imprimiese en puzzles, bolígrafos o postales, al fin recuerdos productos de marketing. El presente es época donde las musas abandonan los museos, a pesar de su simbiosis semántica. Pero no hay que perder la perspectiva y reconocer que el arte moderno es un invento temporal de unos tiempos modernos. Cada época ha tenido su propio concepto, condicionado por el entorno y los medios a su alcance, o el propio ingenio, y así en la prehistoria la preeminencia fue la tenebrosa espiritualidad, derivando a la presciencia mitológica durante las épocas clásicas, lo religioso y artesano a través de aquellas otras épocas románicas, gótica, renacentista o barroca, para liberarse después en la bohomía del romanticismo, y abocar finalmente en la deriva de múltiples vanguardias durante el actual desasosegante fórum industrializado de producción. Hoy, según Eric Hobsbawm, “Las artes caminan sobre la cuerda floja entre el alma y el mercado”, tal vez porque durante su reciente historia socialmente haya tenido que recorrer el espacio de ser el coto de un elitismo de aristocracia al de un acomodo burgués de clase media, un tránsito suicida desde el refinamiento a la vulgaridad. En lo que no hay duda es que el arte no es intención sino resolución, como bien diría Paul Klee: “El arte no reproduce lo que vemos. Nos hace ver ”, y si hoy bien se dicta desde las galerías Gagosian -como en otros ayeres se pretendió el control o la tergiversación por otras fuerzas más maximalista a través del oro de las aristocracias o curias eclesiástica, o desde la definitoria manipulación totalitaria en el defenestrado “Arte Degenerado” del nazismo- será la incólume Historia quien desde mañana tasará en su real valor esta época de falsos esplendores, oropeles y boato, y dentro de ella lo que deberemos definir y considerar como cierto, porque lo que se oculta tras estos excesos es la profunda crisis de valores de este transitorio globalizado imperio del capital. Citando a Antonio Muñoz Molina: “Citando al autor francés, Juan Marichal dice que la Historia es la ciencia de las cosas que ocurren una sola vez”.


          Existían en la antigua Grecia unos sacerdotes que instruían en los misterios de la religión a la par que celebraban los ritos de su iniciación, eran los llamados mistagogos o hierofantes. En el presente en el mercado del arte se ha encumbrado espuriamente la figura del artista-multimedia, aunque es realmente el omnívoro comisario quien a golpe de talonario selecciona a los ávidos aspirantes para desde detrás de las bambalinas apoderarse del sacrosanto altar para lanzar la pagana plegaria sobre el inculto populacho -ese mismo que había osado adentrarse en un elitista mundo ancestralmente reservado sólo para los elegibles-, y a través del rito del glamour del dinero logra sobrecogerlos y abrumarlos de nuevo, y así torna a excluir de aquel su mundillo a todo profano. Del Arte es más fácil decir lo que no es que lo que resulta ser -“El arte, como la vida, es un secreto a voces” (de nuevo palabras de Lawrence Durrel)-, aunque sí se puede afirmar de él que es excelencia, y como el cuerpo humano posee un físico y un alma, e igualmente no basta con lo excelso de su realización sino que además ha de poseer la divinidad de una revelación, el resto es cháchara de mistagogos. El Arte no debe ser, el Arte es, pero sobre todo no debe ser restricción, y su historia no es sólo la de sus obras, ni la de sus productores, sino además también la de la interpretación de aquellas conjunto al compromiso de sus genios. Por eso resulta revelador Frank Stella cuando señala que actualmente “¿Se te ocurre un día en que el New York Times publicara en su portada algo sobre arte sin hablar de su precio?”, mientras concluye incólume: “No, eso no pasa”, y así ha llegado a convertirse en el sucedáneo vegano de una religión de burbuja financiera traspasada al ámbito artístico, es sólo poder monetario, y su justificación intelectual es puro vacío, sólo dinero, la expresión de éste en su mercado más elitista y ambicioso contando con la complicidad de unos actores incapacitados para discernir el gran daño que están provocando en su historia. Según Zygmunt Bauman “Nos hallamos en una situación en la que, de modo constante, se nos incentiva y predispone a actuar de manera egocéntrica y materialista. La cultura de la modernidad líquida ya no tiene un populacho que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir”. La repetición hasta el hartazgo de la catarsis del gesto duchampiano de la fuente de Munch -que llevó al mundo desde la percepción retiniana a la conceptual- no es innovación, sino ignorancia y oportunismo, “El conceptualismo está de moda porque es fácil y porque es algo que hasta las personas sin habilidades pueden hacer, mientras que las cámaras no; es decir, tener ideas, sobre todo cuando no es necesario que sean buenas ni brillantes” (Eric Hobsbawm). Aunque realmente lo que sucede es más una incapacidad técnica, conceptual y ontológica de los operarios contemporáneos, que presos de lo efímero y de la inmediatez impuesta a su trabajo -y a todo- no son capaces de apercibirse de su manejo por parte del quevedesco poderoso “Don Dinero”. Quizá para curar tengamos que recurrir a la historia y en los frontispicios de los actuales museos de arte moderno tengamos que inscribir -paradójicamente junto al logotipo de la multinacional benefactora- el aforismo que Plotina mandó superponer en su entonces en el umbral de la biblioteca sita en el foro de su esposo Trajano, que rezaba: “Hospital del alma”.


          Dice Pablo Neruda que “Nosotros, lo de entonces, ya no somos los mismos”, y el que soy hoy no recuerda con placer su época de estudios, y sí sin embargo siempre gocé con aprender, y deseé aprehender el pensamiento, ocupar el saber de un intelectual -humildemente y sin motivo aparente, ingenua orgullosa vanidad-, como otros anhelan ser ingenieros o estrellas pop, pero eso no era trabajo para un proletario, y como circunstancialmente en mi época púbica no tuve esa posibilidad hube de procurarme la autodidacta información tardíamente, a posteriori. Y me lancé a ello sin red y con todo el entusiasmo posible para un ya entonces maduro imberbe, y entre otros modos uno que hube de aplicar fue el de tratar a esa sociedad bohemia que se retrata alrededor de los ecos sociales, galerías y prebendas. Con el tiempo resultó la más banal de mis pérdidas de tiempo. Donde esperaba encontrar sentido y sensibilidad encontré la hoguera de las vanidades. Aquél que dijo que los ricos son iguales que los pobres sólo que con más dinero, tenía la misma razón que aplicándolo a los aspirantes a vate, pues éstos poseen las mismas características que cualquier otro ser humano aunque más exacerbada, y así hallé que la ambición resultaba en ellos la mayor cualidad remarcable, lo que repercutió en su ansia extrema de ocupar mi tiempo y espacio con sus simplezas y naderías. Pero como bien dice Gertrude Stein: “Las opiniones no son literatura”, e inevitablemente aquellos ególatras dejaron poco poso en mi piel. 

                    Y es que hay demasiado ruido en el mundo, demasiada música desde las emisoras, demasiadas imágenes en las calles y casas, en las redes demasiada información, demasiado de todo, hoy día no hay contención, se aspira a todo, y el espejo de lo ajeno marca el deseo propio. Y tanta exposición irrevisiblemente aboca en prosa, mientras la excelencia se esconde púdica tras el silencio. Y aunque ésta excelsa profusidad de lo digital tiene algo de perverso, en ocasiones el azar nos depara la sorpresa de una revelación: perdiendo el tiempo en uno de sus muros me encuentro un corte de la temperamental pianista georgiana Katia Buniatishvili interpretando el exuberante “Precipitato", 3rd movement del "Piano Sonata No 7,Op. 83" del ruso Serguéi Prokófiev; la maravillosa composición unida a su excelsa interpretación me dejan extasiado -quien conozca a ambos, autor e intérprete, me entenderá-, pero una vez finalizado el breve movimiento la plataforma de multimedia exige que el ansia se renueve en la búsqueda de más estímulo y así continúo indefectiblemente el laso peregrinaje, y surge renovado un siguiente post automáticamente que me muestra la típica y tópica imagen de una chica diez en lencería pomposa perteneciente a un grupo especializado en lujuriosas modelos, compartido por una supuesta amistad. El contraste entre los prototipos de mujer que me propone esta secuenciación -de empoderamiento o de patriarcado- tan próximos en tan breve espacio y tiempo tiene algo de procaz o perverso. No se bien si es el fórum quien banaliza la excelencia o entronifica la vulgaridad -aunque sí sin embargo resulta fácil de adivinar cuál resulta al fin ser la elección de la mayoría de los afiliados al portal, no hay más que mirar los “me gusta”-, aunque realmente en la red no gusta la Fotografía, lo que le gusta a cada uno es su fotografía. El rasgo peculiar que distingue a la fotografía en la historia, al contrario que en el resto de los géneros del Arte, es que resulta como una pirámide invertida donde prima más la labor del aficionado frente a la originalidad de la excelencia, y frente a esos infinitos operadores profanos y amateurs los productores destacados son los menores representantes de un gremio mecanicista y anónimo, por eso somos y seremos siempre los parias del Arte, por peculiaridad ontológica, unicidad y singularidad inalienable. Y sin embargo estando tan infinitamente usada y representada ella en los medios telemáticos los fotógrafos nos vendemos muy mal.

           Y aunque todo parezca lo mismo, aunque el tema pareciera el mismo, pues todo trata de la vida y sus emociones, hay sustanciales diferencias dependientes del formato, mientras en el cine, la literatura y/o la música tienen que ver con la imaginación, con la ilusión, la fotografía se desenvuelve casi exclusivamente con la realidad, incómoda, e incomoda. Tal vez el éxito de esotros géneros del arte tenga más que ver con ello, de su omnímoda presencia a través de una infraestructura de promoción, distribución y venta asentadas en el tiempo y los espacios conquistados, mientras los fotógrafos -repito- nos vendemos muy mal. A todos nos resultan conocidos los premios literarios Nobel, Planeta o Goncourt, o los Oscar y Goya para el mundillo cinematográfico, o el amplísimo soporte radiofónico o mediático que sustenta a la industria musical, pero muy pocos de más allá del gremio sabrían nombrar los principales eventos relacionados con el circuito fotográfico, tal vez ni siquiera se reconozcan los legendarios “Rencontres d’Arles” celebrados en la cuna francesa a pesar de su legendaria trayectoria, o sea significativo que seamos incapaces de nombrar a cinco fotógrafos de nivel internacional contemporáneos, cuando resultaría fácilmente hacerlo en cualquiera de los otros géneros con suma facilidad, aún sea uno profano de cualquiera de aquellas materias. Tal vez resulte más complicado para la Fotografía su reconocimiento porque a ella le es dada per se la inefable virtud de revelar la cierta verdad “De la naturaleza de las cosas” -igual que el poema de Tito Lucrecio Caro acerca a la comprensión de una realidad espumante del mundo y de lo humano, sin la ayuda de más dios que la razón y en un intento desesperado de redención hacia la muerte-, lo que resulta verdad incómoda de revelar. Y tal vez además porque dar a reconocer que el artista no es Dios, ni su hijo, ni siquiera su profeta, y sin embargo las obras sí que son su palabra -laica-, es la muestra descarnada de las extremadamente dificultosas maneras de la Fotografía.


       Y aún así toda fotografía depende de su paráfrasis, de una explicación añadida para interpretar el inexistente texto adjunto con forma de muda y neutra imagen -que no es lo mismo que justificación-, por lo que siempre me dejé seducir más por tal representación que a través del original, siempre me interesó más la partitura con interpretación que la pasajera e inasible improvisación. Soy un ser que vive culturalmente de imago, a contracorriente y a pesar de la indubitable afirmación de Walter Benjamin de que en la reproducción de la obra pierde su aura. Indiscutible también es que sin una realidad donde inscribirse no existiría ninguna representación-expresión y su adjunta postrera reflexión, pero se resuelva la conclusión en el platonismo de sombras o el solipsismo hedonista, como espurio hijo de mi tiempo me siento más como un veedor-consumista-pensador de imágenes que el de explorador-explotador de la iniciática vivencia. Lo que más me llama la atención es el desciframiento de las claves del arte, me interesan más sus conceptos que el sufrido peregrinaje vacacional hacia el original sito en cualquier galería, sala o museo, y aunque no pretendo desmerecer con ello la experiencia de contemplar éstos -o ningunear la viva experiencia, sí sin embargo estoy singularizando-, la información extraída de su simple contemplación sin ayuda del análisis intelectual es menor que cuando la palabra importa y la imagen certifica. El volátil acontecer habitualmente resulta difícilmente inasible, turbulento, disforme, mientras su rememoración resulta más meditativa, conceptual y por lo tanto enriquecedora. Además la copia, aunque acapara el recuerdo, carece de nostalgia original, pues tan sólo conforma información ajena a la experiencia, y así aporta llanamente conocimiento, sin más. Es un acotado lugar de acogida, a diferencia de la vida, un sitio de reposo, mientras el ininterrumpido transcurrir del tiempo resulta incómodamente transitorio. Sobre todo cuando además detrás de cierta línea de nuestra corta vida no haya ya nada nuevo, todo o es tautología o ya ha ocurrido al menos una vez, y así los falsos-nuevos actos surgen con una cargada intencionalidad interesada para una nueva memoria, acaecidos para ella y no por el puro placer de existir, tal como en aquella delgada línea que en el documentalismo de las BBC (bodas, bautizo y comuniones) era más una suerte de puesta en escena, una falsa realidad, donde se derivaba en representar unos ritos por un sacerdote quien clamaba al ignoto e ignorante populacho las consabidas prebendas para perpetuarlos en pos de su postrera rememoración, para que un futuro director de orquesta utilizara luego aquellos sonidos de anteriores compositores e interpretara la sinfonía de la representación. Y porque igual que los restos arqueológicos que sin su reconstrucción son únicamente piedra de Rosetta sin descifrar, mis colecciones visuales personales han resultado un acervo particular intelectual, que han logrado hacer cierto en mí el acierto de Plotina: “Todo ser que haya vivido la aventura humana vive (ahora) en mí”.




Texto de enriqueponce, 2021.