martes, 25 de agosto de 2020

"Norma Jeane Mortenson"

EL CAJÓN deSASTRE





Norma Jeane Mortenson
Norma Jeane Baker
Marilyn Monroe
Los Ángeles, California, EEUU. 1926-1962



New York, 6 de mayo de 1957
Fotografía de Richard Avedon


          [...] En el curso de una de aquellas veladas nocturnas, una joven a la que Kazan me había presentado hacía unos días engendró, con ayuda de sus burlas mal contenidas, un creciente núcleo de interés entre los comensales. Su agente y protector, Johnny Hyde, había muerto hacía poco, pero no sin haberle conseguido unos cuantos papeles pequeños que habían hecho que John Huston la contratase para interpretar el papel de amante de Louis Calhern en La jungla de asfalto. Con el papel en el que prácticamente no hablaba, había causado un impacto tremendo. Yo había tenido que meditar unos instantes para recordarla en la película. Había parecido más un adorno que una actriz, una apostilla satírica casi silenciosa al poder oficial y falsas propiedades de Calhern, la rubia imbécil y quintaesencial que va del brazo del mundano y corrupto representante de la sociedad. En aquella estancia llena de actrices y esposas de próceres, todas deseosas de vestir y comportarse con la ostentosa discreción de una señora, Marilyn Monroe parecía ridículamente provocativa, un pájaro extraño en medio del gallinero, aunque sólo fuera porque el vestido se le ceñía de un modo descarado, afirmando más que sugiriendo que tenía un cuerpo debajo y que era el más apetitoso de la estancia. Y parecía más joven e infantil que cuando la había visto por vez primera. El resentimiento femenino que la rodeaba en casa de Feldman era casi tan sólido como un gas lacrimógeno. Una excepción fue la actriz Evelyn Keyes, ex mujer de Huston, que se la llevó al exterior y se sentó con ella en un banco, y que, más tarde, mientras miraba como bailaba con no sé quién, me dijo en voz baja: <<La despellejarían viva>>. En vano buscaba el ojo el menor defecto en la arquitectura de sus formas mientras bailaba con su pareja, ya que su perfección parecía inducir a buscar la lacra inevitable que la asemejara a los demás mortales. Era pues una perfección que suscitaba el deseo de protegerla, aunque al mismo tiempo imaginaba yo la dureza de que habría tenido que rodearse para haber sobrevivido allí tanto tiempo y con aquel éxito relativo. Aunque, según parecía, por el momento estaba sola en el mundo. [...]



Marilyn durante el rodaje "The Misfits" de John Huston, 1961
Fotografía de Eve Arnold


          [...] Marilyn se había ausentado de Hollywood en una especie de huelga informal mientras su socio, el fotógrafo Milton Green, renegociaba el contrato de la actriz con la Twentieth Century-Fox para que de tanto en tanto pudiera hacer películas independientes con la compañía que acababa de fundar, la Marilyn Monroe Productions. Estaba muy ilusionada con aquel acuerdo, del que esperaba tantos papeles importantes como dignidad personal. Como era de esperar, los poderosos columnistas cinematográficos de entonces no dejaban de lanzar pullas contra Marilyn, la puta que no sabía actuar, por tener la jactanciosa desvergüenza de poner condiciones artísticas a una empresa tan grandiosa y noble como la Twentieth Century-Fox.
          Había comenzado además a asistir a las clase de Lee Strasberg en el Actors Studio, aunque no se atrevía ni siquiera a abrir la boca, impresionada por la imponente autoridad de Strasberg y por todo el clima de la educación interpretativa neoyorquina, que, a diferencia de los intereses de Hollywood, investigaba las versátiles responsabilidades del oficio de actor y no la forma de una nariz o unos pechos. Al margen de algún saludo y algún apretón de manos, y de las inagotables anécdotas que corrían en el Group Theatre sobre su mal genio -se decía que cierta vez había tirado del escenario a un actor-, yo apenas conocía a Strasberg. Actores que yo respetaba, entre ellos mi hermana Joan, lo admiraban sobremanera, aunque Monty Clift, agudísimo investigador del arte dramático y sus problemas, le tenía por un charlatán. Las relaciones de Marilyn con Strasberg eran, en mi opinión, cosa suya, en particular en aquella primera etapa de nuestro vínculo, y si bien caía en respetuoso trance cada vez que se pronunciaba el nombre del maestro, pensaba yo que era porque necesitaba aquella clase de fe después de los años que había pasado en la cínica selva hollywoodense. La idealización podía desembocar en desilusión, pero sin ideales no hay vida. Aún no me había dado cuenta de que también a mí se me estaba idealizando y situando por encima de todas las debilidades humanas.
          Marilyn era para mí por entonces un torbellino de luz, toda ella paradoja y misterio tentador, vulgarota unas veces y otras elevada por una sensibilidad lírica y poética que pocos conservan después de la adolescencia. Había veces en que todos los hombres le parecían niños, criaturas con necesidades primarias que a ella por naturaleza le correspondía satisfacer; mientras tanto, su yo adulto se mantenía al margen y observaba el juego. Era capaz de contar que en una fiesta dos invitados se le habían echado encima con ánimo de violarla y que había tenido que salir corriendo, pero la verdad de la anécdota era menos importante que la extraña distancia que había entre el suceso y ella. Al final brotaría de esta despersonalización algo próximo a lo divino. Por entonces era incapaz de condenar, ni siquiera de juzgar, a cuantos la habían ofendido, y estar con ella era ser admitido, como salir de un mundo donde la sospecha era de sentido común y adentrarse en un reino de luz purificadora. Carecía de sentido común, pero poseía algo más sagrado, una penetrante clarividencia de la sólo era consciente a ráfagas: para ella, los seres humanos eran necesidad pura, herida abierta. Lo que más deseaba no era emitir juicios, sino que se la reconociera en una profesión enemiga de los sentimientos y que la aceptaran los hombres que, ciegos ante su humanidad, sólo veían la perfección de su belleza. Era un poco reina y un poco niña abandonada, ya se postraba de hinojos ante su propio cuerpo, ya renegaba del mismo: <<Chicas guapas las hay a montones>>, decía con extrañado asombro, como si su belleza representase un estorbo en la búsqueda de una acogida más duradera. En lo que a mí respectaba era absurdo buscarle la lógica; yo estaba lanzado al galope, no había paradas ni puntos de apoyo, ella era en última instancia lo único cierto. Lo que ignoraba de su vida era de fácil conjetura y creo que sentía más que ella si cabe lo doloroso de sus recuerdos porque me faltaba el pequeño orgullo compensador de haber sobrevivido a una vida como la suya. [...]



"The last sitting", 1962
Fotografía de Bert Stern


          [...] Puesto que yo estaba casado y Marilyn apenas podía salir del hotel sin que la asaltaran los fotógrafos, pasábamos mucho tiempo solos, sumidos en conversaciones mucho más largas de las que habríamos tenido de poder movernos libremente, en medio de las distracciones habituales. El vínculo de los silencios compartidos, tan misteriosos como la sexualidad y tan difícil de romper, comenzaba asimismo a formarse. Mientras contemplábamos por la noche la ciudad centelleante, arrebatar al ensueño la presencia del otro nos resultaba, creo, una operación trabajosa. Nuestro enlace parecía a punto de disolverse, era a todas luces un emparejamiento equivocado, como si procediéramos de sendos ambientes de correspondencia imposible. Pero por debajo del choque de las diferencias parecía haber una oscura alfombra de mutismo por la que podríamos pasear juntos a nuestro antojo. Había en ambos una imagen que no se podía girar aún para observarla de frente, sino nada más que de soslayo, desde una perspectiva que nos atraía, al principio con curiosidad y poco a poco con la esperanza de que la otra parte nos la transformara, pues la luz desea la oscuridad y la oscuridad la luz. Muchos años después, en los templos camboyanos de Angkor Vat, los relieves de las rotundas diosas coronadas, con su mirada pétrea y su débil pero confiada sonrisa portadora de mundos, me recordaría el silencioso tumulto de aquellos atardeceres, cuando el presente de la existencia estaba vivo a nuestro alrededor y no había futuro ni pasado.
          Tras uno de aquellos silencio, le dije:
          -Eres la mujer más triste que he conocido.
          Al principio lo tomó como si fuese un defecto; en una ocasión me había dicho que los hombres sólo querían a las chica alegres. Pero le bailoteó una sonrisa en los labios al darse cuenta de mi intención halagadora.
          -Nadie me lo ha dicho nunca.
          Nos afianzábamos en el nuevo papel recíproco que jugábamos, como hacen los enamorados, y remozábamos el mundo cada vez que veíamos algo juntos por vez primera, tal y como suelen hacer las personas que nacen de nuevo. Desde aquellas ventanas, la ciudad que discurría a nuestros pies parecía haberse construido hacía muy poco a tenor de un sueño personal. Había acabado por experimentar en las calles una ternura extraordinaria y desconocida por el prójimo y que me recordaba el nacimiento de mis hijos, el momento en que les había llevado en coche del hospital a casa, con una intranquila atención por un tráfico que de súbito se me había antojado absurdo y peligroso.
          La rechazaba con el pensamiento y al instante corría tras ella: huía de la mujer embrutecida que yo sabía albergaba en su interior y volvía junto a la niña.
          A menudo estaban mezcladas de una manera inextricable.
          -Jamás he querido hinchar lo de ser huérfana, ni mucho menos. Lo que pasa es que contrataron a Ben Hecht para que escribiera un guión sobre mí y me dijo: <<Mira, tú siéntate e invéntate algo sobre ti que te resulte interesante>>. Bueno, estaba aburrida, me pasó por la cabeza decirle que me habían abandonado en un orfelinato, a él le pareció estupendo, lo escribió y pronto se convirtió en lo principal.
          Por supuesto que no había sido huérfana, no en sentido literal, ya que tuvo madre y es posible que, en algún lugar, incluso un padre, como tantos y tantos niños a los que nunca se califica de huérfanos. Pero la llevaron a un orfelinato cuando ingresaron a la madre en la clínica y no tuvo otro sitio donde estar. La orfandad había ido adquiriendo poco a poco la realidad que Hecht afirmó en el guión. A decir verdad, el mal trago lo tuvo cuando, al acercarse al orfelinato, Marilyn se había dado cuenta de qué se trataba, se había quedado petrificada y había exclamado: <<¡Pero yo no soy huérfana! ¡No soy huérfana!>>, el pánico de ser rechazada por la propia madre y entregada a extraños. Pasarían los años y su búsqueda continua de mujeres mayores de carácter inestable, en cuyo sentido egoísta de la utilización encontraba un placer tan perverso como recóndito, sería otra piedra en el muro de su monumento. Pero aún faltaba tiempo para que sucediera. [...]


Marilyn durante el rodaje de "Bus Stop" de Joshua Logan, 1956
Fotografía de Milton H. Greene

Marilyn durante el rodaje "The Misfits" de John Huston, 1961
Fotografía de Henri Cartier-Bresson


Fotografía de Bert Stern


          [...] Sueño agotador en cama extraña después de doce horas de sueño sobre el Atlántico en un avión de pedales y un enfrentamiento en el aeropuerto con lo que según Laurence Olivier, nervioso hasta bordear la risa floja, era la mayor conferencia de prensa de la historia británica. Tenía que haber por lo menos cuatrocientos periodistas de todos los puntos de las Islas Británicas, incluso de las más lejanas nieblas escocesas, más un contingente de la Europa continental que contaba hasta con un par de ceñudos vascos con boina, la muchedumbre entera rodeada por un cordón de policías. En cierto momento, los disparos de las cámaras fotográficas formaron una pared sólida de luz blanca que duró casi medio minuto, toda una aureola, y con tal confusión y locura que hasta los fotógrafos se echaron a reír. Como es lógico, ni una sola palabra de lo que se preguntó o contestó se me ha quedado en la memoria, aunque ni entonces ni después tuvo auténtica importancia, ya que todos estaban fascinados por la presencia de Marilyn, la diosa surgida de sus fríos mares nórdicos. Cuando ella sonreía, ellos también, y fruncían el ceño cuando lo fruncía ella, y si ella se limitaba a emitir una risita tonta, ellos estallaban en carcajadas satisfechas, y escucharon con silencio eclesiástico cuando Marilyn, tras unos segundos de vacilación, habló, nada menos; y habló con una voz tan dulce y suave que, sólo de escucharla al natural, más de un hombre hecho y derecho se puso a temblar como un flan.
          Para ella era una experiencia nueva y estimulante, de adoración respetuosa y no minada por las insinuantes muecas del puritanismo; fueran cuales fuesen los problemas sexuales de aquellos periodistas, no fingían que a cambio de sus favores habrían aceptado con gusto la cadena perpetua o cogido una rosa en mitad de un precipicio que cayese en vertical sobre las llamas del infierno. Poco más hubo en los periódicos del día siguiente, como tampoco lo habría en determinadas fechas durante los meses que pasó en Inglaterra; se habría podido trasladar el país al océano Indico sin que nadie se diera cuenta: bastaba con que fuera de compras o hiciese una observación para que de alguna manera justificase otra foto suya en primera página. La reina y el Parlamento gobernaban el país, pero ella mandaba en su corazón. Cuando visitó Marks and Spencer, a las pocas semanas de llegar, los almacenes estaban vacíos de clientes y cerrados por miedo a una incontrolable inundación de gente deseosa de verla. Marilyn redujo a pedazos un milenio de flema británica.
          [...]
          Muertos de cansancio, dormimos como troncos nuestra primera noche inglesa y yo soñé que oía un coro angélico, voces masculinas que recorrían todas las octavas y adornos y se fundían en un expresivo murmullo de sonoridad pura y ultraterrenal. Me parecía flotar en él, emocionado a más no poder, como suele ocurrir cuando se es consciente de que se está en un sueño fabuloso. Su vistosa continuidad comenzó a preocuparme, sin embargo, y como me iba despejando poco a poco y el sonido no dejaba de agitar el aire tranquilo, abrí los ojos pensando que me había vuelto loco, pues seguía fluyendo por la habitación aun cuando estaba ya del todo despierto. Me incorporé en medio de la oscuridad, temeroso de haber perdido el juicio, localicé el origen de la multitudinaria melodía en las proximidades de la hipercortinada ventana, salí del lecho, abrí las cortinas con cuidado y por sobre el barandal de un pequeño balcón, a la luz brillante de la luna, vi a unos cien jóvenes muy serios, muy atentos, dispuestos en filas, con chaqueta escolar y cantando respetuosamente hacia nuestra ventana. Desperté a Marilyn en seguida y ésta, aún medio dormida, se acercó a echar un vistazo conmigo.
          Como no teníamos ninguna luz encendida, no podían vernos desde fuera y nos quedamos a escuchar con el frío aire de la noche penetrándonos en la carne. La letra torvadoresca y la música parecían empapadas de inocencia colegial.
          -¿Qué hacemos? -preguntó Marilyn.
          Prisionera aún de un estado semirreal y semionírico, la cabeza se me negaba a funcionar; podríamos salir al balcón a saludar, pero desnudos podía quedara poco elegante. ¿Debíamos vestirnos? Era pedir demasiado. Por otra parte, ¿no había algo absurdo en saludar desde el balcón, como si fuéramos una pareja real? ¿O era descortés no hacerlo?
          -Bueno, ponte la bata y sal a saludarles.
          -¿Yo?
          -No creo que la serenata sea por mí, cariño.
          Marilyn suspiró con cansancio y comencé a sentirme indefenso ahora que la realidad nos tendía los brazos; un policía de paisano de Scotland Yard que nos había acompañado desde el aeropuerto nos había advertido que en Inglaterra había chiflados de todas clases y que bajo ningún concepto debía enfrentarse Marilyn a una multitud sin la debida protección. Un centenar de niños cantores enloquecidos podía causar más de un disgusto.
          -Nada, mujer, a aguantar el tipo -le dije, advirtiendo al instante que nunca había empleado esta expresión y acordándome de manera inevitable de la réplica de Groucho Marx: <<Yo no tengo por qué aguantar a ningún tipo>>. De manera que allí nos quedamos, sin saber qué hacer, Marilyn cayéndose de sueño, mientras cien voces abnegadas que parecían una bendición del cielo siguieron envolviéndonos en la humedad fría de la noche inglesa.
          No nos habíamos puesto aún de acuerdo cuando la serenata tocó a su fin con un prolongado acorde final, miré por entre las cortinas y vi que el coro, en medio de un silencio respetuoso, saltaba el seto y la valla y desaparecía en la noche, igual que los enanitos del bosque cuando volvían al calor de sus hongos y setas, y al parecer satisfechos de haberse adentrado en los sueños de Marilyn Monroe. Pero había otra cosa en ellos que me inspiraba cierto temor: eran adorables, eran sanos, eran dulces, pero también eran una multitud.
          Cierta vez soñé con una feria en que había una gigantesca máquina cromada rodeada de una multitud que esperaba a recoger hamburguesas que el aparato expulsaba por un extremo; de pronto Marilyn quedó atrapada y fue engullida por el mecanismo de la máquina, eché a correr hacia la abertura del extremo para rescatarla, vi que aparecía una hamburguesa, que el gentío se peleaba por apoderarse de ella y que un hombre la cogía y se la llevaba a la boca, que se ponía a chorrear sangre. Siempre la salvaba yo de las multitudes, multitudes que ella sabía manejar con tanta desenvoltura y alborozo como el cura a sus fieles. En ocasiones daba la sensación de que las multitudes la habían dado a luz; jamás la vi triste en medio de una multitud, ni siquiera cuando le arrancaban trozos del vestido como recuerdo. [...]



Marilyn y Arthur Miller con Simone Signoret e Yves Montand
en Beverly Hills Hotel, 1960

Fotografía de Bruce Davison


          [...] La casa que habíamos alquilado en la parte oriental de Long Island estaba limitada por dilatados campos verdes que hacían difícil creer que el océano estuviese tan cerca. Al lado vivían una pintora y su marido, tan celosos de su intimidad que protegían la nuestra. Ahora podíamos respirar con holgura en un ritmo de vida más normal. Marilyn quiso aprender a cocinar y comenzó con tallarines caseros, que colgaba del respaldo de una silla y secaba con el secador; me cortaba el pelo al sol y paseábamos llenos de paz por la vacía playa de Amagansett, donde charlábamos con los ocasionales pescadores que tendían las redes desde los cabrestantes de sus camionetas destartaladas. Estos lugareños, que recibían el nombre de bonackers, la saludaban con cordialidad y respeto, aunque los dejaba boquiabiertos cuando echaba a correr por la playa para devolver al mar las jadeantes <<sobras>> piscícolas que ellos no querían y que habían echado de las redes. Había en su interior por entonces una intensidad conmovedora, aunque algo enervante, un sentido de la identificación insalubremente próximo a su miedo a la muerte. Cierto día, tras devolver al mar una docena de peces, uno por uno, estuvo a punto de quedarse sin aliento y no tuve más remedio que intervenir y alejarla para evitar que siguiese correteando por la orilla hasta caer desmayada.
          El médico, que le había prescrito un tratamiento para varias semanas, había confirmado que estaba embarazada, aunque aún no podía excluir la posibilidad de que el feto estuviese en mala posición. Hablando con él, pensé que en realidad temía este imprevisto por lo menos tanto como deseaba un parto normal. Pero Marilyn no escuchaba su tono amonestador. Para ella, un hijo propio era una corona de un millar de diamantes. Por mi lado, hice lo que pude por acomodarme a su humor esperanzado, aunque sin perder de vista la posibilidad de una desgracia. Pero la idea misma de que fuese a ser madre acabó por arrastrarme, pues por fin gozábamos de momentos en que triunfaba una confianza nueva, una quietud espiritual como jamás habíamos visto. Por primera vez era la anfitriona de su casa y no la mujer tímida que rehuía las visitas intrascendentes de personas en cuyas buenas intenciones no solía confiar. Comenzaba a sentir la existencia de un espacio seguro a su alrededor, o esa impresión me daba por lo menos. Me costaría hacerme a la idea de que iba a ser padre otra vez a los cuarenta y tantos, pero el proceso de aprendizaje, casi invisible, que respecto de sí misma había desencadenado la preñez bastó para convencerme de que si bien un hijo le podía aumentar la ansiedad, también le daría a ella, y a mí por tanto, nuevas esperanzas para afrontar el futuro.
          Pero la dicha fue breve; no tardó en diagnosticarse que el embarazo era tubárico; hizo falta una intervención quirúrgica para interrumpirlo y mientras yacía en la cama del hospital su desamparo llegó a extremos casi insufribles: la iba a abandonar, traumatizada y todo; un temor que a mí se me antojaba inconcebible. Al volver a casa una noche tras hacerle una visita me di cuenta de que aquella podía ser una buena oportunidad para demostrarle lo que significaba para mí, porque su indefensión me conmovía profundamente. Pero no se me ocurrió nada y saltaba a la vista que no eran suficientes las palabras tranquilizadoras. [...]








Marilyn en Reno, Nevada,
durante el rodaje "Los que no perdonan" de John Huston en 1960

Fotografías de Inge Morath


          [...] El rodaje había acabado por interrumpirse totalmente. No tenía sentido trasladar al lago salado a los miembros del equipo a través de caminos montañosos cuando no se tenía demasiado seguridad de que se pudiera trabajar. La crisis pesaba sobre todos nosotros. Lee había hablado con ella, pero al parecer no había modificado la impotencia femenina para volver al trabajo y había vuelto a Nueva York. Subí a las habitaciones de Paula, temeroso de que descuidara la vigilancia por culpa de su estupidez y despiste. Aún no estaba claro que Paula hubiese entendido lo mal que Marilyn se encontraba. Yo nunca estaba seguro de que prestase verdadera atención a cuanto se le decía.
          Me hizo pasar a la salita con un dedo en los labios y a continuación entramos en el dormitorio. Marilyn estaba sentada en el lecho. Un médico le palpaba el dorso de la mano, en busca de una vena en que inyectarle Amytal. El estómago se me encogió. Me vio y comenzó a gritarme que me fuera. Pregunté al médico si sabía cuántos barbitúricos u otros medicamentos había ingerido ya y el individuo, un joven asustado que sólo quería poner la inyección e irse para no volver más, me miró con desesperanza. Paula estaba en pie junto a la cama, enfundada en la túnica negra, con el pelo recién cepillado y recogido, saludable, maquillada, maternal y con algún resabio culpable, pensé; en efecto, debía de saber ya que había hecho un mal negocio, que ya no estaba al mando de nada, y quería que la ayudasen, y quería que creyesen en sus desvelos maternales, aunque en el fondo no hubiese nada que le importase menos, porque todo estaba ya irremediablemente desquiciado. Me entraron ganas de apartar al médico de la cama para evitar aquella inyección, pero los gritos eran demasiado horribles y la inquietud que manifestaba Marilyn por mi presencia diluía cualquier ayuda que pudiera prestarle; me fui pues, y me quedé en la salita en espera de que saliese el médico. Le asombraba que Marilyn pudiese mantenerse despierta, porque le había administrado una dosis suficiente para una operación de importancia y seguía incorporada y hablando. Se consideraba el médico menos indicado de la zona para intervenir, aunque, temiendo por la vida de Marilyn después de ver lo que había visto, era contrario a que se le volviese a inyectar nada. Volví al dormitorio, me miró irritada pero sosegada por fin, y sin dejar de murmurar <<Vete, vete>>, como en un sueño.
          Paula se dirigió mí con cordialidad. <<Quisiera cenar algo...>> También yo experimenté una gran simpatía por ella, creo que porque yo necesitaba ayuda con urgencia y porque leí el temor en el rabillo de sus ojos, pues si estaba asustada tenía que estar cuerda, y si estaba cuerda y aún se encontraba allí, tenía que ser porque aún sentía algo por los demás. Le di las gracias, aunque por nada concreto, me rozó con la mano y se fue a cenar con uno de los actores secundarios.
          Marilyn descansaba con los ojos cerrados. La observé por si respiraba con dificultad, pero parecía tranquila. Para resistir aquella tempestad furiosa tenía que ser una flor de hierro. Desesperado ante mi presunción, ante la estupidez de creer que sólo yo podía librarla del peligro, me puse a pensar en cualquier otra persona susceptible de ganarse su confianza. Me sentía agotado y sin esperanza ya de recuperarla; estaba claro que había insistido durante demasiado tiempo, que ya no quedaba sino mi obstinado deseo de responsabilizarme cuando ella sólo quería salvar la ola que se precipitaba rugiendo hacia la playa, diosa mítica de los mares. Se burlaba de la magia y sin embargo quería que sus adeptos irradiasen felicidad a su tacto, sacra especie de arte y poderío tan consustancial con ella como sus mismos ojos. Pensé en su médico de Los Angeles, aunque a duras penas podría abandonar éste la consulta para acudir a su lado; y me detuve en seco otra vez; ¿por qué no podía responsabilizarse de sí misma? Podía, naturalmente, y de hecho era su única esperanza... aunque no podía, no podía cuando aún dependía tanto de los somníferos, fármacos que lentamente había acabado por comprender me la habían arrebatado para siempre... con lo que el círculo se cerraba porque terminaba convencido de que nadie más cargaría en serio con ella. En aquellos instantes, sin embargo, le era yo más que inútil, un saco de clavos que le arrojasen al rostro, un recordatorio de su incapacidad para salir de su antigua vida, por más que finalmente hubiese amado a alguien de verdad.
          Era el primer momento de paz que teníamos desde hacía mucho y, en medio del silencio, la idea de que volviese a trabajar en aquel estado se me antojaba del todo monstruosa: todos nos habíamos vuelto locos, no había nada que lo justificase. Tenía que encontrar la manera de parar la producción de la película. Pero imaginaba su indignación y su cólera ante lo que interpretaría como una acusación de que ella había causado el abandono del filme, cosa que por otro lado podía acabar con su profesión.
          Me puse a fantasear con milagros. ¿Y si despertaba y yo encontraba fuerzas para decirle: <<Amor mío, Dios te quiere>>, y ella me creía? ¡Cuánto deseaba que siguiéramos creyendo yo en mi religión y ella en la suya! Todo era muy sencillo de repente: había inventado a Dios para que la realidad no nos matara y sin embargo el amor era la más real de todas las realidades. Imaginé que sus ojos hostiles y angustiados recuperaban la conmovedora dulzura de otros tiempos, ya que era ésta la expresión que para mí sería siempre la suya, el solo indicativo de su identidad; la otra cara del amor, todo lo restante a propósito de ella, a propósito de la gente, en realidad era avidez y miedo.
          ¿Y si no podía ser ya una gran actriz?, me pregunté. ¿Podríamos llevar una vida normal y sin tensiones, con los pies en el suelo, muy lejos de las cimas rarefactas donde no había aire? Pensarlo fue, durante un segundo, como si me quitaran una muleta en que me apoyase; ella parecía perder toda su identidad. Como persona normal y corriente, que apenas si sabía leer y escribir bien ¿qué sería de ella? Al forzar la imagen, sin embargo, me puse a fantasear con una Marilyn totalmente serena, que ya no tenía que esconderse aterrada en los rincones, una joven dotada de una inteligencia natural que sabía desenvolverse a lo largo de la jornada y que a continuación se iba a dormir discretamente. ¿Era posible? Era incuestionable que cuando más la había querido había sido cuando apenas se la conocía.
          Me di de bruces de súbito con el aplastante egoísmo de esta ocurrencia: porque su estrellato era su victoria, ni más ni menos; era el objetivo, la culminación de su existencia. ¿Cómo me sentiría yo si mi matrimonio estuviese condicionado a la domesticación y desembravecimiento de mi arte? La verdad desnuda, sencilla y mortal, era que no había ninguna diferencia entre ella y la actriz. Ella era <<Marilyn Monroe>> y era esto lo que la destruía. [...]



Marilyn y Arthur Miller
Fotografía de Rebecca Miller





Texto, extraído de "Vueltas al tiempo", de Arthur Miller.
Fotografías de los autores citados.




sábado, 15 de agosto de 2020

"Flat iron building"

OPINON.es




“Flat iron building”
(secula seculorum)



          A principios del siglo veinte la tensión superficial dentro del gremio fotográfico se situaba entre la fría y fiel representación de la realidad o su autoafirmación del carácter artístico a través de la manipulación de la imagen, la Fotografía Directa versus el Pictoralismo. Con el aún fresco nacimiento de este nuevo medio los fotógrafos habían desplazado a los pintores de las cuotas que poseían de ciertos ámbitos, pero el precio que habían de pagar era su ostracismo en la consideración artística de aquel vanguardista medio que todo lo alteraba. La aparición de la fotografía modificaba la manera de ver el mundo y sus cosas, la de difundir la información visual con ella obtenida, la de reproducción obligada por las nuevas imágenes, y hasta el fiduciario por su técnica de mecanización y consecuente multiplicación. Pero sobre todo su capacidad omnímoda hizo que entrara, revolucionara e influyera en todas las facetas sociales de aquel entonces, como recién hoy mismo lo ha hecho también el mundo digital. Alteró múltiples facetas sociales, desde la información periodística, toda la documental, los archivos científicos, antropológico, judiciales o botánicos, la memoria familiar y colectiva, hasta alcanzar a ramas pseudocientíficas como la frenología o previas al cinematógrafo, y por supuesto los dogmas artísticos. Ahora nos resulta difícil de discernir cómo cambiaron las percepciones de aquel entonces puesto que nos parece connatural vivir el mundo de imágenes que nos rodea, pero si diéramos un paso atrás y prescindiéramos momentáneamente de aquellos avances que hoy consideramos por contra como banales nos veríamos inmediatamente desconcertados, nos resultaría harto complejo a día de hoy vivir sin cobertura eléctrica, agua potable en los hogares, algún medio de transporte que entronice la rueda, o simplemente sin algún medio telemático que nos mantenga conectados en la super-era de la información, vacua, líquida, pero supraglobal. Y a aquél fin de milenio le ocurrió símil trastorno, el viejo mundo europeo había ido dejando paso paulatino pero sin vuelta atrás a la nueva América, el ancestral mundo rural se iba apagando en favor de las macro-urbes y su cosmopolitismo, la Revolución Industrial había puesto al alcance de las personas multiplicidad de aparatos que facilitaban la vida y acercaban los continentes, y las nuevas Vanguardias artísticas hacían temblar al academicismo secular.




          Flat en el idioma inglés posee diferente acepciones, las más usadas pueden referirse al piso como suelo, o a un plano en una dual definición que como sustantivo se resuelve en mapa y como adjetivo en llano. A su vez iron se traduce como hierro o acero. Literalmente Flat Iron es pues un acero llano, y un hierro plano es una simplemente una plancha. Si además a building corresponden las traducciones de construcción o edificio, no resulta difícil deducir que “Flatiron buiding” tendría el lógico significado por reduccionismo de Edificio Plancha, o simplemente “La Plancha”. Realmente es una apodo que, al igual que la última ciudad en que viví tuvo la sorna de renombrar según las formas de ciertos edificios con los motes de “el Huevo” a un pabellón deportivo o “la Salchicha” a un centro comercial, los neoyorquinos de 1902 adoptaron para el recién acabado rascacielos construido por Daniel Hudson Burham, y que originalmente era el “edificio Fuller” en honor a George A. Fuller fundador de la empresa constructora que había financiado la obra y fallecido dos años antes. Realmente no era el primer edificio con forma de cuña, sí sin embargo el más alto en aquellos momentos, pero caracterizó tanto a la zona por su peculiar forma, una manzana triangular limitada al sur por la Calle 22, al oeste por la Quinta Avenida y al este por Broadway, que el vecindario que lo rodea recibe el nombre de distrito Flatiron en su honor. Lo que en un principio fue una extravagancia con el tiempo se ha convertido en un Monumento Histórico e icono de la ciudad de Nueva York.
          Y si los fotógrafos deben amasar ineludiblemente su obra con la realidad, esta peculiar arquitectura no pudo ser pasada por alto por aquellos próximos a ella. Mientras se debatían entre los caminos que debía recorrer la Fotografía como medio incipiente e independiente, los objetivos fijaron su mirada en este también nuevo símbolo de la modernidad. Pero la forma era entonces importante y, como respuesta a aquella fácil, prosaica y mecánica manera de captar la realidad y reivindicando su puesto entre las artes, Alfred Stieglitz junto a Edward Steichen y Alvin Langdon Coburn crean el movimiento Photo-Secession con la intención de poner en cuestionamiento los preceptos vigentes dentro del academicismo imperante, adoptado una visión más personal e independiente de la tradición visual y que reflejara más libremente la expresión subjetiva del operario-artista. Stieglitz apelaba por una mirada exterior desde una propia visón interior, por una imagen que irradiara sentimientos manifestando así el espíritu del creador, “desde entonces comencé mi lucha, o mejor, mi esfuerzo por el reconocimiento de la fotografía como medio nuevo de expresión que fuera respetado en su propio derecho, sobre la mismas bases que cualquier otra forma de arte”, una nueva visión anti-fotográfica. Contaron para ello con la revista Camera Work que desde 1902 a 1917 hizo de portavoz de sus ideas y obras, y la galería 291”, que inicialmente inauguró con el nombre de “Little Galleries of Photo-Secession”, donde bajo la dirección artística tanto de Stiegliz como de Steichen fue el primer laboratorio de arte moderno a aquel lado del océano. Resultaba un ambicioso plan, de futuro incierto.


“The Flatiron Building”, New York 1912
Alvin Langdon Coburn

“The flatiron building” 1904
Edward Steichen


          Por esto mismo las primeras miradas de estos sujetos a aquel imponente símbolo de la ruptura eran ingenuamente continuistas, manteniéndose en la linea del Pictoralismo clásico, sobre todo en los casos de Steichen y Coburn mientras que Stieglitz es inicialmente el único rupturista, aunque en la intención grupal se escondía la afirmación de una idiosincrasia propia del más allá del Atlántico frente a la tradición clásica de la escuela europea. Así en el “Salón fotográfico de Londres” de 1905 Steichen presentó su “Goma Bicromatada del edificio Flatiron” con claras connotaciones especulativas, pues el trabajo invocaba claramente a una localización específica que era Nueva York como expresión material de la era moderna, carente ella de tradición por lo que el ojo podía explorar un reino nuevo representativo de un espíritu no revivido sino creado. En un artículo aparecido en Camera Notes de 1900 Sadakichi Hartmann ya antes había ofrecido la perspectiva de esta ciudad como “novedosa y prometedora, un tema libre de las limitaciones típicamente impuestas por la tradición representativa, y una nueva frontera que requería de un esfuerzo heroico por capitalizar”. Ello resultaba ser una afirmación de la identidad norteamericana y el edificio Flatiron como metáfora y símbolo de la audacia yanqui dispuesta para conquistar el mundo, y pretendía establecerle como la clara evidencia de la superioridad estadounidense debido a su marcada innovación y audacia tanto técnica como creativa. Es tal la expectación que despierta por aquellas suyas innovadoras características, como la base triangular, su indefinida fachada, su similitud a una proa de barco o su ambiciosa e inusual estructura metálica, que fue definida por la revista The Architectural Record ya en el mismo 1902 como “la cosa más notoria de Nueva York”, y hasta el propio Stieglitz llegaría a decir de él: “el edificio Flatiron es para los Estados Unidos lo que el Partenón fue para Grecia”. Todo esto, la presentación de la fotografía de Steichen, el artículo de Hartmann, y el de esta revista especializada no eran más que la punta del iceberg de una atención simbólica prestada a aquella construcción por una amplia capa de la sociedad norteamericana que, entre burlas a su nombre y veras al progreso, se convirtió en el emblema de la controversia estética entre la marcada tradición del academicismo y la nueva vanguardia rupturista. Pero la fotografía de Steichen era un homenaje referente a otra anterior de Stieglitz de 1903 que ofrecía por contraste un estilo mucho más directo, aunque conceptualmente más complejo, donde en vez de ordenar el caos, que era la característica del estilo preeminente, da rienda suelta a la libertad de tensión entre las formas internas sobre la imagen final, conflicto que será a la postre la base de toda la Fotografía después de aquello.


The Flatiron” 1903
Alfred Stieglitz

          Todo acervo histórico se sustenta sobre ciertos iconos, a veces crípticos y otros evidentes, y siendo la cultura un proceso acumulativo y parcialmente selectivo exhorta a que todo veedor o/y hacedor de imágenes pase alguna vez extrañeza en la visualización de lugares comunes al gremio. Este es el caso de “Flatiron building”, para el cual la caterva de fotógrafos que posan su mirada en él no pueden dejar de conocer que otra miradas ya lo fijaron, en aquellas simbólica y añejas imágenes, que tal vez para el profano no sean más que nostálgicas vistas de un pasado lejano en el tiempo y en el espacio, pero que a todo interesado resultan imprescindibles conocer. Hoy el Flatirion ya no representa el actual estado de EEUU o queda un algo anacrónico después del punto de inflexión que supuso la caída de la torres gemelas del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, pero no se pueden elegir los renglones del destino para una historia a conveniencia, es el azar quien se encarga de ello y a nosotros tan sólo nos cabe ser registradores de lo acontecido, mientras que a la fotografía tiene el deber de ser su notario. Lo que sí es posible, como predijo Stieglitz, es dejar la propia impronta intencional en cada instantánea, de forma sutil y etérea, y real porque al igual que tampoco el aire se ve no por ello deja de estar ahí, y por eso a través de las distintas tomas que posteriormente han obtenido los diversos fotógrafos se pueden apreciar tanto la intención de su autor como un pequeño reflejo de su momento en la sociedad. Si en un principio en aquellos heterodoxos impresionistas es incierta la visión, difusa por la niebla o el esfumado, la imagen así nos hace creer más en un presentimiento que una certeza, es una interpretación más cercana a una esperanza que al sólido presente. Posteriormente la percepción de los operadores evoluciona y se torna dinámica, tanto el fotógrafo y fotoperiodista Walker Evans como el arquitecto, urbanista y diseñador Walter Gropius, fundador de la Escuela de la Bauhaus, nos llevan a un mundo sobre el que se ha interactuado y transformado, no tan real y sí sin embargo más conceptual debido al encuentro o divergencias de sus líneas, sus puntos de fuga y sus abstracciones consecuentes. Finalmente el edificio es símbolo de la fuerza asentada de una nación dominante, sólido pilar de una sociedad construida después de las incertezas del crac bursátil del veintinueve, pero también además de un mundo que aunque no lo sepa aún está a punto de sucumbir en un segundo conflicto bélico que le desangrará frente a los idealismo, y es Berenice Abbott influenciada por su su mentor Eugène Atget quien nos dio a ver aquel símbolo fijo en sus cimientos de piedra, espejo para la Humanidad como faro de modernidad, per secular seculorum. 



“The Flat Iron Building” (1910?)
Paul Haviland

“Flatiron” 1928
Walker Evans

“Flatiron”, New York 1928
Walter Gropius

“Flatiron”, New York 1938
Berenice Abbott



Texto de enriqueponce 2020.
Fotografías de los autores citados.





miércoles, 5 de agosto de 2020

"Diario de Rusia"

EL CAJÓN deSATRE





"Diario de Rusia"


Robert Capa y John Steinbeck
Moscú, antigua URSS
Agosto a Septiembre de 1947



          Será necesario decir en primer lugar cómo empezaron esta historia y este viaje, y cuál era su intención. A finales de marzo, yo, y el pronombre está utilizado por acuerdo especial con John Gunther, estaba sentado en el bar del Hotel Bedford en la calle 40 Este. Una obra de teatro que había escrito se había derretido y se había escurrido entre mis dedos. Estaba sentado en un taburete de la barra, preguntándome qué iba a hacer después. En ese momento entró en el bar Robert Capa; parecía un poco desconsolado. Un proyecto que había estado alimentando durante muchos meses al final se había esfumado. Su libro había pasado a imprenta y se encontraba sin nada que hacer. Willy, el camarero, que siempre se muestra compasivo, nos sugirió una Suissesse, una bebida que él hace mejor que nadie en el mundo. estábamos deprimidos, no tanto por las noticias como por su manejo. Porque las noticias ya no son noticias, al menos esa parte de ellas que requieren la mayor parte de nuestra atención. Las noticias se han convertido en un asunto de pericia. Un hombre sentado a una mesa en Washington o Nueva York lee los teletipos y los recoloca para que se ajusten a su propio esquema mental y a su firma. Lo que a menudo leemos como noticias no son en absoluto noticias, sino la opinión de uno de entre media docena de expertos respecto de lo que significan las noticias.
          Willy puso lo dos Suissesses de color verde pálido frente a nosotros y empezamos a hablar sobre lo que quedaba en el mundo que un hombre honesto y liberal pudiera hacer. Todos los días en los periódicos había miles de palabras sobre Rusia. Lo que Stalin pensaba, los planes del Soviet Supremo, la disposición de las tropas, los experimentos con armas atómicas y misiles teledirigidos; y todo eso por gente que no había estado allí y cuyas fuentes no eran irreprochables. Y se nos ocurrió que había algunas cosas que nadie escribía sobre Rusia, y que eran las que más nos interesaban a nosotros. ¿Cómo se viste la gente de allí? ¿Qué sirven para cenar? ¿Hacen fiestas? ¿Qué comida hay? ¿Cómo hacen el amor y cómo mueren? ¿De qué hablan? ¿Bailan, y cantan, y juegan? ¿Van los niños al colegio? Nos pareció que estaría bien averiguar esas cosas, fotografiarlas y escribir sobre ellas. La política rusa es importante, al igual que la nuestra, pero allí debe de haber otra gran parte, al igual que aquí. Debe de haber una vida privada de la gente rusa, sobre la cual no podemos leer porque nadie ha escrito sobre ella y nadie la ha fotografiado.
          Willy mezcló otro Suissesse y coincidió con nosotros en que a él también podría interesarle esas cosas, y en que ese era el tipo de historias que le gustaría leer. Y de esa manera decidimos intentarlo: hacer un simple trabajo de reportaje apoyado por fotografías. Trabajaríamos juntos. Evitaríamos la política y los temas más amplios. Nos mantendríamos lejos del Kremlin, de los soldados y de los planes militares. Queríamos llegar a la gente rusa, si podíamos. Debo admitir que no sabíamos si podríamos o no, y cuando se lo contábamos a nuestros amigos, ellos estaban seguros de que no podríamos.
          Hicimos nuestros planes de la siguiente forma: si podíamos hacerlo, estaría bien y sería una buena historia. Y si no, también tendríamos una historia, la historia de no ser capaces de hacerlo. Con esto en mente llamamos a George Cornish del Herald Tribune, comimos con él y le contamos nuestro proyecto. Estuvo de acuerdo en que sería algo bueno y se ofreció a ayudarnos de alguna manera.
          Juntos decidimos muchas cosas: no debíamos ir con resentimiento y debíamos intentar no ser ni críticos ni favorables. Intentaríamos hacer un relato honesto, escribir lo que viéramos y oyéramos sin opinar, sin sacar conclusiones sobre cosas acerca de las que no sabíamos lo suficiente, y sin enfadarnos por los retrasos de la burocracia. Sabíamos que habría muchas cosas que no entenderíamos, muchas cosas que no nos gustarían, muchas cosas que nos harían sentir incómodos. Esto siempre sucede en los países extranjeros. Y decidimos que si había críticas sobre alguna cosa se harían después de verla, nunca antes.
          A su debido tiempo se envió a Moscú nuestra solicitud de visado y en un plazo razonable llegó la mía. Me acerqué al consulado ruso en Nueva York, y el cónsul general dijo: <<Estamos de acuerdo en que esto es bueno que se haga, pero ¿por qué tiene que llevarse a un fotógrafo? Tenemos muchos fotógrafos en la Unión Soviética>>.
          Y yo contesté: <<Pero no tienen ningún Capa. Si esto se hace, debe hacerse como un todo, como una colaboración>>.
          Había cierta reticencia en dejar que entrase un fotógrafo en la Unión Soviética, y ninguna en dejarme a mí, y nos pareció extraño, porque la censura puede controlar una película, pero no puede controlar la mente del observador. Aquí debemos explicar algo cuya verdad descubrimos a lo largo de nuestro viaje. La cámara es una de las armas modernas más aterradoras, en particular para la gente que ha estado en la guerra, que ha sido bombardeada una y otra vez, porque detrás de cada pasada de los bombarderos hay invariablemente un fotógrafo. Tras las ciudades o los pueblos o las fábricas en ruinas aparece la cartografía aérea, o el espionaje fotográfico, normalmente con una cámara. Por tanto la cámara es un instrumento temido, y de un hombre con una cámara se sospecha, y se le observa por donde quiera que va. Y si no se creen esto, intenten llevar su Brownie nº4 a cualquier parte cercana a Oak Ridge o al Canal de Panamá o a cualquiera de nuestras zonas experimentales. Hoy en día, en las mentes de la mayoría de la gente, la cámara es la precursora de la destrucción; es sospechosa, y con mucha razón.


La Plaza Roja con la iglesia San Basilio al fondo
Moscú, antigua URSS
1947


Cosechando trigo en la granja colectiva
Shevchenko, Ucrania, antigua URSS
1947


Cosechando trigo en la granja colectiva Shevchenko
Ucrania, antigua URSS
1947


El club social. Granja colectiva Shevchenko
Ucrania, antigua URSS
Agosto 1947


Familias de una granja colectiva sentados para una comida
Ucrania, antigua URSS
Agosto 1947


Ucrania, antigua URSS
1947


Kiev, Ucrania, antigua URSS
1947


Monasterio destruido en los acantilados sobre el río Dnieper
Kiev, Ucrania, antigua URSS
1947


Moscú, antigua URSS
1947


Mujer recogiendo un manojo de heno en una granja colectiva.
Ucrania, antigua URSS
Agosto 1947


Mujeres caminando en un paisaje desierto
Stalingrado, antigua URSS
1947


Observando fuegos artificiales
durante la celebración del 800 aniversario
de la fundación de la ciudad
Moscú, antigua URSS
Septiembre 1947


Sevchenko, Ucrania, antigua URSS
Agosto, 1947


Shvchenko, Ucrania, antigua URSS
1947


Stalingrado, antigua URSS
1947


Stalingrado, antigua URSS
1947


Stalingrado, antigua URSS
1947


Stalingrado; antigua URSS
1947


Ballet Bolshoi
Moscú, antigua URSS
1947



          Íbamos a marcharnos el domingo por la mañana. La noche del viernes fuimos al ballet en el Teatro Bolshoi. Cuando salimos había una llamada de teléfono de emergencia para nosotros. Era el señor Karaganov del la Voks. Al fin había recibido contestación de la Oficina de Extranjería. Nuestros carretes debían ser revelados e inspeccionados, cada uno de ellos, antes de poder abandonar el país. Pondrían a todo un equipo a trabajar en el revelado de las fotos; tres mil fotos. Nos preguntamos cómo lo habríamos logrado si hubiésemos tenido que hacerlo en el último momento. No sabían que ya estaban reveladas todas las fotos. Capa empaquetó todos sus negativos y por la mañana temprano vino un mensajero a por ellos. Pasó un día de agonía. Paseaba de un lado a otro, cloqueando como una madre que ha perdido a sus bebés. Hizo planes, no dejaría el país sin sus negativos. Cancelaría su reserva. No aceptaría que le mandasen las películas después de él. Gruñía y pisoteaba la habitación. Se lavó el pelo dos o tres veces y se olvidó de darse un baño. Si hubiese tenido un hijo, habría estado con la mitad del dolor y de la preocupación. Ni siquiera solicitaron mis notas. No habría habido mucha diferencia si lo hubieran hecho, nadie habría podido leerlas. Incluso yo tengo problemas para hacerlo.
          Pasamos el día haciendo visitas y prometiendo enviar varios artículos a distintas personas. Sweet Joe estaba un poco triste por vernos marchar, creemos. Le habíamos robado cigarrillos y libros, habíamos usado su ropa y su jabón y su papel higiénico, habíamos ultrajado sus exiguas reservas de whisky, habíamos violado su hospitalidad de todos los modos posibles, y aun así creemos que lamentaba vernos marchar.
          La mitad del tiempo Capa planeaba una contrarrevolución si algo les pasaba a sus negativos, y la otra mitad simplemente tomaba en consideración el suicidio. Se preguntaba si podría cortarse la cabeza con el pedestal de ejecuciones de la Plaza Roja. Tuvimos una triste fiestecita en el Grand Hotel aquella noche. La música estaba más alta que nunca, y la chica de la barra a la que habíamos puesto el nombre de Señorita Sichass (Señorita Date Prisa) iba más lenta que nunca.
          Nos levantamos en la oscuridad para ir al aeropuerto por última vez. Por última vez nos sentamos bajo el retrato de Stalin, y nos pareció que sonreía satíricamente por encima de sus medallas. Bebimos el acostumbrado té y para entonces Capa ya tenía ataques. Y entonces llegó el mensajero y puso una caja en sus manos. Era una caja dura de cartón, y la tapa estaba cerrada con cuerda, y encima de los nudos había pequeños sellos de plomo. No podía tocar los sellos hasta que hubiera dejado el aeropuerto de Kiev, la última escala antes de Praga.
          El señor Karaganov, el señor Chmarsky, Sweet Lana y Sweet Joe Newman vinieron a despedirnos. Nuestro equipaje era mucho más ligero que antes, porque habíamos repartido todo lo que nos sobraba: trajes, y chaquetas, algunas cámaras, y las bombillas de flash que sobraron, y los carretes de películas sin usar. Subimos al avión y ocupamos nuestros asientos. Faltaban cuatro horas para Kiev. Capa sujetaba la caja de cartón y no se le permitía abrirla. Si se rompían los sellos no pasaría. La pesó en sus manos. Dijo con tristeza: <<Es ligera. Solo pesa la mitad de lo que debiera>>.
          Yo dije: <<Quizá han metido piedras en ella; a lo mejor no hay negativos ahí dentro>>.
          Agitó la caja. Dijo: <<Suena a películas>>.
          Yo dije: <<Podrían ser periódicos viejos>>.
          <<Eres un hijo de puta>>, comentó. Y luego se peleó consigo mismo. Preguntó: <<¿Qué querrían sacar? No hay nada que pudiese hacer daño>>.
          Sugerí: <<A lo mejor no les gusta las fotos de Capa>>.
          El avión sobrevoló las extensas llanuras con sus bosques y campos, y el río plateado retorciéndose y zigzagueando. Hacía un día precioso y la fina neblina azul del otoño se suspendía cerca del suelo. La azafata llevó soda rosa a la tripulación, y volvió y se abrió una botella para ella.
          A mediodía nos deslizamos hacia el aeropuerto de Kiev. El hombre de la aduana hizo una inspección somera a nuestro equipaje, pero la caja de película fue cogida al instante. Tenían un mensaje acerca de ella. Un funcionario cortó las cuerdas mientras Capa miraba como un cordero herido. Y entonces todos los funcionarios sonrieron, y nos dieron la mano, y se fueron, y la puerta se cerró, y los motores se pusieron en marcha. Las manos de Capa temblaban al abrir su caja. Parecía que estaban todas sus películas. Sonrió y echó la cabeza hacia atrás, y ya dormía antes de que el avión despegase. Se habían quedado con algunos negativos, pero no muchos. Habían eliminado las fotos que mostraban demasiada topografía, y la foto a distancia de la muchacha loca de Stalingrado había desaparecido, y las fotos que mostraban a los prisioneros, pero no habían retenido nada que importase desde nuestro punto de vista. Las granjas, y los rostros, los retratos de los rusos, estaban intactos, y eso era lo que habíamos venido a buscar primordialmente.
          El avión cruzó la frontera, y a primera hora de la tarde aterrizamos en Praga, y yo tuve que despertar a Capa.
          Bueno, eso es todo. Es más o menos a por lo que fuimos. Descubrimos, como habíamos sospechado, que la gente rusa es gente, y, como sucede con otra gente, es muy agradable. Los que conocimos sentían odio hacia la guerra, querían las mismas cosas que todo el mundo: una buena vida, mayor bienestar, seguridad y paz.
          Sabemos que este relato no satisfará ni a la izquierda eclesial ni a la derecha reaccionaria. La primera dirá que es anti-ruso, y la segunda dirá que es pro-ruso. Seguramente será superficial, pero ¿de qué otra forma podría ser? No tenemos conclusiones que sacar, salvo que los rusos son como cualquier otro pueblo del mundo. Seguramente los haya malos, pero con mucho la mayoría son muy buenos.




Texto de John Steinbeck.
Fotografías de Robert Capa.
Extraídos ambos de "Diario de Rusia. 1948".