martes, 25 de agosto de 2020

"Norma Jeane Mortenson"

EL CAJÓN deSASTRE





Norma Jeane Mortenson
Norma Jeane Baker
Marilyn Monroe
Los Ángeles, California, EEUU. 1926-1962



New York, 6 de mayo de 1957
Fotografía de Richard Avedon


          [...] En el curso de una de aquellas veladas nocturnas, una joven a la que Kazan me había presentado hacía unos días engendró, con ayuda de sus burlas mal contenidas, un creciente núcleo de interés entre los comensales. Su agente y protector, Johnny Hyde, había muerto hacía poco, pero no sin haberle conseguido unos cuantos papeles pequeños que habían hecho que John Huston la contratase para interpretar el papel de amante de Louis Calhern en La jungla de asfalto. Con el papel en el que prácticamente no hablaba, había causado un impacto tremendo. Yo había tenido que meditar unos instantes para recordarla en la película. Había parecido más un adorno que una actriz, una apostilla satírica casi silenciosa al poder oficial y falsas propiedades de Calhern, la rubia imbécil y quintaesencial que va del brazo del mundano y corrupto representante de la sociedad. En aquella estancia llena de actrices y esposas de próceres, todas deseosas de vestir y comportarse con la ostentosa discreción de una señora, Marilyn Monroe parecía ridículamente provocativa, un pájaro extraño en medio del gallinero, aunque sólo fuera porque el vestido se le ceñía de un modo descarado, afirmando más que sugiriendo que tenía un cuerpo debajo y que era el más apetitoso de la estancia. Y parecía más joven e infantil que cuando la había visto por vez primera. El resentimiento femenino que la rodeaba en casa de Feldman era casi tan sólido como un gas lacrimógeno. Una excepción fue la actriz Evelyn Keyes, ex mujer de Huston, que se la llevó al exterior y se sentó con ella en un banco, y que, más tarde, mientras miraba como bailaba con no sé quién, me dijo en voz baja: <<La despellejarían viva>>. En vano buscaba el ojo el menor defecto en la arquitectura de sus formas mientras bailaba con su pareja, ya que su perfección parecía inducir a buscar la lacra inevitable que la asemejara a los demás mortales. Era pues una perfección que suscitaba el deseo de protegerla, aunque al mismo tiempo imaginaba yo la dureza de que habría tenido que rodearse para haber sobrevivido allí tanto tiempo y con aquel éxito relativo. Aunque, según parecía, por el momento estaba sola en el mundo. [...]



Marilyn durante el rodaje "The Misfits" de John Huston, 1961
Fotografía de Eve Arnold


          [...] Marilyn se había ausentado de Hollywood en una especie de huelga informal mientras su socio, el fotógrafo Milton Green, renegociaba el contrato de la actriz con la Twentieth Century-Fox para que de tanto en tanto pudiera hacer películas independientes con la compañía que acababa de fundar, la Marilyn Monroe Productions. Estaba muy ilusionada con aquel acuerdo, del que esperaba tantos papeles importantes como dignidad personal. Como era de esperar, los poderosos columnistas cinematográficos de entonces no dejaban de lanzar pullas contra Marilyn, la puta que no sabía actuar, por tener la jactanciosa desvergüenza de poner condiciones artísticas a una empresa tan grandiosa y noble como la Twentieth Century-Fox.
          Había comenzado además a asistir a las clase de Lee Strasberg en el Actors Studio, aunque no se atrevía ni siquiera a abrir la boca, impresionada por la imponente autoridad de Strasberg y por todo el clima de la educación interpretativa neoyorquina, que, a diferencia de los intereses de Hollywood, investigaba las versátiles responsabilidades del oficio de actor y no la forma de una nariz o unos pechos. Al margen de algún saludo y algún apretón de manos, y de las inagotables anécdotas que corrían en el Group Theatre sobre su mal genio -se decía que cierta vez había tirado del escenario a un actor-, yo apenas conocía a Strasberg. Actores que yo respetaba, entre ellos mi hermana Joan, lo admiraban sobremanera, aunque Monty Clift, agudísimo investigador del arte dramático y sus problemas, le tenía por un charlatán. Las relaciones de Marilyn con Strasberg eran, en mi opinión, cosa suya, en particular en aquella primera etapa de nuestro vínculo, y si bien caía en respetuoso trance cada vez que se pronunciaba el nombre del maestro, pensaba yo que era porque necesitaba aquella clase de fe después de los años que había pasado en la cínica selva hollywoodense. La idealización podía desembocar en desilusión, pero sin ideales no hay vida. Aún no me había dado cuenta de que también a mí se me estaba idealizando y situando por encima de todas las debilidades humanas.
          Marilyn era para mí por entonces un torbellino de luz, toda ella paradoja y misterio tentador, vulgarota unas veces y otras elevada por una sensibilidad lírica y poética que pocos conservan después de la adolescencia. Había veces en que todos los hombres le parecían niños, criaturas con necesidades primarias que a ella por naturaleza le correspondía satisfacer; mientras tanto, su yo adulto se mantenía al margen y observaba el juego. Era capaz de contar que en una fiesta dos invitados se le habían echado encima con ánimo de violarla y que había tenido que salir corriendo, pero la verdad de la anécdota era menos importante que la extraña distancia que había entre el suceso y ella. Al final brotaría de esta despersonalización algo próximo a lo divino. Por entonces era incapaz de condenar, ni siquiera de juzgar, a cuantos la habían ofendido, y estar con ella era ser admitido, como salir de un mundo donde la sospecha era de sentido común y adentrarse en un reino de luz purificadora. Carecía de sentido común, pero poseía algo más sagrado, una penetrante clarividencia de la sólo era consciente a ráfagas: para ella, los seres humanos eran necesidad pura, herida abierta. Lo que más deseaba no era emitir juicios, sino que se la reconociera en una profesión enemiga de los sentimientos y que la aceptaran los hombres que, ciegos ante su humanidad, sólo veían la perfección de su belleza. Era un poco reina y un poco niña abandonada, ya se postraba de hinojos ante su propio cuerpo, ya renegaba del mismo: <<Chicas guapas las hay a montones>>, decía con extrañado asombro, como si su belleza representase un estorbo en la búsqueda de una acogida más duradera. En lo que a mí respectaba era absurdo buscarle la lógica; yo estaba lanzado al galope, no había paradas ni puntos de apoyo, ella era en última instancia lo único cierto. Lo que ignoraba de su vida era de fácil conjetura y creo que sentía más que ella si cabe lo doloroso de sus recuerdos porque me faltaba el pequeño orgullo compensador de haber sobrevivido a una vida como la suya. [...]



"The last sitting", 1962
Fotografía de Bert Stern


          [...] Puesto que yo estaba casado y Marilyn apenas podía salir del hotel sin que la asaltaran los fotógrafos, pasábamos mucho tiempo solos, sumidos en conversaciones mucho más largas de las que habríamos tenido de poder movernos libremente, en medio de las distracciones habituales. El vínculo de los silencios compartidos, tan misteriosos como la sexualidad y tan difícil de romper, comenzaba asimismo a formarse. Mientras contemplábamos por la noche la ciudad centelleante, arrebatar al ensueño la presencia del otro nos resultaba, creo, una operación trabajosa. Nuestro enlace parecía a punto de disolverse, era a todas luces un emparejamiento equivocado, como si procediéramos de sendos ambientes de correspondencia imposible. Pero por debajo del choque de las diferencias parecía haber una oscura alfombra de mutismo por la que podríamos pasear juntos a nuestro antojo. Había en ambos una imagen que no se podía girar aún para observarla de frente, sino nada más que de soslayo, desde una perspectiva que nos atraía, al principio con curiosidad y poco a poco con la esperanza de que la otra parte nos la transformara, pues la luz desea la oscuridad y la oscuridad la luz. Muchos años después, en los templos camboyanos de Angkor Vat, los relieves de las rotundas diosas coronadas, con su mirada pétrea y su débil pero confiada sonrisa portadora de mundos, me recordaría el silencioso tumulto de aquellos atardeceres, cuando el presente de la existencia estaba vivo a nuestro alrededor y no había futuro ni pasado.
          Tras uno de aquellos silencio, le dije:
          -Eres la mujer más triste que he conocido.
          Al principio lo tomó como si fuese un defecto; en una ocasión me había dicho que los hombres sólo querían a las chica alegres. Pero le bailoteó una sonrisa en los labios al darse cuenta de mi intención halagadora.
          -Nadie me lo ha dicho nunca.
          Nos afianzábamos en el nuevo papel recíproco que jugábamos, como hacen los enamorados, y remozábamos el mundo cada vez que veíamos algo juntos por vez primera, tal y como suelen hacer las personas que nacen de nuevo. Desde aquellas ventanas, la ciudad que discurría a nuestros pies parecía haberse construido hacía muy poco a tenor de un sueño personal. Había acabado por experimentar en las calles una ternura extraordinaria y desconocida por el prójimo y que me recordaba el nacimiento de mis hijos, el momento en que les había llevado en coche del hospital a casa, con una intranquila atención por un tráfico que de súbito se me había antojado absurdo y peligroso.
          La rechazaba con el pensamiento y al instante corría tras ella: huía de la mujer embrutecida que yo sabía albergaba en su interior y volvía junto a la niña.
          A menudo estaban mezcladas de una manera inextricable.
          -Jamás he querido hinchar lo de ser huérfana, ni mucho menos. Lo que pasa es que contrataron a Ben Hecht para que escribiera un guión sobre mí y me dijo: <<Mira, tú siéntate e invéntate algo sobre ti que te resulte interesante>>. Bueno, estaba aburrida, me pasó por la cabeza decirle que me habían abandonado en un orfelinato, a él le pareció estupendo, lo escribió y pronto se convirtió en lo principal.
          Por supuesto que no había sido huérfana, no en sentido literal, ya que tuvo madre y es posible que, en algún lugar, incluso un padre, como tantos y tantos niños a los que nunca se califica de huérfanos. Pero la llevaron a un orfelinato cuando ingresaron a la madre en la clínica y no tuvo otro sitio donde estar. La orfandad había ido adquiriendo poco a poco la realidad que Hecht afirmó en el guión. A decir verdad, el mal trago lo tuvo cuando, al acercarse al orfelinato, Marilyn se había dado cuenta de qué se trataba, se había quedado petrificada y había exclamado: <<¡Pero yo no soy huérfana! ¡No soy huérfana!>>, el pánico de ser rechazada por la propia madre y entregada a extraños. Pasarían los años y su búsqueda continua de mujeres mayores de carácter inestable, en cuyo sentido egoísta de la utilización encontraba un placer tan perverso como recóndito, sería otra piedra en el muro de su monumento. Pero aún faltaba tiempo para que sucediera. [...]


Marilyn durante el rodaje de "Bus Stop" de Joshua Logan, 1956
Fotografía de Milton H. Greene

Marilyn durante el rodaje "The Misfits" de John Huston, 1961
Fotografía de Henri Cartier-Bresson


Fotografía de Bert Stern


          [...] Sueño agotador en cama extraña después de doce horas de sueño sobre el Atlántico en un avión de pedales y un enfrentamiento en el aeropuerto con lo que según Laurence Olivier, nervioso hasta bordear la risa floja, era la mayor conferencia de prensa de la historia británica. Tenía que haber por lo menos cuatrocientos periodistas de todos los puntos de las Islas Británicas, incluso de las más lejanas nieblas escocesas, más un contingente de la Europa continental que contaba hasta con un par de ceñudos vascos con boina, la muchedumbre entera rodeada por un cordón de policías. En cierto momento, los disparos de las cámaras fotográficas formaron una pared sólida de luz blanca que duró casi medio minuto, toda una aureola, y con tal confusión y locura que hasta los fotógrafos se echaron a reír. Como es lógico, ni una sola palabra de lo que se preguntó o contestó se me ha quedado en la memoria, aunque ni entonces ni después tuvo auténtica importancia, ya que todos estaban fascinados por la presencia de Marilyn, la diosa surgida de sus fríos mares nórdicos. Cuando ella sonreía, ellos también, y fruncían el ceño cuando lo fruncía ella, y si ella se limitaba a emitir una risita tonta, ellos estallaban en carcajadas satisfechas, y escucharon con silencio eclesiástico cuando Marilyn, tras unos segundos de vacilación, habló, nada menos; y habló con una voz tan dulce y suave que, sólo de escucharla al natural, más de un hombre hecho y derecho se puso a temblar como un flan.
          Para ella era una experiencia nueva y estimulante, de adoración respetuosa y no minada por las insinuantes muecas del puritanismo; fueran cuales fuesen los problemas sexuales de aquellos periodistas, no fingían que a cambio de sus favores habrían aceptado con gusto la cadena perpetua o cogido una rosa en mitad de un precipicio que cayese en vertical sobre las llamas del infierno. Poco más hubo en los periódicos del día siguiente, como tampoco lo habría en determinadas fechas durante los meses que pasó en Inglaterra; se habría podido trasladar el país al océano Indico sin que nadie se diera cuenta: bastaba con que fuera de compras o hiciese una observación para que de alguna manera justificase otra foto suya en primera página. La reina y el Parlamento gobernaban el país, pero ella mandaba en su corazón. Cuando visitó Marks and Spencer, a las pocas semanas de llegar, los almacenes estaban vacíos de clientes y cerrados por miedo a una incontrolable inundación de gente deseosa de verla. Marilyn redujo a pedazos un milenio de flema británica.
          [...]
          Muertos de cansancio, dormimos como troncos nuestra primera noche inglesa y yo soñé que oía un coro angélico, voces masculinas que recorrían todas las octavas y adornos y se fundían en un expresivo murmullo de sonoridad pura y ultraterrenal. Me parecía flotar en él, emocionado a más no poder, como suele ocurrir cuando se es consciente de que se está en un sueño fabuloso. Su vistosa continuidad comenzó a preocuparme, sin embargo, y como me iba despejando poco a poco y el sonido no dejaba de agitar el aire tranquilo, abrí los ojos pensando que me había vuelto loco, pues seguía fluyendo por la habitación aun cuando estaba ya del todo despierto. Me incorporé en medio de la oscuridad, temeroso de haber perdido el juicio, localicé el origen de la multitudinaria melodía en las proximidades de la hipercortinada ventana, salí del lecho, abrí las cortinas con cuidado y por sobre el barandal de un pequeño balcón, a la luz brillante de la luna, vi a unos cien jóvenes muy serios, muy atentos, dispuestos en filas, con chaqueta escolar y cantando respetuosamente hacia nuestra ventana. Desperté a Marilyn en seguida y ésta, aún medio dormida, se acercó a echar un vistazo conmigo.
          Como no teníamos ninguna luz encendida, no podían vernos desde fuera y nos quedamos a escuchar con el frío aire de la noche penetrándonos en la carne. La letra torvadoresca y la música parecían empapadas de inocencia colegial.
          -¿Qué hacemos? -preguntó Marilyn.
          Prisionera aún de un estado semirreal y semionírico, la cabeza se me negaba a funcionar; podríamos salir al balcón a saludar, pero desnudos podía quedara poco elegante. ¿Debíamos vestirnos? Era pedir demasiado. Por otra parte, ¿no había algo absurdo en saludar desde el balcón, como si fuéramos una pareja real? ¿O era descortés no hacerlo?
          -Bueno, ponte la bata y sal a saludarles.
          -¿Yo?
          -No creo que la serenata sea por mí, cariño.
          Marilyn suspiró con cansancio y comencé a sentirme indefenso ahora que la realidad nos tendía los brazos; un policía de paisano de Scotland Yard que nos había acompañado desde el aeropuerto nos había advertido que en Inglaterra había chiflados de todas clases y que bajo ningún concepto debía enfrentarse Marilyn a una multitud sin la debida protección. Un centenar de niños cantores enloquecidos podía causar más de un disgusto.
          -Nada, mujer, a aguantar el tipo -le dije, advirtiendo al instante que nunca había empleado esta expresión y acordándome de manera inevitable de la réplica de Groucho Marx: <<Yo no tengo por qué aguantar a ningún tipo>>. De manera que allí nos quedamos, sin saber qué hacer, Marilyn cayéndose de sueño, mientras cien voces abnegadas que parecían una bendición del cielo siguieron envolviéndonos en la humedad fría de la noche inglesa.
          No nos habíamos puesto aún de acuerdo cuando la serenata tocó a su fin con un prolongado acorde final, miré por entre las cortinas y vi que el coro, en medio de un silencio respetuoso, saltaba el seto y la valla y desaparecía en la noche, igual que los enanitos del bosque cuando volvían al calor de sus hongos y setas, y al parecer satisfechos de haberse adentrado en los sueños de Marilyn Monroe. Pero había otra cosa en ellos que me inspiraba cierto temor: eran adorables, eran sanos, eran dulces, pero también eran una multitud.
          Cierta vez soñé con una feria en que había una gigantesca máquina cromada rodeada de una multitud que esperaba a recoger hamburguesas que el aparato expulsaba por un extremo; de pronto Marilyn quedó atrapada y fue engullida por el mecanismo de la máquina, eché a correr hacia la abertura del extremo para rescatarla, vi que aparecía una hamburguesa, que el gentío se peleaba por apoderarse de ella y que un hombre la cogía y se la llevaba a la boca, que se ponía a chorrear sangre. Siempre la salvaba yo de las multitudes, multitudes que ella sabía manejar con tanta desenvoltura y alborozo como el cura a sus fieles. En ocasiones daba la sensación de que las multitudes la habían dado a luz; jamás la vi triste en medio de una multitud, ni siquiera cuando le arrancaban trozos del vestido como recuerdo. [...]



Marilyn y Arthur Miller con Simone Signoret e Yves Montand
en Beverly Hills Hotel, 1960

Fotografía de Bruce Davison


          [...] La casa que habíamos alquilado en la parte oriental de Long Island estaba limitada por dilatados campos verdes que hacían difícil creer que el océano estuviese tan cerca. Al lado vivían una pintora y su marido, tan celosos de su intimidad que protegían la nuestra. Ahora podíamos respirar con holgura en un ritmo de vida más normal. Marilyn quiso aprender a cocinar y comenzó con tallarines caseros, que colgaba del respaldo de una silla y secaba con el secador; me cortaba el pelo al sol y paseábamos llenos de paz por la vacía playa de Amagansett, donde charlábamos con los ocasionales pescadores que tendían las redes desde los cabrestantes de sus camionetas destartaladas. Estos lugareños, que recibían el nombre de bonackers, la saludaban con cordialidad y respeto, aunque los dejaba boquiabiertos cuando echaba a correr por la playa para devolver al mar las jadeantes <<sobras>> piscícolas que ellos no querían y que habían echado de las redes. Había en su interior por entonces una intensidad conmovedora, aunque algo enervante, un sentido de la identificación insalubremente próximo a su miedo a la muerte. Cierto día, tras devolver al mar una docena de peces, uno por uno, estuvo a punto de quedarse sin aliento y no tuve más remedio que intervenir y alejarla para evitar que siguiese correteando por la orilla hasta caer desmayada.
          El médico, que le había prescrito un tratamiento para varias semanas, había confirmado que estaba embarazada, aunque aún no podía excluir la posibilidad de que el feto estuviese en mala posición. Hablando con él, pensé que en realidad temía este imprevisto por lo menos tanto como deseaba un parto normal. Pero Marilyn no escuchaba su tono amonestador. Para ella, un hijo propio era una corona de un millar de diamantes. Por mi lado, hice lo que pude por acomodarme a su humor esperanzado, aunque sin perder de vista la posibilidad de una desgracia. Pero la idea misma de que fuese a ser madre acabó por arrastrarme, pues por fin gozábamos de momentos en que triunfaba una confianza nueva, una quietud espiritual como jamás habíamos visto. Por primera vez era la anfitriona de su casa y no la mujer tímida que rehuía las visitas intrascendentes de personas en cuyas buenas intenciones no solía confiar. Comenzaba a sentir la existencia de un espacio seguro a su alrededor, o esa impresión me daba por lo menos. Me costaría hacerme a la idea de que iba a ser padre otra vez a los cuarenta y tantos, pero el proceso de aprendizaje, casi invisible, que respecto de sí misma había desencadenado la preñez bastó para convencerme de que si bien un hijo le podía aumentar la ansiedad, también le daría a ella, y a mí por tanto, nuevas esperanzas para afrontar el futuro.
          Pero la dicha fue breve; no tardó en diagnosticarse que el embarazo era tubárico; hizo falta una intervención quirúrgica para interrumpirlo y mientras yacía en la cama del hospital su desamparo llegó a extremos casi insufribles: la iba a abandonar, traumatizada y todo; un temor que a mí se me antojaba inconcebible. Al volver a casa una noche tras hacerle una visita me di cuenta de que aquella podía ser una buena oportunidad para demostrarle lo que significaba para mí, porque su indefensión me conmovía profundamente. Pero no se me ocurrió nada y saltaba a la vista que no eran suficientes las palabras tranquilizadoras. [...]








Marilyn en Reno, Nevada,
durante el rodaje "Los que no perdonan" de John Huston en 1960

Fotografías de Inge Morath


          [...] El rodaje había acabado por interrumpirse totalmente. No tenía sentido trasladar al lago salado a los miembros del equipo a través de caminos montañosos cuando no se tenía demasiado seguridad de que se pudiera trabajar. La crisis pesaba sobre todos nosotros. Lee había hablado con ella, pero al parecer no había modificado la impotencia femenina para volver al trabajo y había vuelto a Nueva York. Subí a las habitaciones de Paula, temeroso de que descuidara la vigilancia por culpa de su estupidez y despiste. Aún no estaba claro que Paula hubiese entendido lo mal que Marilyn se encontraba. Yo nunca estaba seguro de que prestase verdadera atención a cuanto se le decía.
          Me hizo pasar a la salita con un dedo en los labios y a continuación entramos en el dormitorio. Marilyn estaba sentada en el lecho. Un médico le palpaba el dorso de la mano, en busca de una vena en que inyectarle Amytal. El estómago se me encogió. Me vio y comenzó a gritarme que me fuera. Pregunté al médico si sabía cuántos barbitúricos u otros medicamentos había ingerido ya y el individuo, un joven asustado que sólo quería poner la inyección e irse para no volver más, me miró con desesperanza. Paula estaba en pie junto a la cama, enfundada en la túnica negra, con el pelo recién cepillado y recogido, saludable, maquillada, maternal y con algún resabio culpable, pensé; en efecto, debía de saber ya que había hecho un mal negocio, que ya no estaba al mando de nada, y quería que la ayudasen, y quería que creyesen en sus desvelos maternales, aunque en el fondo no hubiese nada que le importase menos, porque todo estaba ya irremediablemente desquiciado. Me entraron ganas de apartar al médico de la cama para evitar aquella inyección, pero los gritos eran demasiado horribles y la inquietud que manifestaba Marilyn por mi presencia diluía cualquier ayuda que pudiera prestarle; me fui pues, y me quedé en la salita en espera de que saliese el médico. Le asombraba que Marilyn pudiese mantenerse despierta, porque le había administrado una dosis suficiente para una operación de importancia y seguía incorporada y hablando. Se consideraba el médico menos indicado de la zona para intervenir, aunque, temiendo por la vida de Marilyn después de ver lo que había visto, era contrario a que se le volviese a inyectar nada. Volví al dormitorio, me miró irritada pero sosegada por fin, y sin dejar de murmurar <<Vete, vete>>, como en un sueño.
          Paula se dirigió mí con cordialidad. <<Quisiera cenar algo...>> También yo experimenté una gran simpatía por ella, creo que porque yo necesitaba ayuda con urgencia y porque leí el temor en el rabillo de sus ojos, pues si estaba asustada tenía que estar cuerda, y si estaba cuerda y aún se encontraba allí, tenía que ser porque aún sentía algo por los demás. Le di las gracias, aunque por nada concreto, me rozó con la mano y se fue a cenar con uno de los actores secundarios.
          Marilyn descansaba con los ojos cerrados. La observé por si respiraba con dificultad, pero parecía tranquila. Para resistir aquella tempestad furiosa tenía que ser una flor de hierro. Desesperado ante mi presunción, ante la estupidez de creer que sólo yo podía librarla del peligro, me puse a pensar en cualquier otra persona susceptible de ganarse su confianza. Me sentía agotado y sin esperanza ya de recuperarla; estaba claro que había insistido durante demasiado tiempo, que ya no quedaba sino mi obstinado deseo de responsabilizarme cuando ella sólo quería salvar la ola que se precipitaba rugiendo hacia la playa, diosa mítica de los mares. Se burlaba de la magia y sin embargo quería que sus adeptos irradiasen felicidad a su tacto, sacra especie de arte y poderío tan consustancial con ella como sus mismos ojos. Pensé en su médico de Los Angeles, aunque a duras penas podría abandonar éste la consulta para acudir a su lado; y me detuve en seco otra vez; ¿por qué no podía responsabilizarse de sí misma? Podía, naturalmente, y de hecho era su única esperanza... aunque no podía, no podía cuando aún dependía tanto de los somníferos, fármacos que lentamente había acabado por comprender me la habían arrebatado para siempre... con lo que el círculo se cerraba porque terminaba convencido de que nadie más cargaría en serio con ella. En aquellos instantes, sin embargo, le era yo más que inútil, un saco de clavos que le arrojasen al rostro, un recordatorio de su incapacidad para salir de su antigua vida, por más que finalmente hubiese amado a alguien de verdad.
          Era el primer momento de paz que teníamos desde hacía mucho y, en medio del silencio, la idea de que volviese a trabajar en aquel estado se me antojaba del todo monstruosa: todos nos habíamos vuelto locos, no había nada que lo justificase. Tenía que encontrar la manera de parar la producción de la película. Pero imaginaba su indignación y su cólera ante lo que interpretaría como una acusación de que ella había causado el abandono del filme, cosa que por otro lado podía acabar con su profesión.
          Me puse a fantasear con milagros. ¿Y si despertaba y yo encontraba fuerzas para decirle: <<Amor mío, Dios te quiere>>, y ella me creía? ¡Cuánto deseaba que siguiéramos creyendo yo en mi religión y ella en la suya! Todo era muy sencillo de repente: había inventado a Dios para que la realidad no nos matara y sin embargo el amor era la más real de todas las realidades. Imaginé que sus ojos hostiles y angustiados recuperaban la conmovedora dulzura de otros tiempos, ya que era ésta la expresión que para mí sería siempre la suya, el solo indicativo de su identidad; la otra cara del amor, todo lo restante a propósito de ella, a propósito de la gente, en realidad era avidez y miedo.
          ¿Y si no podía ser ya una gran actriz?, me pregunté. ¿Podríamos llevar una vida normal y sin tensiones, con los pies en el suelo, muy lejos de las cimas rarefactas donde no había aire? Pensarlo fue, durante un segundo, como si me quitaran una muleta en que me apoyase; ella parecía perder toda su identidad. Como persona normal y corriente, que apenas si sabía leer y escribir bien ¿qué sería de ella? Al forzar la imagen, sin embargo, me puse a fantasear con una Marilyn totalmente serena, que ya no tenía que esconderse aterrada en los rincones, una joven dotada de una inteligencia natural que sabía desenvolverse a lo largo de la jornada y que a continuación se iba a dormir discretamente. ¿Era posible? Era incuestionable que cuando más la había querido había sido cuando apenas se la conocía.
          Me di de bruces de súbito con el aplastante egoísmo de esta ocurrencia: porque su estrellato era su victoria, ni más ni menos; era el objetivo, la culminación de su existencia. ¿Cómo me sentiría yo si mi matrimonio estuviese condicionado a la domesticación y desembravecimiento de mi arte? La verdad desnuda, sencilla y mortal, era que no había ninguna diferencia entre ella y la actriz. Ella era <<Marilyn Monroe>> y era esto lo que la destruía. [...]



Marilyn y Arthur Miller
Fotografía de Rebecca Miller





Texto, extraído de "Vueltas al tiempo", de Arthur Miller.
Fotografías de los autores citados.




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