miércoles, 5 de agosto de 2020

"Diario de Rusia"

EL CAJÓN deSATRE





"Diario de Rusia"


Robert Capa y John Steinbeck
Moscú, antigua URSS
Agosto a Septiembre de 1947



          Será necesario decir en primer lugar cómo empezaron esta historia y este viaje, y cuál era su intención. A finales de marzo, yo, y el pronombre está utilizado por acuerdo especial con John Gunther, estaba sentado en el bar del Hotel Bedford en la calle 40 Este. Una obra de teatro que había escrito se había derretido y se había escurrido entre mis dedos. Estaba sentado en un taburete de la barra, preguntándome qué iba a hacer después. En ese momento entró en el bar Robert Capa; parecía un poco desconsolado. Un proyecto que había estado alimentando durante muchos meses al final se había esfumado. Su libro había pasado a imprenta y se encontraba sin nada que hacer. Willy, el camarero, que siempre se muestra compasivo, nos sugirió una Suissesse, una bebida que él hace mejor que nadie en el mundo. estábamos deprimidos, no tanto por las noticias como por su manejo. Porque las noticias ya no son noticias, al menos esa parte de ellas que requieren la mayor parte de nuestra atención. Las noticias se han convertido en un asunto de pericia. Un hombre sentado a una mesa en Washington o Nueva York lee los teletipos y los recoloca para que se ajusten a su propio esquema mental y a su firma. Lo que a menudo leemos como noticias no son en absoluto noticias, sino la opinión de uno de entre media docena de expertos respecto de lo que significan las noticias.
          Willy puso lo dos Suissesses de color verde pálido frente a nosotros y empezamos a hablar sobre lo que quedaba en el mundo que un hombre honesto y liberal pudiera hacer. Todos los días en los periódicos había miles de palabras sobre Rusia. Lo que Stalin pensaba, los planes del Soviet Supremo, la disposición de las tropas, los experimentos con armas atómicas y misiles teledirigidos; y todo eso por gente que no había estado allí y cuyas fuentes no eran irreprochables. Y se nos ocurrió que había algunas cosas que nadie escribía sobre Rusia, y que eran las que más nos interesaban a nosotros. ¿Cómo se viste la gente de allí? ¿Qué sirven para cenar? ¿Hacen fiestas? ¿Qué comida hay? ¿Cómo hacen el amor y cómo mueren? ¿De qué hablan? ¿Bailan, y cantan, y juegan? ¿Van los niños al colegio? Nos pareció que estaría bien averiguar esas cosas, fotografiarlas y escribir sobre ellas. La política rusa es importante, al igual que la nuestra, pero allí debe de haber otra gran parte, al igual que aquí. Debe de haber una vida privada de la gente rusa, sobre la cual no podemos leer porque nadie ha escrito sobre ella y nadie la ha fotografiado.
          Willy mezcló otro Suissesse y coincidió con nosotros en que a él también podría interesarle esas cosas, y en que ese era el tipo de historias que le gustaría leer. Y de esa manera decidimos intentarlo: hacer un simple trabajo de reportaje apoyado por fotografías. Trabajaríamos juntos. Evitaríamos la política y los temas más amplios. Nos mantendríamos lejos del Kremlin, de los soldados y de los planes militares. Queríamos llegar a la gente rusa, si podíamos. Debo admitir que no sabíamos si podríamos o no, y cuando se lo contábamos a nuestros amigos, ellos estaban seguros de que no podríamos.
          Hicimos nuestros planes de la siguiente forma: si podíamos hacerlo, estaría bien y sería una buena historia. Y si no, también tendríamos una historia, la historia de no ser capaces de hacerlo. Con esto en mente llamamos a George Cornish del Herald Tribune, comimos con él y le contamos nuestro proyecto. Estuvo de acuerdo en que sería algo bueno y se ofreció a ayudarnos de alguna manera.
          Juntos decidimos muchas cosas: no debíamos ir con resentimiento y debíamos intentar no ser ni críticos ni favorables. Intentaríamos hacer un relato honesto, escribir lo que viéramos y oyéramos sin opinar, sin sacar conclusiones sobre cosas acerca de las que no sabíamos lo suficiente, y sin enfadarnos por los retrasos de la burocracia. Sabíamos que habría muchas cosas que no entenderíamos, muchas cosas que no nos gustarían, muchas cosas que nos harían sentir incómodos. Esto siempre sucede en los países extranjeros. Y decidimos que si había críticas sobre alguna cosa se harían después de verla, nunca antes.
          A su debido tiempo se envió a Moscú nuestra solicitud de visado y en un plazo razonable llegó la mía. Me acerqué al consulado ruso en Nueva York, y el cónsul general dijo: <<Estamos de acuerdo en que esto es bueno que se haga, pero ¿por qué tiene que llevarse a un fotógrafo? Tenemos muchos fotógrafos en la Unión Soviética>>.
          Y yo contesté: <<Pero no tienen ningún Capa. Si esto se hace, debe hacerse como un todo, como una colaboración>>.
          Había cierta reticencia en dejar que entrase un fotógrafo en la Unión Soviética, y ninguna en dejarme a mí, y nos pareció extraño, porque la censura puede controlar una película, pero no puede controlar la mente del observador. Aquí debemos explicar algo cuya verdad descubrimos a lo largo de nuestro viaje. La cámara es una de las armas modernas más aterradoras, en particular para la gente que ha estado en la guerra, que ha sido bombardeada una y otra vez, porque detrás de cada pasada de los bombarderos hay invariablemente un fotógrafo. Tras las ciudades o los pueblos o las fábricas en ruinas aparece la cartografía aérea, o el espionaje fotográfico, normalmente con una cámara. Por tanto la cámara es un instrumento temido, y de un hombre con una cámara se sospecha, y se le observa por donde quiera que va. Y si no se creen esto, intenten llevar su Brownie nº4 a cualquier parte cercana a Oak Ridge o al Canal de Panamá o a cualquiera de nuestras zonas experimentales. Hoy en día, en las mentes de la mayoría de la gente, la cámara es la precursora de la destrucción; es sospechosa, y con mucha razón.


La Plaza Roja con la iglesia San Basilio al fondo
Moscú, antigua URSS
1947


Cosechando trigo en la granja colectiva
Shevchenko, Ucrania, antigua URSS
1947


Cosechando trigo en la granja colectiva Shevchenko
Ucrania, antigua URSS
1947


El club social. Granja colectiva Shevchenko
Ucrania, antigua URSS
Agosto 1947


Familias de una granja colectiva sentados para una comida
Ucrania, antigua URSS
Agosto 1947


Ucrania, antigua URSS
1947


Kiev, Ucrania, antigua URSS
1947


Monasterio destruido en los acantilados sobre el río Dnieper
Kiev, Ucrania, antigua URSS
1947


Moscú, antigua URSS
1947


Mujer recogiendo un manojo de heno en una granja colectiva.
Ucrania, antigua URSS
Agosto 1947


Mujeres caminando en un paisaje desierto
Stalingrado, antigua URSS
1947


Observando fuegos artificiales
durante la celebración del 800 aniversario
de la fundación de la ciudad
Moscú, antigua URSS
Septiembre 1947


Sevchenko, Ucrania, antigua URSS
Agosto, 1947


Shvchenko, Ucrania, antigua URSS
1947


Stalingrado, antigua URSS
1947


Stalingrado, antigua URSS
1947


Stalingrado, antigua URSS
1947


Stalingrado; antigua URSS
1947


Ballet Bolshoi
Moscú, antigua URSS
1947



          Íbamos a marcharnos el domingo por la mañana. La noche del viernes fuimos al ballet en el Teatro Bolshoi. Cuando salimos había una llamada de teléfono de emergencia para nosotros. Era el señor Karaganov del la Voks. Al fin había recibido contestación de la Oficina de Extranjería. Nuestros carretes debían ser revelados e inspeccionados, cada uno de ellos, antes de poder abandonar el país. Pondrían a todo un equipo a trabajar en el revelado de las fotos; tres mil fotos. Nos preguntamos cómo lo habríamos logrado si hubiésemos tenido que hacerlo en el último momento. No sabían que ya estaban reveladas todas las fotos. Capa empaquetó todos sus negativos y por la mañana temprano vino un mensajero a por ellos. Pasó un día de agonía. Paseaba de un lado a otro, cloqueando como una madre que ha perdido a sus bebés. Hizo planes, no dejaría el país sin sus negativos. Cancelaría su reserva. No aceptaría que le mandasen las películas después de él. Gruñía y pisoteaba la habitación. Se lavó el pelo dos o tres veces y se olvidó de darse un baño. Si hubiese tenido un hijo, habría estado con la mitad del dolor y de la preocupación. Ni siquiera solicitaron mis notas. No habría habido mucha diferencia si lo hubieran hecho, nadie habría podido leerlas. Incluso yo tengo problemas para hacerlo.
          Pasamos el día haciendo visitas y prometiendo enviar varios artículos a distintas personas. Sweet Joe estaba un poco triste por vernos marchar, creemos. Le habíamos robado cigarrillos y libros, habíamos usado su ropa y su jabón y su papel higiénico, habíamos ultrajado sus exiguas reservas de whisky, habíamos violado su hospitalidad de todos los modos posibles, y aun así creemos que lamentaba vernos marchar.
          La mitad del tiempo Capa planeaba una contrarrevolución si algo les pasaba a sus negativos, y la otra mitad simplemente tomaba en consideración el suicidio. Se preguntaba si podría cortarse la cabeza con el pedestal de ejecuciones de la Plaza Roja. Tuvimos una triste fiestecita en el Grand Hotel aquella noche. La música estaba más alta que nunca, y la chica de la barra a la que habíamos puesto el nombre de Señorita Sichass (Señorita Date Prisa) iba más lenta que nunca.
          Nos levantamos en la oscuridad para ir al aeropuerto por última vez. Por última vez nos sentamos bajo el retrato de Stalin, y nos pareció que sonreía satíricamente por encima de sus medallas. Bebimos el acostumbrado té y para entonces Capa ya tenía ataques. Y entonces llegó el mensajero y puso una caja en sus manos. Era una caja dura de cartón, y la tapa estaba cerrada con cuerda, y encima de los nudos había pequeños sellos de plomo. No podía tocar los sellos hasta que hubiera dejado el aeropuerto de Kiev, la última escala antes de Praga.
          El señor Karaganov, el señor Chmarsky, Sweet Lana y Sweet Joe Newman vinieron a despedirnos. Nuestro equipaje era mucho más ligero que antes, porque habíamos repartido todo lo que nos sobraba: trajes, y chaquetas, algunas cámaras, y las bombillas de flash que sobraron, y los carretes de películas sin usar. Subimos al avión y ocupamos nuestros asientos. Faltaban cuatro horas para Kiev. Capa sujetaba la caja de cartón y no se le permitía abrirla. Si se rompían los sellos no pasaría. La pesó en sus manos. Dijo con tristeza: <<Es ligera. Solo pesa la mitad de lo que debiera>>.
          Yo dije: <<Quizá han metido piedras en ella; a lo mejor no hay negativos ahí dentro>>.
          Agitó la caja. Dijo: <<Suena a películas>>.
          Yo dije: <<Podrían ser periódicos viejos>>.
          <<Eres un hijo de puta>>, comentó. Y luego se peleó consigo mismo. Preguntó: <<¿Qué querrían sacar? No hay nada que pudiese hacer daño>>.
          Sugerí: <<A lo mejor no les gusta las fotos de Capa>>.
          El avión sobrevoló las extensas llanuras con sus bosques y campos, y el río plateado retorciéndose y zigzagueando. Hacía un día precioso y la fina neblina azul del otoño se suspendía cerca del suelo. La azafata llevó soda rosa a la tripulación, y volvió y se abrió una botella para ella.
          A mediodía nos deslizamos hacia el aeropuerto de Kiev. El hombre de la aduana hizo una inspección somera a nuestro equipaje, pero la caja de película fue cogida al instante. Tenían un mensaje acerca de ella. Un funcionario cortó las cuerdas mientras Capa miraba como un cordero herido. Y entonces todos los funcionarios sonrieron, y nos dieron la mano, y se fueron, y la puerta se cerró, y los motores se pusieron en marcha. Las manos de Capa temblaban al abrir su caja. Parecía que estaban todas sus películas. Sonrió y echó la cabeza hacia atrás, y ya dormía antes de que el avión despegase. Se habían quedado con algunos negativos, pero no muchos. Habían eliminado las fotos que mostraban demasiada topografía, y la foto a distancia de la muchacha loca de Stalingrado había desaparecido, y las fotos que mostraban a los prisioneros, pero no habían retenido nada que importase desde nuestro punto de vista. Las granjas, y los rostros, los retratos de los rusos, estaban intactos, y eso era lo que habíamos venido a buscar primordialmente.
          El avión cruzó la frontera, y a primera hora de la tarde aterrizamos en Praga, y yo tuve que despertar a Capa.
          Bueno, eso es todo. Es más o menos a por lo que fuimos. Descubrimos, como habíamos sospechado, que la gente rusa es gente, y, como sucede con otra gente, es muy agradable. Los que conocimos sentían odio hacia la guerra, querían las mismas cosas que todo el mundo: una buena vida, mayor bienestar, seguridad y paz.
          Sabemos que este relato no satisfará ni a la izquierda eclesial ni a la derecha reaccionaria. La primera dirá que es anti-ruso, y la segunda dirá que es pro-ruso. Seguramente será superficial, pero ¿de qué otra forma podría ser? No tenemos conclusiones que sacar, salvo que los rusos son como cualquier otro pueblo del mundo. Seguramente los haya malos, pero con mucho la mayoría son muy buenos.




Texto de John Steinbeck.
Fotografías de Robert Capa.
Extraídos ambos de "Diario de Rusia. 1948".



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