LOS CAZADORES deMENTES
Erich Salomon
Berlín, Alemania. 1886-1944
París, mayo de 1935. Irrumpo en la plaza de la Estrella por la avenida de Freidland . Son las cinco de la tarde. Día glorioso, mentolado, fresquillo. Tengo que ir la plaza de la República y tomo un taxi. Mi itinerario va a ser: Campos Elíseos, plaza de la Concordia, rue Royale, la Magdalena, los grandes bulevares. El taxi entra en el torrente circulatorio y queda a mi espalda el Arco de Triunfo. Bajamos, por los Campos Elíseos. La circulación es imponente. La avenida de los Campos Elíseos es ancha, enorme. Bajamos en línea de seis coches; suben al otro lado filas compactas, cinco o seis de frente. Cada dos bocacalles, hay en el centro de la avenida un faro que emite, sucesivamente, tres colores distintos. Nos paramos frente a estas luces para dejar asar caravanas de coches que nos cortan la visual en ángulo derecho. Luego, se apaga la luz, aparece otra y pasamos hasta la bocacalle próxima donde se repite la operación antedicha. Vista desde el cielo, la inmensa avenida debe parecer como si estuviera cubierta de un cuero charolado y reluciente: las capotas de los coches. No cabe un coche más. No hay huecos. Los coches ascienden o bajan casi tocándose, a una distancia de milímetros. Monótono, el panorama. Paralelamente el mío, desciende un taxi que transporta a un señor con una barba negra abrazado a una voluminosa serviette. A su lado viaja una señorita de cabellos platinados con unos pelos de párpados agitados y picarescos. El señor de la barba es monsieur Durand. La señorita presenta un aspecto de inseguridad tremenda. Miro el reloj: hemos tardado diecisiete minutos para descender los Campos Elíseos; es decir, para llegar a la plaza de la Concordia. El señor Durand continúa siempre sentado en el taxi de al lado; ha pasado a ser mi recalcitrante vecino. La señorita sigue parpadeando y levantando su naricilla. Me vienen ganas de decir:
-¿Cómo está usted, señor Durand? La familia bien, sin duda... Encantadora, la sobrinilla...
Me distraigo mirando la puerta negruzca de Maxim's. Aquí, en este café -pienso- conociste en 1920 al poeta Toulet. Era un tipo de dandi devastado y rubio, que escribía, sobre el bar, sentado en un alto taburete, frente a un martini scintillante, poesías alambicadas, fascinadoras, divertidas.
La maitresse a quitté l'amant
A cause de l'appartement.
La rue Royale es estrecha. Andamos con mucha más lentitud. El tumulto de la circulación hace un ruido sordo, profundo, grave, como un largo oleaje de fondo. Sobre el mismo chirrían hierros y maderas, estallan los bocinazos, carburan los motores. Está visto, pienso: <<Tardaré hora u hora y cuarto para llegar a la plaza de la República. Pasaré una gran parte de la tarde en la divertida posición de permanecer sentado en el fondo de un taxi, en medio de la calle, fumando cigarrillos, contemplando a monsieur Durand abrazado a su cartera llena de papeles.>> El aire es miasmático. De los tubos de escape suben espirales azuladas; los autobuses expelen un humazo negro e irrespirable. Parece que hemos de deducir la importancia de la época de estas emanaciones de gases. Bueno. Probable.
¿Qué hacer? Resistir hasta que nos muramos. En definitiva -pienso- yo soy un individuo que tengo pocas cosas que hacer en este mundo. Yo no hago, prácticamente, nada y esta es una manera como otra de pasar la tarde. Pero, ¿y los demás? ¿Estos taxis que pululan a mi alrededor, estos coches particulares que andan aproximadamente a la misma velocidad que mi taxi? No pueden andar más. Pero estos artefactos estarán ocupados, sin duda, por comerciantes, banqueros, industriales, ingenieros, subsecretarios, financieros, mecanógrafos, telefonistas y en general por gentes que dicen vivir muy deprisa, que no tienen un minuto que perder, precisamente porque su profesión consiste en no perder el tiempo. Pero entonces, ¿en qué quedamos? Echo un vistazo a mi alrededor y veo sentados en medio de la calle, en el sofá de los coches, una docena de personajes, que tienen, pintado en la cara, un dinamismo arrollador, incontenible. Estos señores no dan muestra de impaciencia alguna. Están sentados plácidamente. Algunos fuman un cigarrillo, otros un cigarrillo habano, otros la pipa. Todos ellos esperan con visible tranquilidad que se encienda y que se apaguen las luces, que el agente de circulación baje o levante su porra blanca. Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que estos señores pierdan el tiempo de una manera tan irreparable? ¿O será quizá que el famoso dinamismo que postulan, su ritmo acelerado, es una manera de hablar como tantas?
En la plaza de la Ópera la barahúnda es infernal. Enfilamos el bulevar de los Italianos. Mi taxi se para rozando la acera del café Napolitain. En la terraza la gente sorbe helados. Algunos son de un delicado color lila. Otros morados. Veo un amigo en una mesa; se acerca a la portezuela.
-¿Qué hay, hombre? Gusto en verte. ¿Qué haces?
-Pues ya ves, pasando la tarde, en medio de la calle.
-¿Dónde vas?
-A la plaza de la República.
-Tienes para rato. ¿Quieres algo para entretenerte? ¿Periódicos, un libro, un juego de naipes para hacer un solitario?
Pero ya aparece otra luz en lontananza y el taxi después de una sacudida reemprende su marcha. ¿Qué hacer? Resistir hasta que nos muramos. Miro hacia arriba. Detrás de la trama lineal, seca, precisa de las ramas de los altos árboles veo un cielo de color perla ligeramente lavado de azul sobre el que pasan lentamente unas nubecillas blancas. Hay una luz de crepúsculo, fina, desmayada, de una turbiedad apenas perceptible, suave. Los troncos de los árboles son negros. Las viejas casas de París tienen una calidad de gamuza usada. Las lluvias, la nieve, ponen, sobre ellas, unas manchas obscuras, negruzcas, de un color chocolate. Por las aceras pasa una riada humana. ¡Cuánta gente, Dios mío! ¡Qué espanto! La aparición de los periódicos aumenta el griterío inusitado, infernal. Las terrazas desbordan de gentío. Aparecen, sobre las mesas. las primeras manchas amarillentas del perroquet y del ajenjo, los reflejos de vieja caoba del casis. El cielo se va ensombreciendo. Las blancas nubecillas han desaparecido, se han fundido en la atmósfera grisácea.
De pronto, monsieur Durand desaparece de mi campo visual. A la altura de la rue Montmatre el cacharro que lo conduce, a él, a la cartera y a la señorita parpadeante, rompe a la derecha. ¿Dónde ira monsieur Durand? Es un poco tarde para entrar en una zapatería. Esto será mañana por la mañana. Casi simultáneamente, se enciende la primera luz: un estallido de luz blanca en un escaparate. Luego los arcos voltaicos. Luego los faroles. Luego todos los escaparates. Luego los anuncios luminosos, chorreantes. Se ve la gente informe y grasienta dentro de la estupenda luz de París, tan blanca, tan rutilante. Y comienza la noche, inmensa, terrible, misteriosa, ilimitada. Soledad sin remedio entre millones y millones de seres humanos.
Y el taxi siempre igual. Anda unos metros, jadeante, y luego se para. Y uno va fumando cigarrillos, impertérrito, sentado en la banqueta, en medio de la calle. La puerta de San Martín, a la izquierda, de color de chocolate. Las callejuelas que se abren, como un bostezo negro, interminable, sobre los bulevares. Y el mismo rumor sordo, grave, sobre el que chirrían, sobre el que crujen hierros y hojadelata, sobre el que saltan los bocinazos. Y como siempre, en el sofá de los coches, plácidamente sentados, estos señores que tienen el dinamismo, el frenesí, pintado en la cara. Curiosa, la vida moderna. Un laberinto de contradicciones. Inexplicable. El humazo de los aceites pesados, las espirales azuladas de la gasolina. En los barrios más pobres la gasolina huele peor. Náusea. Pienso en el cielo de París, ligeramente lavado en azul, tan bello, ahora tan lejano. En lontananza diviso la plaza de la República. Son las seis y media de la tarde. La tarde se ha pasado...
Fotografías de Erich Salomon.
Texto "La eficacia", extraído de "La ceniza de la vida", de Josep Pla.
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