viernes, 5 de marzo de 2021

"la Gran GUERRA"

EL CAJÓN deSATRE
CronoCromos





"la Gran GUERRA"





            Martin, envuelto en su saco de dormir sobre el suelo de henil deshabitado, se despertó sobresaltado.
           -¡Eh, Howe! -Tom Randolph, acostado junto a él, le estaba apretando la mano-. Creo haber oído pasar volando una bomba.
           Tras pronunciar estas palabras, se oyó el clamor agudo y arreciante, seguido de una explosión que sacudió el granero. Sobre el rostro de Martin cayó un poco de tierra.
          -Eh, chicos, eso ha sido condenadamente cerca -dijo una voz que se alzaba desde el suelo del granero.
          -Será mejor que vayamos a la cantera.
          -¡Maldita sea! ¡Estaba completamente dormido!
          Se oyó un violento estrépito sobre sus cabezas y el resoplido trepidante de una explosión.
          -¡Caray! Eso fue en la casa, detrás de nosotros...
          -Huelo a gas.
          -Es carburo, idiota.
          -Uno de los franceses dijo que era gas.
          -Está bien, chicos, poneos vuestras máscaras.
          En el exterior, un olor malsano y áspero se mezclaba extrañamente con el fresco aroma de la noche, melodiosa con el murmullo del riachuelo que atravesaba el valle por donde estaba situado el granero. Un grupo de hombres, en cuclillas y semidesnudos, se acurrucaron en una cantera junto al camino y se pusieron a observar los destellos en el firmamento, hacia el norte, donde la artillería mantenía un continuo redoble a lo largo de las líneas de combate. Las bombas pasaban zumbando sobre ellos en intervalos de dos minutos, yendo a estallar violentamente en el poblado al otro lado del valle.
           -Maldita estupidez -murmuró Tom Randolph con su pronunciado acento sureño-. ¿Por qué no se van a dormir, esos condenados artilleros, y nos dejan dormir tranquilos...? Deben de estar tan cansados como nosotros.
            Una bomba estalló en una casa sobre la cima de la colina frente a ellos, produciendo un resplandor que se destacaba contra el estrellado cielo nocturno. En medio del silencio que siguió, llegó hasta ellos el grito afligido de un hombre.
          Martin se sentó en los escalones del refugio subterráneo, alzando la mirada a través del destrozado tronco de un árbol, en cuya copa flotaban algunas tiras de corteza contra el cielo malva del ocaso. En la quietud, oía las voces de los hombres más abajo, charlando en la oscuridad, y el sonido de alguien silbando mientras trabajaba. De cuando en cuando, semejante al torpe vuelo de un pájaro, surcaba el aire una bomba de gran calibre y, después de que su zumbido se hubiera desvanecido totalmente, llegaba el estruendo de la explosión. Esas enormes moles volando en todo lo alto por el anochecer, ahora por un lado, ahora por el otro, le recordaban el juego del volante. A Martin le proporcionaba cierta agradable sensación de seguridad, como si se hallara debajo de una especie de puente sobre el cual circularan furiosamente unos furgones en uno y otra dirección.
          El médico encargado del puesto subió y se sentó junto a Martin. Era un hombre pequeño, de tez tostada  y finos bigotes que se curvaban como las astas de un buey de larga cornamenta. Se puso de puntillas sobre el escalón superior, mirando en todas direcciones con aire de dominio, y luego volvió a sentarse y comenzó a hablar atropelladamente.
          -Estamos exactamente a cuatrocientos cinco métres de los alemanes... A quinientos métres de aquí hay unos hombres bebiendo cerveza y exclamando: <<Hoch der Kaiser!>>.
          -Supongo que lo mismo que nosotros exclamamos: <<Vive la République!>>.
          -¿Quién sabe? Pero esto está muy tranquilo, ¿no le parece? Más tranquilo que París.
          -El cielo está muy hermoso esta noche.
          He oído decir que hoy están bombardeando el Etat-Major. Malditos embusqués; les hará bien un poco de su propia medicina.
          Martin no respondió. Mentalmente estaba recorriendo los cuatrocientos cinco métres que los separaba del primer puesto de escucha alemán. Pasada la galería, estaban las letrinas, de las que un soplo de viento hacía llegar, de cuando en cuando, un olor nausebundo. Luego estaba el techo de hojalata, que constituía el cobertizo del cocinero y que parecía haber sido estrujado como por una mano. Eso estaba situado justamente tras la segunda línea de trincheras que serpenteaban entre grandes abscesos de tierra húmeda y revuelta, a lo largo de la cima de un pequeño montículo. Hace unos días había estado allí, trepando por la grasienta tierra donde la tripa se había hundido, para contemplar desde el nivel del suelo, durante uno o dos angustiosos minutos, la maraña de trincheras, así como la tierra gangrenada y repleta de hoyos que se extendían hacia las avanzadas alemanas. Y a lo largo de todas esas heridas desperdigadas en la inmunda tierra, había hombres, piernas y pies enormes por los coágulos y coágulos de arcilla que los cubrían, hombres de rostro verde grisáseo con las cicatrices de la fatiga, el temor y el hastío, al igual que las trincheras y los agujeros de las bombas habían marcado la ladera hasta hacerla irreconocible.
          -Aquí estamos tranquilos -volvió a decir el médico-. No se ha presentado un solo caso grave en todo el día.
          -Ahí arriba, en un lugar en la línea del frente, han plantado ruibarbo... Ya sabe, donde la ladera comienza a hacerse pedregosa.
          -Lo hicieron los alemanes... Nosotros nos apoderamos hace dos meses de esa vertiente... ¿Qué tal crece?
          -Dicen que el gas arruga las hojas -Dijo Martin riendo.
          Se quedó largo rato observando las pequeñas filas de nubes que empezaban a cubrir el cielo, semejantes a los volantes del vestido de una mujer. ¿Acaso no era posible, se preguntaba repetidamente, que el cielo fuese una diosa bondadosa que se agacharía suavemente, desde los espacios infinitos, para alzarlo hasta su pecho, donde él se recostaría entre los volantes de nubes de borde ambarino, para desde ahí arriba contemplar la bola giratoria de la Tierra? Tal vez si se hallara lo bastante lejos como para desprenderse de la pestilencia del dolor, pudiese incluso descubrir su belleza.
          -Resulta curioso -dijo de pronto el pequeño médico- observar que, tanto en nuestra mente como en todo lo demás, estamos mucho más cerca de los alemanes que de otros seres.
          -¿Se refiere a que los soldados, en las trincheras, sea cual sea el lado al que pertenecen, están más apartados de sus hogares que unos de otros?
          El pequeño médico asintió.
          -¡Dios mío, qué absurdo es todo esto! ¿Por qué no podemos acercarnos y hablar con ellos? Nadie lucha por nada... ¡Oh, Dios, qué espantosamente estúpido es! -exclamó Martin de repente, en un arrebato que le dejaba indefenso ante el torrente de su encendida sublevación.
          -La vida es estúpida -dijo el pequeño médico, en tono sentencioso.






















Capturas de pantalla, de la película "Senderos de gloria" de Stanley Kubrik, y edición de enriqueponce.
Texto, extraído de "Iniciación de un hombre", de John Dos Passos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario