Gerhard Richter
Dresde, Alemania. 1932
Fotografía bajada de la red. |
Es inevitable que, como consecuencia del descubrimiento de la fotografía, ningún artista, con excepciones de menor cuantía, pudiese enfrentarse con su obra sin conocer en cierta medida este nuevo medio de expresión visual; y lo mismo cabe decir de los fotógrafos, a quienes les era esencial un cierto conocimiento de las otras artes visuales. Gracias a la simbiosis del arte y la fotografía se creó un nuevo y complejo organismo estilístico. Limitarse a decir que se trata de un arte influido por la fotografía, o de fotografía influida por el arte, sería excesiva simplificación. Hay muchos ejemplos de artistas que han encontrado ideas formales en fotografías influidas por cuadros que, a su vez, contenían elementos de forma fotográfica. De hecho, puede afirmarse que esta mezcla de influencias, este sometimiento de un medio de expresión visual a las posibilidades de otro, puede explicar en gran medida la alta incidencia de inventiva que se percibe en la pintura a partir de la aparición de la fotografía.
Incluso en casos en los que la forma fotográfica es parte intrínseca de ese medio, como consecuencia de sus propias y peculiares propiedades mecánicas o químicas, y no de las preferencias personales del fotógrafo, resulta imposible garantizar que se trate de hallazgos exclusivamente fotográficos, porque casi todas las características definibles de la forma fotográfica son ya visibles en la obra de algunos pintores anteriores a la invención de la fotografía. El que una parte de las figuras quede oculta por el marco en que se encajan con frecuencia las instantáneas, por poner un ejemplo, se observa también en los relieves de Donatello, en Mantegna, en la pintura manierista y en los grabados japoneses. La cámara fotográfica de alta velocidad reveló a los pintores posturas de caballos al galope y de pájaros en pleno vuelo que contradecían los convencionalismos de su tiempo, pero ya existían instantáneas anteriores de esas posturas. También podrían mencionarse otras anticipaciones tonales, tanto de escala de perspectiva como de instantaneidad de postura y gesto. En la rueca de Las hilanderas, Velazquez reprodujo unas extrañas imágenes que recuerdan las que encontramos en fotografías de objetos en movimiento. Esas imágenes se encuentran a veces en los vehículos que aparecen en grabados de comienzos del siglo XIX, y en la obra de oscuros artistas medievales acechan sus más primitivos precedentes.
Lo que importa es, sin embargo, que ninguna de estas cosas, como tampoco otras de la misma índole, tuvieran vigencia alguna en el arte europeo del siglo XIX, hasta que aparecieron en las fotografías y que si éstas, por sí solas, no llegaron a sugerir convencionalismos enteramente nuevos, por lo menos sí tuvieron suficiente autoridad como para confirmar con frecuencia ideas que ya germinaban en la mente de los artistas. Aunque siempre es difícil, y, con frecuencia, imposible desenredar incluso unos pocos de los cabos que conforman el tejido de la inspiración, no se puede dudar que la fotografía sirvió para elevar y agudizar la percepción de la naturaleza y el arte por parte del artista.
Hasta el descubrimiento de la fotografía, nunca habían surgido tantas imágenes. La fotografía se insinuó de forma tan inexorable en el arte de esa época, que es posible detectar signos inequívocos de la imagen fotográfica incluso en obras de artistas que la rechazaron. Hasta en casos de artistas que aseguraban haber sobrepasado a la cámara fotográfica en objetividad de visión, tratando de corregir deficiencias que se sabía existían en las fotografías, la exageración misma de sus afirmaciones y la actitud exigente que adoptaban ante sus cuadros se debían, en parte, a la sombra agorera de la cámara fotográfica. Uno se imaginaba lo diferente que sería la obra Modern Painters de Ruskin si la fotografía hubiera sido inventada veinte años antes.
La uniformidad tonal y la lógica descriptiva de la imagen fotográfica entraron directamente, o a través de alguna especie de ósmosis pictórica, en la corriente sanguínea del arte decimonónico. Como cabe suponer, la mayor parte de esos artistas se vieron condicionados por la fotografía de una manera obvia y trivial. Con el apoyo de los críticos y de gran parte del público asiduo de las galerías, que no dejaban de exigir verosimilitud, el único acto de imaginación de esos artistas consistió en elegir las fotografías que mejor les permitían copiar, reverentemente y hasta en sus menores detalles, todo cuanto la luz indiferente y cotidiana había plasmado en las placas. Hay muchos ejemplos de esta clase de pintura, pero resulta mucho más interesante, y mucho más provechoso, comprobar que esos artistas no solamente copiaron las fotografías como recurso práctico, o para satisfacer la obsesión entonces vigente del realismo pictórico, sino también con objeto de transferir a sus cuadros las delicadas novedades o las sorprendentes aberraciones de la imagen fotográfica. Los artistas que buscaban ideas visuales nuevas y rechazaban los convencionalismos, encontraron con frecuencia que la fotografía era tremendamente útil para sus propósitos. De esta manera, las peculiaridades menos evidentes, pero intrínsecas, de la imagen fotográfica fueron incorporándose al vocabulario de la pintura y el dibujo. Había artistas que, en esas irregularidades que los fotógrafos mismos rechazaban, encontraban con frecuencia medios que les permitían crear un nuevo lenguaje formal. De esta manera, es decir, a través, irónicamente, de su propio idioma, la fotografía brindaba maneras de superar el estilo fotográfico trillado.
Lo que importa es, sin embargo, que ninguna de estas cosas, como tampoco otras de la misma índole, tuvieran vigencia alguna en el arte europeo del siglo XIX, hasta que aparecieron en las fotografías y que si éstas, por sí solas, no llegaron a sugerir convencionalismos enteramente nuevos, por lo menos sí tuvieron suficiente autoridad como para confirmar con frecuencia ideas que ya germinaban en la mente de los artistas. Aunque siempre es difícil, y, con frecuencia, imposible desenredar incluso unos pocos de los cabos que conforman el tejido de la inspiración, no se puede dudar que la fotografía sirvió para elevar y agudizar la percepción de la naturaleza y el arte por parte del artista.
Hasta el descubrimiento de la fotografía, nunca habían surgido tantas imágenes. La fotografía se insinuó de forma tan inexorable en el arte de esa época, que es posible detectar signos inequívocos de la imagen fotográfica incluso en obras de artistas que la rechazaron. Hasta en casos de artistas que aseguraban haber sobrepasado a la cámara fotográfica en objetividad de visión, tratando de corregir deficiencias que se sabía existían en las fotografías, la exageración misma de sus afirmaciones y la actitud exigente que adoptaban ante sus cuadros se debían, en parte, a la sombra agorera de la cámara fotográfica. Uno se imaginaba lo diferente que sería la obra Modern Painters de Ruskin si la fotografía hubiera sido inventada veinte años antes.
La uniformidad tonal y la lógica descriptiva de la imagen fotográfica entraron directamente, o a través de alguna especie de ósmosis pictórica, en la corriente sanguínea del arte decimonónico. Como cabe suponer, la mayor parte de esos artistas se vieron condicionados por la fotografía de una manera obvia y trivial. Con el apoyo de los críticos y de gran parte del público asiduo de las galerías, que no dejaban de exigir verosimilitud, el único acto de imaginación de esos artistas consistió en elegir las fotografías que mejor les permitían copiar, reverentemente y hasta en sus menores detalles, todo cuanto la luz indiferente y cotidiana había plasmado en las placas. Hay muchos ejemplos de esta clase de pintura, pero resulta mucho más interesante, y mucho más provechoso, comprobar que esos artistas no solamente copiaron las fotografías como recurso práctico, o para satisfacer la obsesión entonces vigente del realismo pictórico, sino también con objeto de transferir a sus cuadros las delicadas novedades o las sorprendentes aberraciones de la imagen fotográfica. Los artistas que buscaban ideas visuales nuevas y rechazaban los convencionalismos, encontraron con frecuencia que la fotografía era tremendamente útil para sus propósitos. De esta manera, las peculiaridades menos evidentes, pero intrínsecas, de la imagen fotográfica fueron incorporándose al vocabulario de la pintura y el dibujo. Había artistas que, en esas irregularidades que los fotógrafos mismos rechazaban, encontraban con frecuencia medios que les permitían crear un nuevo lenguaje formal. De esta manera, es decir, a través, irónicamente, de su propio idioma, la fotografía brindaba maneras de superar el estilo fotográfico trillado.
Obras de Gerhard Richter.
Texto, extraído de "Arte y fotografía", de Aaron Scharf.
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