Jean Dubuffet
Le Havre, Francia. 1901-1985
Fotografía bajada de la red. |
DOCTOR STOCKMANN.
— Lo haré. Precisamente es este el gran
descubrimiento que hice ayer. El enemigo más
peligroso de la razón y de la libertad de nuestra
sociedad es el sufragio universal. El mal está en
la maldita mayoría liberal del sufragio, en esa
masa amorfa. He dicho.
(Gran alboroto. La multitud patea y silba. Algunos
ancianos parecen aprobar de un modo furtivo. La
SEÑORA STOCKMANN se levanta con ansiedad.
EJLIF y MORTEN se dirigen en actitud
amenazadora a los escolares alborotadores.
ASLAKSEN agita la campanilla y reclama silencio.
HOVSTAD y BILLING gritan a la par, sin que se
les pueda entender. Pasado un largo rato de
escándalo, se restablece la calma.)
ASLAKSEN.
— La presidencia exige que el orador retire lo
que ha dicho, porque, de fijo, ha ido más allá de
lo que quería.
DOCTOR STOCKMANN.
— Me niego terminantemente, señor
Aslaksen. ¿Acaso no es la mayoría de esta
sociedad la que me roba mi derecho y pretende
arrebatarme la libertad de decir la verdad?
HOVSTAD.
— La mayoría siempre tiene razón.
BILLING.
— Sí. La mayoría siempre tiene razón..
DOCTOR STOCKMANN.
— No; la mayoría no tiene razón nunca. Esa
es la mayor mentira social que se ha dicho.
Todo ciudadano libre debe protestar contra
ella. ¿Quiénes suponen la mayoría en el
sufragio? ¿Los estúpidos o los inteligentes? Espero que ustedes me concederán que los
estúpidos están en todas partes, formando una
mayoría aplastante. Y creo que eso no es
motivo suficiente para que manden los
estúpidos sobre los demás. (Escándalo, gritos.)
¡Ahogad mis palabras con vuestro vocerío! No
sabéis contestarme de otra manera. Oíd: la mayoría tiene la fuerza, pero no tiene la razón.
Tenemos la razón yo y algunas otros. La
minoría siempre tiene razón. (Tumulto.)
HOVSTAD,
— ¿Desde cuándo se ha convertido usted en
un aristócrata, señor doctor?
DOCTOR STOCKMANN.
— Os juro que no otorgaré ni una palabra de
limosna a los desgraciados de pecho
comprimido y respiración vacilante, quienes no
tienen nada que ver con el movimiento de la
vida. Para ellos no son posibles la acción ni el
progreso. Me refiero a la aristocracia intelectual que se apodera de todas las verdades nacientes.
Los hombres de esa aristocracia están siempre
en primera línea, lejos de la mayoría, y luchan
por las nuevas verdades, demasiado nuevas
para que la mayoría las comprenda y las
admita. Pienso dedicar todas mis fuerzas y toda
mi inteligencia a luchar contra esa mentira de
que la voz del pueblo es la voz de la razón.
¿Qué valor ofrecen las verdades proclamadas
por la masa? Son viejas y caducas. Y cuando
una verdad es vieja, se puede decir que es una
mentira, porque acabará convirtiéndose en
mentira. (Se oyen risas, burlas, murmullos y
exclamaciones de sorpresa.) No me importa lo más
mínimo que me creáis o no. En general, las
verdades no tienen una vida tan larga como
Matusalén. Cuando una verdad es aceptada por
todos, sólo le quedan de vida unos quince o
veinte años a lo sumo, y esas verdades, que se
han convertido así en viejas y caducas, son las
que impone la mayoría de la sociedad como
buenas, como sanas. ¿De qué sirve asimilar tamaña podredumbre? Soy médico, y les
aseguro que es un alimento desastroso,
créanme, tan malo como los arenques salados y
el jamón rancio. Esa es la razón por la cual las
enfermedades morales acaban con el pueblo.
ASLAKSEN.
— Estimo que el orador se aleja mucho del
tema del programa.
EL ALCALDE.
— Conforme. Lo mismo estimo yo.
DOCTOR STOCKMANN.
— Y yo estimo, Pedro, que eres un loco de
atar. Voy justamente al meollo del asunto,
puesto que estoy hablando de la repugnante
mayoría que envenena las fuentes de nuestra
vida intelectual y el terreno sobre el cual nos
movemos.
HOVSTAD.
— La mayoría del pueblo tiene buen cuidado
de no aceptar una verdad más que cuando es
evidente.
DOCTOR STOCKMANN.
— ¡Por Dios, señor Hovstad, no me hable
usted ahora de verdades evidentes, reconocidas
por todos! Las verdades que acepta la mayoría
no son otras que las que defendían los
pensadores de vanguardia en tiempos de
nuestros tatarabuelos. Ya no las queremos. No
nos sirven. La única verdad evidente es que un
cuerpo social no puede desarrollarse con
regularidad si no se alimenta más que de
verdades disecadas.
HOVSTAD.
— Bueno, doctor; concrete usted. ¿De qué
verdades disecadas se alimenta nuestro cuerpo
social?
(Suenan murmullos aprobatorios.)
DOCTOR STOCKMANN.
— Podría nombrar muchas, si quisiera.
Bastará que diga una, de la cual viven el señor
Hovstad, La Voz del Pueblo y todos sus lectores.
HOVSTAD.
— Diga. ¿Cuál es?
DOCTOR STOCKMANN.
— La creencia heredada de sus antepasados, y
que usted defiende impensadamente sin
descanso: me refiero a la creencia según la cual
la plebe, la mayoría, constituye la esencia del
pueblo; a su juicio, el hombre del pueblo, el que
encarna la ignorancia y todas las enfermedades
sociales, debe tener el mismo derecho a
condenar y a aprobar, a dirigir y a gobernar,
que los seres elegidos que forman la
aristocracia intelectual.
BILLING.
— ¿Qué está usted diciendo?
HOVSTAD. (Al mismo tiempo, gritando.)
— ¿Habéis oído, ciudadanos?
VOCES IRACUNDAS DEL PUEBLO.
— ¡Nosotros somos el pueblo! ¿Es que quieres
que gobiernen solamente los nobles?
UN OBRERO.
— ¡Echémosle a la calle! ¡No toleramos que
nos trate así!
VOCES.
— ¡A la calle! ¡Afuera! ¡A la calle!
UNO.
— Toca tu bocina, Evensen.
(Se oyen gritos, pitidos, y un escándalo tremendo.)
DOCTOR STOCKMANN. (Cuando se calma el
tumulto.)
— ¿Es que no podéis oír por una sola vez en
vuestra vida una verdad sin encolerizaros?
Realmente, no esperaba convenceros a todos en
el primer momento; pero creía que, por lo
menos, estaría de acuerdo conmigo el señor
Hovstad, que es librepensador...
Obra de Jean Dubuffet.
Texto, extraído de "Un enemigo del pueblo", de Henrik Ibsen.
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