domingo, 12 de abril de 2015

"Robert Doisneau"






LOS CAZADORES deMENTES






Robert Doisneau
París, Francia. 1912-1994




Fotografía bajada de la red.





















"La obra"







          Desde que se había levantado, Claude tenía ganas de apartar el biombo y ver. Esta curiosidad, que juzgaba estúpida, no hacía sino redoblar su mal humor. Finalmente, cuando hubo cogido los pinceles con su acostumbrado encogimiento de hombros, se dejó oír un balbuceo en medio de un susurrar de ropas; y de nuevo se reanudó el respirar suave, pero esta vez, dejando los pinceles, no pudo evitar asomar la cabeza. Pero lo que vio hizo que se quedase parado, serio, extasiado, susurrando:
          -¡Ah, caramba!... ¡Ah, caramba!...
          En el calor de invernadero que producían los cristales, la muchacha acababa de destaparse de la sábana; y dormía, muerta de cansancio por las noches de insomnio, bañada de luz, y tan inconsciente que ni un estremecimiento recorría su inmaculada desnudez. En su afiebrado insomnio, los botones de las hombreras de su camisa debían de haberse soltado, ya que se le deslizaba toda la manga izquierda, dejando descubierto su pecho. Era aquella una carne dorada, fina como la seda, la primavera de la carne, con dos pechos pequeños turgentes, henchidos de savia, en los que despuntaban dos pálidas rosas. Con el brazo derecho que se había pasado por debajo de la nuca, la cabeza soñolienta caída hacia atrás, su pecho confiado se ofrecía en una agradable postura de abandono, mientras sus negros cabellos sueltos la revestían aún de un manto oscuro.
          -¡Oh, caramba! ¡Qué hermosa está!
          Era ésa, absolutamente ésa, la figura que había buscado inútilmente para su cuadro, y en casi idéntica postura. ¡Algo delgada, de una endeblez un tanto infantil, pero tan flexible, de una tan lozana juventud! Y, no obstante, con unos senos ya maduros. ¿Dónde diablos escondía, la víspera, aquel pecho, que no había adivinado? ¡Todo un hallazgo!
          Claude corrió raudo a coger su caja de pinturas al pastel y una gran hoja de papel. Luego, acuclillado junto a una silla baja, posó sobre sus rodillas un cartapacio y se puso a dibujar con una gran felicidad pintada en el semblante. Toda su turbación, su curiosidad carnal, su deseo contra el que había luchado desembocaban en aquel deslumbramiento de artista, en aquel entusiasmo por las bellas tonalidades y los bien articulados músculos. Se había olvidado ya de la muchacha y estaba bajo el hechizo de la nieve de los pechos, que resplandecían entre el delicado color de los hombros. Una modestia inquieta le empequeñecía ante la naturaleza, apretaba los codos, volviéndose un niño pequeño, muy prudente, atento y respetuoso. Esto duró cerca de un cuarto de hora, se detenía a veces, aguzaba la vista para ver mejor. Pero como temía que ella se moviese, se volvía a poner manos a la obra, conteniendo la respiración, por temor a despertarla.
          







          De repente le recorrió un escalofrío, parecido a los reflejos cambiantes sobre el satén de su piel. Tal vez había sentido, por fin, esa mirada masculina que la estaba escudriñando. Abrió sus grande párpados y soltó un grito.
          -¡Ah, Dios mío!
          Y el estupor la paralizó: era aquel lugar desconocido, aquel muchacho en mangas de camisa, agachado delante de ella, que se la comía con los ojos. Luego, en un impulso desesperado, cogió la colcha y se la pegó con sus dos brazos contra el pecho, mientras le hervía la sangre de una tal angustia púdica que el rubor abrasador de sus mejillas se extendió hasta los botones de sus pechos en una oleada rosada.
          -Eh, pero ¿qué le pasa?- exclamó Claude, descontento, con el lápiz en la mano.
          Ella no dijo una palabra más, ni se movió, con la sábana apretada contra el cuello, hecha un ovillo, replegada sobre sí misma, deshaciendo apenas la cama.
          -No me la voy a comer... Vamos, hágame el favor, vuelva a la posición anterior.
          Una nueva oleada de sangre hizo que enrojeciera hasta las orejas. Acabó por farfullar:
          -¡Oh, no, oh! ¡No, señor!
          Pero él se iba enfadando poco a poco, en uno de esos bruscos ataques de cólera habituales en él. Encontraba estúpida aquella obstinación.
          -Dígame, ¿qué tiene ello de malo? ¡Vaya desgracia saber cómo está usted hecha!... A otras he visto.
          Entonces ella prorrumpió en sollozos, y él se acabó de enojar del todo, desesperado delante de su dibujo, fuera de sí sólo de pensar que no lo acabaría, que la gazmoñería de aquella muchacha le impediría contar con un buen estudio para su cuadro.
          -No quiere, ¿eh? ¡Pues es usted una imbécil! ¿Por quién me toma?... ¿Acaso le he puesto la mano encima?, ¡dígame! De haber pensado en esas tonterías, no me habría faltado ocasión esta noche... ¿Ah, me traen sin cuidado, querida! Ya me puede enseñar usted todo... Y, oiga, además no es muy amable por su parte a negarme este favor, pues al fin y al cabo le di cobijo y ha pasado la noche en mi cama.
          Ella lloraba más fuerte, con la cabeza hundida en la almohada.
          -Le aseguro que lo necesito, pues de lo contrario no la molestaría.
          Tantas lágrimas le sorprendían, por lo que se avergonzó de su rudeza; e, incómodo, se calló, dejó que se calmara un poco; acto seguido, prosiguió diciendo con voz muy dulce:
          -Vamos, puesto que ello la contraría, no se hable más. ¡Sólo que si usted supiera!... Hay una figura en mi cuadro que no avanza del todo, ¡y estaba usted tan bien en el apunte! Sería capaz de cortarles el cuello a mi padre y a mi madre tratándose de esa condenada pintura. Me disculpa, ¿verdad?... Y, mire, si fuera usted amable me concederá unos minutos más. ¡No, no, tranquila! ¡El busto no, no le pido el busto! ¡La cabeza, sólo la cabeza! ¡Si al menos pudiera acabar la cabeza!... ¡Por favor, tenga la bondad, vuelva a poner su brazo tal como lo tenía, y le estaré agradecido, oh, agradecido toda mi vida!
          En aquel momento suplicaba, mientras agitaba su lápiz en acción implorante, presa de la emoción de su gran deseo de artista. No se había movido, por lo demás, acuclillado en todo momento junto a la silla baja, a distancia de la muchacha. Entonces ella se arriesgó y descubrió su rostro apaciguado. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Estaba a su merced, y él daba la impresión de ser tan desgraciado! Vaciló, sin embargo, un momento, sintiendo una última incomodidad. Y, lentamente, sin decir una palabra, sacó su brazo desnudo y lo deslizó de nuevo por debajo de su cabeza, teniendo mucho cuidado de sujetar con su otra mano que había quedado escondida la colcha, enrollada en torno al cuello.
          -¡Ah, qué buena es usted!... Voy a darme prisa, enseguida quedará libre.








          Se había inclinado sobre su dibujo y no le dirigía más que esas limpias miradas de pintor para quien la mujer ha desaparecido y que no ve sino a la modelo. Primero, ella se había sonrojado, y la sensación de tener su brazo desnudo, ese poco de sí misma que habría enseñado candorosamente en un baile, la llenaba allí de confusión. Luego, aquel joven le pareció tan razonable que se tranquilizó, con las mejillas enfriadas y la boca abierta en una vaga sonrisa de confianza. Y con sus párpados entornados le estudiaba a su vez. ¡Cómo la había aterrado la víspera con su barba poblada, su cabeza gorda, sus bruscos ademanes! Sin embargo, no era mal parecido, en el fondo de sus ojos castaños descubría una gran ternura, mientras que su nariz le sorprendía, también a ella, una nariz delicada de mujer, perdida entre los hirsutos pelos del bigote. Le sacudía un temblorcillo de inquietud nerviosa, una constante pasión que parecía animar el lápiz en la punta de sus delgado dedos, y que la emocionaba mucho, sin saber por qué. No podía ser malo. Debía de tener sólo la brutalidad de los tímidos. Aunque no lo analizaba todo esto muy bien, notaba que se iba sintiendo a sus anchas, como en casa de un amigo.











Fotografías de Robert Doisneau.
Título y texto, extraído de "La obra", de Émile Zola.




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