Diane Arbus
EEUU, 1923-1971
Foto: Allan Arbus. |
"El orden natural de las cosas."
Ayer, Iolanda, cuando pedí permiso en el trabajo para acompañarte a la consulta en la Asociación de Diabéticos, y salimos muy pronto para no perder al médico,
(tan pronto que la noche del río entraba con las luces de los barcos por el día de la ciudad)
ayer, mientras caminábamos hacia la rotonda de Alcántara en busca de un taxi, sentí que la albura y la sombra se empujaban en la muralla del Tajo y que no era imposible que pasase una trainera bogando por la calle, con el patrón al timón y el farol de popa despidiendo clarores en el asfalto,
como no era imposible que las casas de la Quinta do Jacinto echasen raíces de estuco en el agua,
y te amé por permitirme vivir contigo el milagro de un poniente o de una aurora en la que los árboles se despeinaban de algas, y los petroleros adquirían la dimensión de catedrales, con santos, y cirios, y altares en la bodega, y las notas del canto gregoriano que salían con el humo por las chimeneas enormes. Amé tus hombros estrechos, tu nariz, que goteaba de gripe, la voz que se irritaba y me reprendía, las piernas delgadas bajo la gabardina, amé la fragilidad de tu cuerpo y tu modo de andar, doblada por la brisa de febrero, y amé
disculpa
tu enfermedad que me permite acompañarte, en la madrugada de Lisboa, como si formásemos a los ojos de los demás una pareja, a pesar de culparme de tu constipado y de lo mal que está el transporte, de exigirme que encontrase un taxi en la neblina que diluía los automóviles, y de gritar que me odiabas con los ojos pestañeantes, relucientes de fiebre, encima de los flecos de la bufanda.
...por fin, Iolanda, cuando estornudabas por tercera vez y sacabas pañuelos de papel del bolso, asomó una bombilla verde que navegaba en la rotonda detrás de un coche funerario, y yo, deseoso de agradarte, sin reparar en el tráfico, me eché a trompicones al asfalto, amenazado por guardabarros, por bocinas e insultos...
...el taxi se paró junto a nosotros, con el capó tembloroso, al mismo tiempo que tú abrías la puerta llamándome imbécil, culpándome de neumonías futuras, previniéndome, furibunda, No te atrevas a tocarme, y te acomodabas, sonándote, en el asiento...
...me advertiste, tirándome de la ropa, Tienes el culo encima de mi gabardina, estúpido...
... -Estupendo, me has arrugado la falda -rezongaste tú mostrando un pedazo de tela-, voy a llegar preciosa a ver al médico.
Y me vino a la cabeza que hay momentos, mi amor, cuando no estoy contigo, en el trabajo, durante la comida, en el vestíbulo de la empresa, en las fotocopias que sello, en el autobús hacia casa, en los que encuentro en mi cuerpo, en mis ropas, en mi aliento, el olor a crisantemos que desprendes, de tal modo que me siento tan cerca de ti como si te habitase, como si fueses, como tanto deseo, mi único alimento, mi País, mi ciudad, mi hogar, como si tu sangre iluminase mi voz y yo caminase, en la Quinta do Jacinto, guiado por el incienso de tus ojos, al encuentro de un pecho joven que me espera.
...
Y en esas ocasiones, Iolanda, y sólo en esas ocasiones, cuando mis cincuenta años se alejan de mí y me liberan, dejándome suelto, desenvuelto, seguro, fuerte, sin miedos, sin dudas, mi existencia adquiere una limpidez matinal, un sabor a agosto, una textura que me tranquiliza, me madura y justifica, permitiendo que los nervios se aflojen y consiga dormir, no digo ya en el nido de tu ternura, sino por lo menos en tu aceptación de mí, extendido a tu lado, sin tormento ni dolor, como bajo el chubasco de sombra de los sicómoros en verano, respirando el perfume de los crisantemos.
Iolanda, mi amor, domingo de mi vida, te quiero. Te quiero y creo, tengo la pretensión de creer, que entiendo tu impaciencia, tus irritaciones repentinas, tu alternancia de inteligencia y estupidez, de abandono e ímpetu, de inocencia y de malicia, que entiendo tu resistencia a hablar, tus arranques infantiles, tu asco de mí. Mi edad y mis patas de gallo se interponen entre nosotros como un muro que te impide estimarme, separados por años y años de experiencias y sustos que no compartimos, que no podremos compartir. Y sin embargo, querida, comprendo tan bien cuando por la tarde tu rostro se oscurece y se vela, cuando te sientas a la mesa para comer con malos modales el pollo o el sargo de tu tía, cuando dejas la servilleta en la mesa, empujas la silla y te encierras en el cuarto sin explicaciones ni disculpas, mirando el río más allá de los trenes, de las gaviotas y de las grúas tímidas, aguilón tras aguilón, mientras se aproxima la noche.
Iolanda, te quiero. Te quiero en tu imposibilidad de comer dulces que transformas en una decisión personal, en una deliberación activa, quiero las pupilas que comienzan a empañarse con las cataratas, los riñones que sufren en silencio, la protesta del páncreas. Te quiero con la infinita, extasiada piedad de la pasión, te quiero cuando sudas en tu sueño, y yo bebo cada gota de ti recorriéndote poro a poro con la avidez de la lengua.
Fotografías de Diane Arbus.
Título y textos extraídos de "El orden natural de las cosas" de Antonio Lobo Antúnez.
Foto bajada de la red. |
Antonio Lobo Antúnez
Portugal, 1942
inolvidable Diane Arbus, en la captación de su sensibilidad única
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