jueves, 24 de octubre de 2013

"Richard Avedon"





LOS CAZADORES deMENTES





Richard Avedon
EEUU, 1923-2004




Fotografía bajada de la red.









"The american west"




           Ésta es la historia de Danny y de los amigos de Danny y de la casa de Danny. Es la historia de cómo estos tres elementos se convirtieron en uno, de manera que si en Tortilla Flat se hablaba de la casa de Danny, no se refiere uno a la estructura de madera cubierta de un encalado viejo y desconchado, donde sobresale un antiguo rosal de Castilla sin podar. No, cuando se habla de la casa de Danny se entiende que uno se refiere a una unidad cuyas partes son hombres que irradian dulzura y alegría, filantropía y, a la postre, una tristeza mística.





          Muchísima gente veía al Pirata todos los días; algunos se reían de él y otros lo compadecían, pero nadie lo conocía realmente y nadie se metía en sus asuntos. Era un hombre grande y ancho, con una enorme barba negra y peluda. Vestía vaqueros y camisa azul y no llevaba sombrero. En la ciudad calzaba zapatos. En sus ojos se producía una contracción cada vez que trataba con un adulto, la mirada secreta de un animal al que le gustaría salir corriendo si se atreviera a volver la espalda a tiempo.





           Si hubiera sido un héroe, aquel Portagee habría pasado una etapa miserable en el ejército. El hecho de que se tratara del grandote de Joe Portagee, con un decoroso entrenamiento en la cárcel de Monterrey, no sólo lo salvó de la miseria de un patriotismo frustrado, sino que fortaleció su convicción de que igual que la mitad de los días de un hombre están debidamente dedicados al sueño y la otra mitad a la vigilia, así la mitad de los años de un hombre transcurren debidamente en la cárcel y la otra mitad fuera de ella.





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           Dolores Engracia Ramírez vivía en su propia casita en la parte alta de Tortilla Flat. Les hacía las tareas de la casa a algunas señoras de Monterrey y pertenecía a las Hijas Nativas del Oeste Dorado. No era hermosa esta enjuta paisana, pero había en su figura una cierta voluptuosidad de movimientos; había en su voz algo de gutural que algunos hombres encontraban indicativo. Sus ojos podían arder tras una bruma con una pasión soñolienta que los hombres para quienes la carne es importante encontraban atractiva y realmente tentadora.





          Jesus María Corcoran era un ejemplo de humanidad. Intentaba aliviar el sufrimiento, se esforzaba por mitigar el dolor, compartía la felicidad. No existía ningún Jesus María severo ni alocado. Su corazón estaba libre para quien quisiera utilizarlo. Sus ingenios y recursos estaban a disposición de quien los tuviera en menos cantidad que él.





          La señora Teresa Cortez, sus ocho hijos y su anciana madre vivían en una agradable casa de campo al borde del hondo barranco que define la frontera sur de Tortilla Flat. Teresina era una mujer madura de buen ver, cercana a los treinta. Su madre, esa anciana enjuta y sin dientes, viuda de una generación pasada, tenía cerca de cincuenta años. Pasó mucho tiempo antes de que alguien recordara que se llamaba Angelica.









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          Los paisanos de Tortilla Flat no utilizaban relojes. De vez en cuando uno de los amigos adquiría un reloj de pulsera de forma extraordinaria, pero lo guardaba sólo el tiempo suficiente para cambiarlo por algo que realmente quisiera. Los relojes eran muy estimados es casa de Danny, pero sólo como medio de intercambio. Para objetivos prácticos estaba el gran reloj dorado del sol. Era mejor que un reloj y más seguro, pues no había manera de canjeárselo a Torrelli.










          Monterrey tiene una cualidad inalterable. Casi todos los días por la mañana el sol brilla en las ventanas del lado oeste de las calles, y por las tardes en el lado este de las mismas. Todos los días el autobús rojo va haciendo ruido de acá para allá entre Monterrey y Pacific Grove. Todos los días las fábricas de conservas lanzan al aire un hedor a pescado en lata. Todas las tardes el viento sopla desde la bahía y agita los pinos de las colinas. Los pescadores se sientan en las rocas con las cañas en la mano y tiene el rostro esculpido con paciencia y con cinismo.





          La muerte es un asunto personal que despierta pesadumbre, desesperación, fervor o mueve a una filosofía descorazonadora. Los funerales, por el contrario, son actos sociales. Imaginaos ir a un funeral sin haber sacado brillo al automóvil. Imaginaos estar de pie junto a la tumba sin llevar puesto el mejor traje oscuro y los mejores zapatos negros con un brillo llamativo. Imaginaos enviar flores a un funeral sin ninguna tarjeta que las acompañe y que demuestre que habíais hecho lo correcto. En ninguna institución social como en los funerales es tan rígido el ritual establecido de conducta. Imaginaos la indignación si el sacerdote modificara el sermón o ensayara expresiones faciales. Considerad el trastorno que se produciría si en la funeraria no se utilizaran más que esas pequeñas sillas de tortura, plegables y amarillas, que tienen duros los asientos. No, cuando muere, a un hombre se le puede amar, odiar, llora o echar de menos, pero una vez muerto se convierte en el principal ornamento de una celebración social complicada y solemne.















Fotografías y título de Richard Avedon.
Textos extraídos de "Tortilla Flat" de John Steinbeck.










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