"Osita durmiendo"
Presumo que un buen explorador tiende a despertarse al alba a fin de efectuar las diversas observaciones científicas correspondientes al día que se inicia. Debe ser por eso que también yo me despierto casi siempre muy temprano, pero en vez de levantarme y consultar los variados instrumentos que equipan a Fafner, me quedo agradablemente en la casa y me dedico a estudiar un tema jamás tratado por Vespucio, Cook o el comandante Cousteau, en otras palabras la manera de dormir de la Osita.
Esta manera de dormir es acaso la de todas las ositas, cosa que me sería imposible verificar, razón por la cual me cuidaré de generalizaciones imprudentes. En el caso de la Osita su sueño pasa por dos etapas principales, la primera de las cuales no tiene nada de extraordinaria, es decir que la Osita busca la posición más cómoda y agradable, se arropa de acuerdo con la temperatura ambiente, y durante gran parte de la noche duerme con gran naturalidad, casi nunca boca arriba y casi siempre boca abajo, con intermedios laterales que nunca duran demasiado pero que ceden a las otras posiciones sin esfuerzo alguno y después de suaves desplazamientos que muestran lo profundo y agradable de su sueño.
Cuando llega el alba, o sea el momento en que tiendo a despertarme del todo, pues las observaciones anteriores las he hecho sin demasiado rigor científico, advierto al poco tiempo que la Osita ha entrado en la segunda etapa de su sueño. Es aquí donde cabe preguntarse si esta manera de dormir es propia de ella o si abarca su entera especie, puesto que se trata de un comportamiento bastante insólito y hasta extraordinario, y que consiste en las continuas tentativas que hace la Osita dormida para convertirse en un paquete, lío, bulto, o atado, que de todo tiene, gracias a un sistema de movimientos, gestos, tirones, tracciones y enredos que progresivamente la van envolviendo en las sábanas hasta convertirla en un gran capullo blanco, rosa, o azul con listas amarillas según el caso, al punto de que un cuarto de hora después de iniciada esta metamorfosis del amanecer que siempre contemplo estupefacto, la Osita desaparece en una atorbellinada confusión de sábanas que, dicho sea de paso, van desapareciendo al mismo tiempo, de mi lado de la cama, pues nadie podría imaginar la fuerza que despliega la Osita para ir atrayéndolas hasta conseguir involucrarse enteramente en ellas y por fin quedarse quieta después de una última serie de evoluciones que completan la crisálida y la felicidad evidente de su ocupante.
Apoyándome con un codo en el colchón, que es lo último que queda, contemplo enternecido a la Osita y me pregunto a qué profunda necesidad de retorno uterino o algo así responde su empecinado trabajo de cada amanecer. Sé muy bien (porque al principio no lo sabía y tuve miedo) que nada de eso me rechaza, pues me basta rozar con un dedo el paquetito tibio a mi lado para que de sus profundidades emerja un suavísimo gruñido de satisfacción. El misterio es total, como se ve, porque la Osita está contenta de sentirme a su lado y a la vez se refugia en un claustro al que yo no podría llegar sin destruir su preciosa penumbra, su temperatura íntima, y algo en ella lo sabe y lo defiende desde el alba hasta el despertar definitivo. Alguna vez —ya no— hice la prueba de desenvolverla lo más suavemente posible del capullo, porque tenía miedo de que se ahogara con las sábanas enredadas y las confusas almohadas, y supe lo que significaba separar sus manos de los nudos, lazos y otros flecos que hacían las sábanas entre sus dedos. De manera que ahora me limito a mirarla dormir en su efímera y sin duda atávica hibernación y espero que se despierte sola, que empiece a desenredarse poco a poco, a sacar una mano, un chorrito de pelo, un culito o un pie, y que después me mire como si no hubiera pasado nada, como si las sábanas no fueran un gran remolino en torno a ella, la crisálida rota de donde asoma mi nuevo día, mi razón para vivir un nuevo día.
Capturas de pantalla y edición de enriqueponce 2020.
Texto de J.C. extraído de "Los autonautas de la cosmopista" de Carol Dunlop y Julio Cortázar.
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