“El glamour perdido”
Joan Crawford, fotografía de George Hurrell.
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“Nunca salgo afuera a menos que me parezca a Joan Crawford, la estrella de cine. Si quieres ver a la chica de al lado, ve al lado”, decía la susodicha porque tenía bien aprendido que trabajaba para la fábrica de sueños que suponía Hollywood por aquel entonces. Hoy día el glamour de aquellas divas es un lugar caduco, como cuando miramos una noche estrellada y lo que podemos ver en ellas en presente es el pretérito de la luz extinta de aquellos lejanos mundos. A día de hoy mientras los personajes públicos abogan por su proximidad a una prosaica normalidad, la gente anónima aspira impunemente y a toda costa por sus cinco milésimas de segundo de celebridad. Conocen hoy más de luces y poses un/una adolescentes imberbes con su i-phone que George Hurrell después de haber pasado por su estudio todas las actrices de aquella dorada época. Ava Gardner podía ser el animal más bello de entonces, pero ahora hasta al macaco Naruto por un selfie casual se le pretende propietario de propia capacidad jurídica, productor de trending topics de vanidad en la red, y estatus de influencer. Pero las contradicciones no son patrimonio ni del hoy ni del ayer, esos mismos actuales profusos perfiles anónimos de la red también fingen un pasado que es presente que aún no ha acontecido, pues con ellos nacen los momentos en que los acontecimientos dejaron de ser representados para su rememoración y comenzaron a existir para ser representados. Es tal la perversión en la que caemos a diario que hasta el contemporáneo revisionismo histórico a través del coloreado de los documentos originales roza la intención reinterpretativa de la misma más que ser simple retoque de aquella.
Hemos cometido el gravísimo error histórico de ser los hombres quienes escribimos la historia de las mujeres. A esa parca, sectaria y discriminada parcela que les hemos permitido ocupar, a la vez la hemos distorsionado con nuestra sesgada y acomodada visión de machos dominantes. Pero no es simplemente una cuestión de cuotas de poder, es mayoritariamente una perspectiva holística del todo, porque pensando lo que queremos que ellas piensen incrustamos la idea en la sociedad con tal fuerza que ellas a su pesar también de alguna manera pecan de la misma sesgada visión y parecer. Así habría que empezar por cambiar toda la historia desde el principio, desde la manzana culpable, pero entonces con la iglesia habríamos topado y eso supondría milenios de lucha a contracorriente. Por eso, en la actual corriente reivindicativa feminista que recorre el mundo occidental, tengo la sensación de que no se critican como nefastas ciertas actitudes machistas sino el no tener acceso a ellas la otra mitad de la población, pues por ejemplo que los trabajadores abogaran por el género del látigo que los fustigue no es razón, creo sinceramente que el argumento determinante debiera ser la democratización de las empresas, no la cuota de poder sino su cualidad. Al igual da la sensación que el punto de inflexión de desconcierto apocalíptico que se le presenta al hombre moderno es lo que permite a la mujer ahora dar un paso fullero adelante: ni el presente ni el pasado de la historia de la humanidad son como para estar orgullosos, como así mismo lo que el futuro parece ofrecer es de temer, y todo ello es obra del varón abrumado y desconcertado que parece estar dispuesto de una vez a dejar que pasen las mujeres para arreglar este desaguisado. Porque un hombre no piensa nunca lo que resulta ser mujer, lo que ese ser supone ser, no piensa jamás que en la calle será siempre observada, desnudada con la mirada, no piensa que su opinión será siempre ninguneada, menospreciada, no piensa que tiene que convivir con el dolor periódico, toda la vida, con el miedo a la agresión personal como atentado, como conquista. A la mujer se le ha relegado históricamente a una parcela donde convive en la obligación de ser un ser para otro ser, a un destino amputado, a una frustración permanente, siendo la sustracción de otro más que un ser independiente, su esclava, su puta, su diosa, costilla de. Un hombre no piensa en la mujer si no es como prolongación de su miembro, o si se quiere el hombre sólo piensa en la mujer como una extensión más de su acción. Tal como dice Simone de Beauvoir: “No se nace sino que se deviene mujer”. Y aunque la mediocridad del liderazgo histórico del hombre deja una herencia nefasta, las espurias reivindicaciones de ellas que al calor del periodismo mediático se manifiestan por doquier últimamente están dejando a un lado el buen hacer que a la sombra del sistema estaban cuajando en su favor: mayor capacidad para la formación y su tendencia connatural por la humanista, una idiosincrásica sensibilidad personal y por consecuente capacidad empática deformada en el otro género, o el particular grado de acomodo que las féminas poseen en sintonía con el instinto de reproducción. El nivel de autoexigencia en la mujeres no tiene parangón, su fortaleza es la que ha levantado a la humanidad en todas aquellas crisis en que el hombre la ha hecho caer, y la peor de todas, la que aún apenas comienza el combate en pos de su abolición, que es la violencia machista, resulta una epopeya contra una violencia más general que genérica de lo que todos queremos creer.
Mario De Biasi. “Gli italiani si voltano, Milano,1954”
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Aunque a veces las cosas no son lo que representan, o no representen lo que parecen. Nos formamos ideas y luego buscamos su representación, su plasmación, confirmación. Consentimos hasta cierto punto que las palabras nos engañen, a través de su locuacidad o su interpretabilidad, también permitimos que un grabado sea reinterpretable, así nos lo clarificó el “Ceci n’est pas une pipe” de Magritte, pero ello en el formato fotográfico es como una traición a toda su ontología. Desconcierta comprobar que por encima de su absoluta certificación la imagen fotográfica puede servir además para escenificar la realidad, unotra. Conocemos la Italia de la posguerra de la II Guerra Mundial sobre todo gracias a aquel estilo denominado “Neorrealismo”, quien desde la ficción cinematográfica nos narró las condiciones posfascistas de un pueblo sumido en el atraso y penuria económica. Roberto Rossellini, Luchino Visconti o Vittorio De Sica se apropiaron de un medio de características eminentemente industriales y comerciales e imponiendo nuevas formas de producción, como fueran la improvisación de un guión abierto o los actores no profesionales, documentaron para el futuro aquella sociedad desestructurada y exhausta tras el gran conflicto, y eminentemente perpetuaron aquellas maneras para nuestra memoria histórica. Mientras la nueva América optaba por construir una nueva realidad, el negocio del sueño, plena de idealismo e ilusión, y era reimportada por aquellos oportunistas vencedores tras la nueva paz, la vieja Europa, escenario de aquellos luctuosos años bélicos, decide narrar la vida tal cual se le presenta, es el tiempo del crudo neorrealismo existencialista y comprometido. Aun su ardor muchas de aquellas formas han perdurado hasta tiempos muy próximos, tal vez cuestionadas pero vigentes en el presente. Una de ellas fue y es el piropo. Resulta paradójico que lo que en un principio fuera la definición de una piedra granate muy apreciada y luego usada figuradamente por Calderón o Quevedo como metáfora de palabras bonitas, y después pasase coloquialmente a ser frase de cumplido o halago, el requiebro a los atributos de otra persona finalmente recayera en la hostil acción del acoso, eminentemente machista. Y de este gesto y de aquella época y sobre soporte de imagen fija también existen documentos, iconos marcadamente reconocidos en el ámbito fotográfico o más allá, que son los casos de las instantáneas “American girl in Italy” 1951 de Ruth Orkin y “Gli italiano si voltano” 1954 de Mario de Biasi. Pero frente a lo evidente que muestran ambas fotografías, por sobre su significado, sobrevuela unotra verdad menos trascendental, desilusionante.
Ninalee Craig era una joven norteamericana de viaje en Florencia cuando conoció a la fotógrafa Ruth Orkin que regresaba de trabajar en Israel. En una síntesis de osadía y diversión deciden salir y escenografiar la candidez de un paseo por las calles de aquella ciudad bella y deprimida. A la postre es sólo una de aquellas instantáneas la que trasciende, y hasta se propone como prototipo del machismo acosador, ya que en ella se ve a Ninalee con gesto contrariado y supuestamente importunada por quince hombres, lo que al fin no resultó ser tal. Lo cierto es que todo fue parte de un juego, y ninguno de aquellos hombres desocupados intentó sobrepasarse en ningún momento pues la única interacción con ellos fue cuando Ruth les pidió que no miraran a la cámara mientras ella capturaba apenas dos tomas de aquella escena. Igualmente la fotografía de Mario es otro tipo de puesta en escena provocada, ya que un encargo de la revista Epoca quería demostrar que era mejor que las chicas saliesen acompañadas. A la entrada de la “Galería de Milán” la artista Moira Orfei se pasea vestida provocativamente frente a otro grupo de desocupados, mientras tras de sí el fotógrafo la seguía discretamente para captar sus reacciones. Porque a veces las cosas no son lo que representan, o no representan lo que parecen.
Ruth Orkin, “American girl in Italy, 1951”
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Conté con la suerte de crecer en la magia de este cine del acá y del allende del Atlántico, comprometido a pesar del McCartismo, admirarme con los ojos de Bette Davis, endulzarme con Irma la dulce, bailar con Ginger Rogers, desayunar con Audrey Hepburn, bajar rápidos con Katharine Hepburn, sufrir los rigores de tejados de zinc con Elizabeth Taylor, educarme entre luces y bohemias, entre vino y rosas, en la ley del deseo, con faldas y a lo loco, entre mujeres fuertes y débiles, humanas, sensibles, fascinantes, verdaderas. Para ser justos debiera incluir a los galanes de entonces junto a aquellas actrices de época, pero a mi favor alego que nunca he pretendido escribir “por” ellas sino “de” ellas. Pero además tengo la suerte de vivir una época mediática donde los residuos de celuloide se anteponen por sobre los de piedras o pictóricos, aunque la fotografía y cine son dos maneras distintas de ver, uno es la dinámica del tiempo y la epopeya de la acción, y la otra es el escrutinio pausado y estático, son la aventura del movimiento frente al vértigo del conocimiento. Aunque ambos sean para la mirada, el cine es para los ojos y la fotografía para el cerebro. La gran enseñanza de la fotografía es su capacidad de desvelar tras una realidad aparente la oculta unotra inalcanzable verdad, por ende su poder es cuestionar la consensuada normalidad, lo que compromete a todo operario que use o abuse del medio en un afán infructuoso de atrapar cualquier apariencia de realidad, tal como nos aclaró Duane Michals.
Vivimos un mundo tendente a la estandarización, la normalización es la norma, lo que de ahí se salga es anatema, vivimos en continua apología de la normalidad, o lo que es lo mismo de la mediocridad. Resulta incuestionable que la procreación del ser humano es un bien mientras que miles de millones de habitantes en el planeta comienzan a ser un gran problema, y el fin de los recursos para un bienestar básico empieza a ser evidente; comprar es un bien para la economía mientras que el desafuero consumista está agotando los ecosistemas, y más cuando utilizamos la riqueza para frivolidades y nos olvidamos de la solidaridad, la filantropía o/y el altruismo; las monarquías, los totalitarismos o la democracias corporativas fueron y son lo normal por encima de sus estructurales injusticias o contradicciones y que siempre a posteriori hemos de reacomodar las consecuencias de sus fanáticos extremismos; la “gentificación”, o sea el turismo abusivo y también mejor llamado “disneyficación”, es un recurso alternativo como forma de desarrollo para múltiples regiones de múltiples países a la par que su exceso está acabando con las idiosincrasias particulares, además que a la vez nos desvela las incongruencias de una sociedad borrega e infantilizada: antes del terremoto del Nepal del 2015 la aglomeración causada por los viajeros comenzaba a ser un problema medioambiental, después el país no pudo contar con los recursos que antes le aportaran porque desaparecieron de la noche a la mañana sin acordarse de su solidaria asistencia y reconstrucción, aún así en la sede de la Unesco se siguen amontonando las solicitudes para declarar ciertas zonas como Patrimonio de la Humanidad, ya que ello significaría la atracción de los capitales necesarios para el desarrollo de dichos territorios. Tan incongruente y cierto todo ello como cuando estalló la I Guerra Mundial y la gente hacía cola para alistarse voluntariamente ya que corrió la ilusión profética colectiva de salvar a la patria en una batalla heroica de apenas algunas semanas, pero ¿de qué sirve la libertad de una persona si su única opción es la vulgaridad de matar cuando todos lo hacen también?.
El actual revisionismo histórico feminista tendrá una cuenta pendiente con el futuro si una autocrítica a tiempo no deja a un lado ciertos equívocos que enarbola impunemente: resaltar pretéritas individualizaciones femeninas intrascendentes no es el camino, ni demandar cuotas injustas de poder sin más, ni su legítimo derecho a participar en todas las guerras, ni la subvención de una particular liga de fútbol o tener el derecho de gritar desaforadamente enrollados en una bufanda en el foro de cada fin de semana, no son ellos baluartes para ningún cambio. Que el pasado no fuera el lugar para las mujeres no debe vetarlas para que el futuro no sea de ellas, pero siempre y cuando no pretendan copiar las mismas formas y maneras que nos trajeron hasta éste aquí. Para bien o para mal lo que el hombre construyó sin tenerlas presentes o aún en contra de ellas lo hizo sin tener en cuenta su opinión, así que si de lo que se trata es de emular la lid se circunscribe únicamente en una cuestión de derechos, pero si lo que pretende el movimiento feminista es coger las riendas no debiera contar con su par y empezar por construir un mundo mejor. La cartografía de su alma es el territorio virgen de toda mujer, el barro para conformar su proyección, y al igual que la moda selfie que esconde el balbuceante extrañamiento y ansia de reconocerse, situarse y reivindicarse, aquellas noveles artistas pioneras -Frida Kahlo, Cindy Sherman, Ana Mendieta, entre muchas- dieron la pauta del cómo debe ser construido ése mundo nuevo: de dentro a afuera. También tal vez Richard Avedon desmitificándolas y captándolas como mujeres y no etéreas estrellas inalcanzables desterró aquel glamour ancestralmente bíblico e incrustado en nuestra piel a fuego y sangre, pero éste no es más que aquello que echamos de menos de cuando aún no nos atenazaban las responsabilidades ni cargábamos con sus consecuencias. El glamour perdido es, entre otras cosas y para algunos, entre los que me cuento, el certero valor de la fotografía analógica como trasunto reflejo, cual sombras de plata de aquel referente, antes de convertirse en la incerteza binaria de los logaritmos de la posfotografía, o el placer de la magia cinemascope proyectada en salas comunales aportando ilusión frente al contemporáneo uso de un solitario Netflix a la carta para un público eternamente adolescente. Pero atrás quedó aquella sociedad patriarcal con sus caducos y desequilibrados sólidos valores sustituida imperceptiblemente por la presente fugaz caducidad de los tiempos y espacios líquidos que se escurren entre dedos de banalidad, ojalá que en el futuro para ellas advenga un tiempo en que la profecía de Simone de Beauvoir se haga realidad: “El día que una mujer pueda no amar con su debilidad sino con su fuerza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal”.
Katharine Hepburn, fotografía de Richard Avedon.
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Texto de enriqueponce 2020.
Fotografías de los autores citados.
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