Edward Weston
EEUU, 1886-1958
Fotografía de Brett Weston, 1929. |
"Cocinando desnudos"
A un célebre diseñador de modas le oí decir, mientras ajustaba un insignificante trapo semitransparente de siete mil dólares sobre los huesos de una modelo bulímica, que el mejor atavío de una mujer es su sonrisa radiante. A veces es todo lo que se necesita, pero por desgracia yo lo he descubierto algo tarde, después de malgastar mucha vida rabiando frente a mi closet y a una edad en la que no resulta gracioso andar en cueros.
Todo lo que se cocina para un amante es sensual, pero mucho más lo es si ambos participan en la preparación y aprovechan para ir quitándose la ropa con picardía, mientras pelan cebollas y deshojan alcachofas. Lástima, mi marido es buen cocinero, pero no es coqueto. Sería divertido verlo afanado con sus cacerolas mientras lanza piezas de su vestuario por los aires... Le he contado de los adamitas, una secta cristiana del siglo II, cuyos miembros se desplazaban desnudos con la idea de recuperar la inocencia de Adán anterior al pecado original, pero no es un hombre que capte indirectas y hasta ahora no he logrado que se quite los bluyines grasientos con que ejerce su incuestionable autoridad en la cocina. Pocas virtudes más eróticas puede poseer un hombre que la sabiduría culinaria. Lo primero que me atrajo de él fue la increíble historia de su vida -que no tuvo inconveniente en contarme en nuestro primer encuentro (...)- pero realmente me enamoré varias horas más tarde, al verlo preparar una cena para mí. Al día siguiente de conocernos me invitó a su casa. En aquél tiempo él vivía con unos monstruos que, después supe, eran sus hijos, y una colección de mascotas detestables, desde unas ratas neuróticas, que pasaban sus míseras existencias enjauladas mordiéndose las colas unas a otras, hasta un perro sin control de esfíteres y un estanque donde flotaban tristes peces agonizantes. Aquél espectáculo habría espantado a cualquier mujer normal, pero yo sólo tuve ojos para ese hombre moviéndose con soltura entre sus cacerolas. Muy pocas mujeres latinoamericanas han tenido una experiencia semejante, porque en general los machos de nuestro continente consideran toda actividad doméstica como un peligro para su siempre amenazada virilidad. Admito: mientras él cocinaba yo lo despojaba mentalmente de sus ropas. Cuando mi anfitrión encendió las brasas de la parrilla y de un cruel hachazo partió un cadáver de pollo por la mitad, sentí una mezcla de pavor vegetariano y primitiva fascinación. Después arrancó del jardín hierbas frescas y seleccionó de un armario varios frascos de especias, entonces comprendí que me encontraba ante un posible candidato con excelente materia prima, a quien unos cuantos años conmigo convertiría en una joya. Y cuando descolgó de la pared una especie de cimitarra y con cuatro pases de samurai transformó una insignificante lechuga en robusta ensalada, me flaquearon las rodillas y se me llenó la cabeza de imágenes obscenas. Todavía me ocurre a menudo. Eso ha mantenido nuestra relación a punto de caramelo.
Entre los humanos la atracción comienza de lejos por la vista -los otros sentidos, como el olfato, entran en juego a menor distancia-, por eso recurrimos al maquillaje, peinados, joyas, tatuajes y hasta cicatrices decorativas. La teoría de las almas gemelas, la afinidad intelectual y el haber sido amantes hipotéticos en previas encarnaciones, es tejido posterior, salvo honrosas excepciones, como mi amigo poeta, aquel que salió huyendo del columpio erótico, quien es capaz de enamorarse por carta de una mujer jamás vislumbrada, pero cuyos poemas toca su alma. Por lo general las mujeres se engalanan más, pero los hombres no son menos vanidoso; ninguna mujer se atrevería a ostentar las capas imperiales, los penachos y medallas que suelen lucir los militares. En Níger, en la tribu de los wodaabe, cada año se lleva a cabo un concurso de belleza masculina. Los hombres jóvenes se acicalan y bailan ante un jurado femenino que selecciona a los más atractivos. Los guerreros se ponen bizcos e inventan morisquetas para mostrar hasta la última muela, porque el blanco de los ojos y de los dientes se considera el más preciado atributo de hermosura. En este lado del mundo tenemos un equivalente, pero son muchachas en bañador, ante un jurado de hombres, quienes ponen en evidencia senos y muslos, en vez de dientes y ojos. La ganadora se lleva una corona de piedras falsas y el título de la más bella del universo.
La comida también entra por los ojos. La frescura de los ingredientes naturales debiera ser suficiente, pero la incansable inventiva humana cocina, mezcla, transforma y decora los alimentos con la misma pasión empleada en el arreglo personal. La asociación entre las formas y los colores de los alimentos y los del cuerpo es inevitable. A comienzos de siglo, un afiche francés, que solía decorar los baños de hombres, mostraba muchachas chupando espárragos con tal sensualidad, que sólo un inocente habría dejado de percibir la alusión directa. Panchita, quien pone en el aspecto de su mesa tanta coquetería como en su propio vestuario, sostiene que el color de la cena es importante: no debe servirse una sopa de arvejas si el segundo plato también es verde, a menos que se busque un efecto determinado.
La glotonería es un camino recto hacia la lujuria y si se avanza un poco más, a la perdición del alma. Por eso luteranos, calvinistas y otros aspirantes a la perfección cristiana, comen mal. Los católicos, en cambio, que nacen resignados al pecado original y las debilidades humanas, y a quienes el sacramento de la confesión deja purificados y listos para volver a pecar, son mucho más flexibles respecto a la buena mesa, tanto que han acuñado la expresión "bocado de cardenal" para definir algo delicioso. Menos mal que a mi me criaron entre los segundos y puedo devorar cuantas golosinas desee sin pensar en el infierno, sólo en mis caderas, pero no ha sido igualmente fácil sacudirme de tabúes respecto al erotismo. Pertenezco a la generación de mujeres que se casaban con el primero que hubiera "llegado hasta el final", porque una vez perdida la virginidad quedaban desvalorizadas en el mercado matrimonial, a pesar de que por lo general sus compañeros eran tan inexpertos como ellas y rara vez podían distinguir entre virginidad y remilgos. Si no fuera por la píldora anticonceptiva, los hippies y la liberación femenina, muchas de nosotras estaríamos todavía presas en la monogamia compulsiva. En la cultura judeocristiana, que divide al individuo en cuerpo y alma, y al amor en profano y divino, todo lo referente a la sexualidad, excepto la reproducción, es abominable. Se llegó al extremo de que las parejas virtuosas hacían el amor a través de un hueco en forma de cruz bordado en la camisa de dormir. ¡Sólo el Vaticano podía imaginar algo tan pornográfico! En el resto del mundo la sexualidad es un componente de la buena salud, inspira la creación y es parte del camino del alma; no se asocia con culpas o secretos, porque el amor sagrado y el profano provienen de la misma fuente y se supone que los dioses celebran el placer humano. Por desgracia, me demoré treinta años en descubrirlo. En sánscrito existe una palabra para definir el goce del principio de la creación, que es similar al goce sensual. En el Tíbet la copulación se practicaba como ejercicio espiritual y en el tantrismo es una forma de meditación. El hombre, sentado en la posición del loto, recibe a la mujer acaballada sobre sus piernas, ambos cuentan sus respiraciones con la mente en blanco y elevan las almas hacia lo divino, mientras los cuerpos se conectan entre sí con tranquila elegancia. Así da gusto meditar.
Fotografías de Edward Weston.
Título y textos, extraídos de "Afrodita", de Isabel Allende.
Genial, Enrique.
ResponderEliminarAbrazotes.
...a los que me han instruido les debo más de lo que les puedo aportar, pero aún así les ofrezco estos pequeños homenajes.
EliminarMuy buenas fotos, me gusta tu galería.
ResponderEliminarMe quedo.
Saludos.
quédate cuanto quieras, la "galería" está abierta siempre... y a todos.
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