Yuki Onodera
Tokio, Japón. 1962
Fotografía bajada de la red. |
"Pero cómo se fotografía
la desesperación de la pérdida
o la esterilidad del instante."
Caen los día, llueven las horas, sale el sol, ocurre. La leche detenida, el útero vacío. Las cicatrices siguen doliendo, una cesárea le delimitaba el comienzo del pubis, un tajo la cruzaba de lado a lado, le hendía la piel, una frontera que retenía el tiempo. Se arrastró por los años siguientes como una sonámbula, por los pasillos ásperos de su casa, metida en el recuerdo del llanto de su hija, inocente, rosada, blanca, amoratada, suya. No tuvo oportunidad, su cuerpo pequeño, arrugado, herido de muerte. Pero, pasado el tiempo, una vez restablecido un cierto orden en sus pensamientos, Blanca supo que, por mucho que huyera, las imágenes le acompañarían de una habitación a otra de su mente, se dio cuenta de que no podía dejarse llevar por el placer de la pena que le llenaba los días. Tenía que medir el destrozo para conseguir acotarlo, familiarizarse como el enemigo para vencerlo, y, aunque no pudo derrotarlo, sí consiguió seducirlo para que la acompañara por el camino de su memoria y así recluirlo en el desván. Muchos años después aún oía sus quejas y el golpear insistente de la puerta. Así fue como Blanca se quedó sin Inés y sin su pena, no había fotos de Inés, ni una sola fotografía de su hija, sólo la polaroid, como si no hubiera sido una realidad. Pero no necesitaba ningún testimonio de su existencia, nunca la podría borrar de su memoria, ella la había sentido dentro, llenándola, haciéndose sitio en sus entrañas. Desde el primer instante, cuando le pusieron su cuerpo ensangrentado de ojos de agua, amoratada, suya, con los puños cerrados, como preparada para la lucha que es la vida, y no siguió con ella. No pudo vestirla más que dos veces, tenerla en sus brazos, acurrucarla con miedo, con un cuidado infinito para que no se estropeara algo tan delicado y frágil, su olor ácido, su cuerpo tibio, sus bostezos de gato. Colocarle la boca sobre el pecho, al que se enganchaba, no, todavía no, y luego ya no pudo. Dónde estaba, qué había sido de su pequeña hija, cómo soportarlo. Cómo aceptar tanta realidad, tanta luz en sus mortecinos pensamientos. ¿Cuántos días pasaron juntas? Cómo podía permitirse, existir, esta clase de horror, quién lo había inventado. Ahora todo podía suceder, todo sin que Blanca se resistiese, ojalá ocurriera algo, algo que la sacara de esa pesadilla sin límites, imposible de abarcar, de asumir, de razonar. La vida estaba solitaria y desnuda, sólo se oían los criminales latidos, que se pararon, y ella se quedó esperando el siguiente movimiento de su corazón, que no llegó a oírse, como cuando dejan de repicar las campanas, y uno tiene tan dentro su sonido vibrante que parece que el tiempo se detenga, el sentido se desvanezca y tan sólo sea un sueño. Paralizada en la creencia vana de volver a oír su cuerpo vivo. En qué creer para seguir andando y no perderse en la niebla de un lugar cualquiera, desaparecer en una bruma blanca e intensa, sola, qué importaba lo que dejaba atrás, a quién le importaba el dolor de una madre más, cómo es posible tanta obscena locura. Mientras, parecían pasar las estaciones, porque eran otros años. El tiempo no espera. Era posible que el primer sol primaveral hiciera florecer los cerezos, que las lluvias regasen la tierra. Tuvo una hija, ella la hizo, dónde está. Ningún deber, ninguna tarea que cumplir.
wwww.yukionodera.fr
Fotografías de Yuki Onodera.
Cita y texto, extraídos de "El hueco de tu cuerpo", de Paula Izquierdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario