Yang Yongliang
Shanghai, China. 1980
Fotografía bajada de la red. |
" Shenzhen"
Si alguien de otra galaxia acudiera a este planeta en busca de vida inteligente, el primer elemento que le ofrecería la vista sería un dato chino. Desde la luna, el máximo indicio humano que se distingue en la Tierra es el trazo serpenteante que dibujan, sobre las montañas, algunos de los 6.700 kilómetros de la Gran Muralla. Si, además, alguien pusiera oído al habla de los seres terrestres el sonsonete que más captaría sería el de los casi 1.200 millones de personas que hablan variedades de chino; tres veces más que el inglés, cuatro veces más que el español o el hindi, nueve veces más que el bengalí o el árabe. Y no es esto, con todo, lo más llamativo de la abultada entidad china. Más que el impacto de su número prima hoy el grado de la soflama con la que ese omóplato terrestre está ardiendo sobre las brasas del capitalismo occidental.
Justo en una región del mundo caracterizada por la lentificación de sus costumbres, la rápida combustión capitalista está resquebrajando lo que fue una sociedad cuyas más recientes rendijas tuvieron que ser abiertas con opio y cañonazos. Ahora, sin embargo, China consiente dulcemente a ser penetrada por el bulto internacional. Así ha tratado de remediar su pobreza y así también se ha rendido, reconociendo su crisis, a las fórmulas de un desarrollo especulativo cuyas consecuencias salvajes pueden empezar a sentirse ya.
En el transcurso de sus dinastías, China ha sido espectacular en sus logros y deslumbrante en su civilización pero todo ello al compás de un tiempo sin urgencias. Las toneladas de obras fueron acompañadas por las toneladas de los siglos, la acuidad de su ciencia se ha correspondido con la dilación del universo, su descomunal imperio se ha deslizado sobre una población trabada por la omnipotencia de sus gobernantes. Todo lo grande en China se ha correspondido con la magnitud de su historia y sus obras han aparecido con la traza de una majestad en plomo. Todo lo contrario, podría pensarse, a la actual rapidez y superactividad de algunas zonas del sureste, donde, por ejemplo, el rendimiento de los arquitectos chinos ocupados en el levantamiento de edificios y ciudades enteras ha demostrado ser hasta 2.500 veces mayor que el de sus colegas norteamericanos. En esa zona del Pearl River, cerca de Cantón, hay diez veces menos arquitectos que en el territorio más dinámico de Estados Unidos pero cada uno diseña cinco veces más volumen de obra en la quinta parte de tiempo; y eso a cambio de una décima parte de los honorarios. A esto lo llamarían en Occidente trabajo de chinos; en China lo llaman velocidad Shenzhen, que es el nombre de una Zona Económica Especial (ZEE) en ese enclave que, en veinte años, ha pasado de 30.000 habitantes, tradicionales pescadores de aldea, a un censo de cuatro millones de personas: taxistas, camareros, ejecutivos, cabareteras, traders, diseñadores, guardias urbanos, programadores, pilotos, abogados, carteristas.
Mientras China vivió de espaldas al mundo, el mundo vivió de espaldas a China. Con una diferencia: mientras para los chinos su exterior era una barbarie de la que defenderse, para Occidente, China fue una realidad de sedas y arquetas, cerrada a la seducción. Mientras el Occidente exhibicionista crecía expuesto a la curiosidad de todos, China fue una obstinada veladura. Dentro de lo chino habita, para un occidental, un ser que nunca acabará de poseer, una suerte de último germen de lo real al que sólo su propia raza, su idioma y su ritual tienen acceso. De esta manera, su misterio ha permanecido tangencial a la luz, resbaladizo al pensamiento, protegido por una piel sin poros. El secreto que esa civilización protege se revela tan imposible como un tabú o tan infranqueable como un despecho y de ahí la gran atracción, el grado excitante de su desvestido actual, la turbación de contemplarla observándose en los escaparates, recreándose en los cines, complaciéndose en los platós de la obscenidad global.
El secreto en Occidente puede albergar lo indecible, la prudencia, el silencio, el sentido común. En China contiene, además, eternidad. La muerte no les mata simbólicamente igual y el exterminio, la minuciosa tortura, las ciudades prohibidas, sus artes frías, los paisajes trasmortales, sus óperas espectrales, sus lacas y músicas de ultratumba, enlazan el más allá con lo inmanente. Puede parecer así porque no lo entendíamos nunca pero es además temible porque, a estas alturas, deshaciéndose en las contorsiones de su carne, no podremos entenderlo jamás. La dura eternidad de China ha empezado a derretirse, liquidarse o evaporarse en el juego del negocio comercial abierto y sus estrategias de intercambio fatal.
Fotografías de Yang Yongliang.
Título y textos,
extraídos de "China superstar",
de Vicente Verdú.
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