domingo, 25 de octubre de 2015

"Ora pro nobis"






UN bAZAR DE OBRAS











"Ora Pro Nobis"










          Conmoción en Jaén. La diócesis se viste de domingo para recibir, con todos los honores, al nuevo obispo de la diócesis, don Félix Romero Mengíbar. Calurosa acogida: guirnaldas que cruzan la calle y se enroscan en las farolas, devotos llegados de los pueblos de la diócesis (cada cual con su pancarta), grupos de Acción Católica, de las Marías de los Sagrarios, de Adoración Nocturna, de seminaristas, de las siervas de la Medalla Milagrosa, de paúles, de hospicianos, de los distintos colegios religiosos, acuden con pancartas, banderitas y ramos de olivo al recibimiento de su pastor. Motoristas de la policía escotan al prelado hasta su palacio, frente a la catedral.
          En la barbería El Siglo se comenta el histórico acontecimiento.
          -Por lo visto es la mar de listo y vive con un hermano llamado Nicolás un poco faltuco que nunca sale en las fotos -apunta Ramón Leyva-. Dicen que, cuando eran pequeños, la madre decía: <<Mi Félix ve crecer la hierba; mi Nicolás, se la come.>>
          -¡Un talento!
          En la primera página del periódico local aparece una fotografía a tres columnas del prelado:
          -Pelea de negros en un túnel -dice Leyva.
          -¿Qué?
          -Que parece mentira que miréis las fotos del periódico. Nunca se ve nada.
          -Bueno. En ésta yo veo que es gordo y gasta gafas de miope -puntualiza Pepe Ayllón.
          Al día siguiente, media ciudad asiste a la misa presentación del nuevo prelado en la catedral. Expectación general. Por la puerta principal, que sólo se abre en contadas ocasiones, accede el prelado al templo mayor. Es bastante gordo, efectivamente, no muy alto y gasta gafas de culo de vaso que ocultan unos ojillos escrutadores y astutos.
          El obispo en su máscara.
          Vestido de oro y encajes asciende con solemne parsimonia al púlpito de mármol y jaspe. Comprueba que el micrófono esté a la altura adecuada, esparce la mirada sobre su expectante rebaño, que abarrota el crucero y las naves del templo y dedica una pastoral sonrisa al corralillo del coro donde se ha agrupado medio millar largo de seminaristas diocesanos. Tras un silencio coreográfico de mucho efecto, el prelado comienza su homilía con voz modulada y tono francamente afectado:
          -¡Jienenses, queridísimos hijos diocesanos! Cuando el automóvil me traía por la cuesta de Regordillo... ¡ya os amaba!











          Al pie del púlpito, sentado entre los canónigos catedralicios que aguardan la reanudación de la ceremonia, don Próculo se pregunta qué le deparará el futuro. Con el anterior obispo se sabía bandear y se llevaba bastante bien. Éste parece más retorcidillo. Seguramente preferirá renovar los cargos y especialmente el de secretario de visita. Lo más seguro es que prescinda de sus servicios y lo envíe a una parroquia. Un paso atrás en su carrera.
          Don Próculo lleva años ensayando elocuencia en los ejercicios espirituales que imparte en los colegios femeninos de la capital. Imitando secretamente al popular padre Laburu, el de las charlas radiofónicas, ha conseguido hacer llorar, provocar pesadillas y que mojen la cama las niñas de las carmelitas, pero las teresianas se le resisten todavía y algunas hasta bostezan cuando él desgrana los tormentos del infierno con voz cavernosa.
          -Pero sólo son las becarias, padre -observa la tutora para quitar hierro al asunto.
          -Ni ésas. Tengo que conseguir que ni ésas se me resistan. ¡El infierno debe ser la pesadilla de todas ellas! Sólo así se mantendrán limpias de pecado cuando la naturaleza les despierte la concupiscencia.










          No es don Próculo el primer clérigo que secretamente envidia la elocuencia del famoso jesuita. El padre Laburu, orador ingénito, tremendista y apocalíptico, domina resortes que tienen que ver más con la escena y con el arte declamatorio que con la mera oratoria religiosa. Nadie describe el infierno como él, aunque cientos de predicadores se esfuercen en imitarlo. Por eso sus charlas son famosas y los devotos que a ellas acuden cuando hace sus giras por provincias tienen asegurado el cartel de no hay billetes en el local que sea: teatro, frontón, plaza de toros, o hasta plaza del pueblo. Ni se sabe cuántas veces ha llenado el circo Price con la misma charla sobre el purgatorio. La gente repite entusiasmada, como si fuera la película Lo que el viento se llevó. Muchas charlas incluso se retransmiten por la radio para que los españoles no se queden sin el sobrecogedor espectáculo.
          -¡Castigo eterno, niñas, castigo sin fin! -comienza efectista en los ejercicios espirituales después del vistoso número de pedir una voluntaria para ver el tiempo que soporta una cerilla encendida bajo el dedo-. ¡Fuego en las carnes -truena-, plomo derretido en la boca, espadas que se atraviesan, mazos que te trituran los huesos, serpientes venenosas, repugnantes, viscosas, que te introducen en la boca y te muerden en la lengua, cuchillos que te tajan las carnes hasta convertirlas en picadillo sanguinolento, espuertas de sal vertidas en las heridas abiertas, humo que ahoga los pulmones...! ¡Por la eternidad! ¿La eternidad? No, no sabéis lo que significa esa palabra. ¡La eternidad! Imaginaos una esfera de acero de un tamaño mil veces superior al de la Tierra, una esfera de acero que parece que no cabe en el universo. Imaginaos ahora una gota de agua que cae sobre ella solamente una vez en un siglo. Cuando esa esfera se haya desgastado por completo y no sea mayor que el tamaño de la cabeza de un alfiler... ¡apenas habrá transcurrido un segundo de eternidad! Y cuando aquella esfera se acaba, se empieza con otra de igual tamaño. Y después otra y otra. ¡Niñas, millones de esferas del tamaño del universo! ¡Infinitas esferas! ¡Infinitos tormentos!










Tras los muros del 2015.








Fotografías de enriqueponce.
Texto, extraído de "De la alpargata al seiscientos", de Juan Eslava Galán.





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