lunes, 1 de junio de 2015

"Américo Castro Vs Ortiz Echagüe"






ARTEsana





Américo Castro Quesada
Cantalago, Río de Janeiro, Brasil. 1885-1972



A.C. hacia 1930.
Foto bajada de la red.
















"ESPAÑA, O LA HISTORIA DE LA INSEGURIDAD"








          Las más importantes civilizaciones de Europa poseen una fisonomía bastante precisa. Existe, por ejemplo, <<una versión canónica>> de las historias de Francia o Inglaterra fundada en ciertas estructuras ideales y en contenidos aceptados por todos como perfectamente válidos. El inglés o el francés parten de una firme creencia al enfrentarse con su pasado, reflejada en fórmulas al parecer seguras: empirismo y pragatismo, racionalismo y claridad. Hasta 1935 (año más, año menos) los grandes pueblos de Europa vivieron, y en parte viven, sobre la creencia de poseer una historia normal y progresiva, afirmada en bases estimables que sólo un audaz outsider se atrevería a poner en duda. Cada momento del pasado se miraba como una preparación de un futuro de riqueza, cultura y poderío. El pasado fue sentido como un favorable antepresente.
          Cuán otra, en cambio, la historia de la Península Ibérica. Señoras de medio mundo durante tres siglos, Hispania y Lusitania llegaron a la edad actual con menos pujanza política y económica que Holanda o Escandinavia, porciones de la Europa esmaltada y brillante. El mundo hispano-portugués ha sobrevivido al prestigio de un pasado esplendoroso y a la vez enigmático para muchos; el nivel de su arte y su literatura y el valor absoluto de algunos de sus hombres continúan siendo altamente reconocidos; el de su ciencia y su técnica lo es menos; su eficacia económica y política apenas existe. Contemplado desde tan problemático presente, el pasado se vuelve puro problema que obliga a aguzar la atención del observador, porque incluso los hechos más prodigiosos de la historia remota parecen ir envueltos en melancólicos vaticinios de un ocaso fatal y definitivo. El pasado se siente entonces como precursor de un futuro hipotético.
          Hipotético en cuanto a la prosperidad material y a la sensación de feliz placidez a que el europeo del siglo XIX fue habituándose cada vez más; pero seguro y afirmativo en cuanto a la capacidad de crear formas y símbolos de expresión para el sentimiento ineludible del vivir y del morir, del conflicto entre lo temporal y lo eterno. El rigor usado por otras civilizaciones para penetrar en el problema del ser y de la articulación racional del mundo se volvió para el español impulso expresivo de su conciencia de estar, de existir en el mundo; a la visión segura del presente intemporal del ser, se sustituyó el vivir como un avanzar afanoso por la región incalculable del deber ser; a la actividad del hacer y razonar, olvidados de la presencia del agente, corresponde en Iberia la actitud contemplativa, no mesurable en sus resultados prácticos, sino valorada según la calidad del contemplante -místico, artista, soñador, conquistador de nuevos mundos que incluir en el panorama de su propia vida-. Degeneración de todo ello fue el pícaro, el vagabundo o el ocioso, caídos en inerte pasividad. O se vive en tensión de proeza, o en espera de ocasiones para realizarlas, las cuales, para los más, nunca llegan. Hay un dicho pleno de profundo sentido: <<o corte o cortijo>>, es decir, o exaltación hasta lo supremo, o sentarse a ver cómo transcurren los siglos por la órbita impasible del destino.








          Tomando como criterio de juicio histórico el pragmatismo instrumentalista del siglo último, el pasado ibérico consistiría en una serie de errores políticos y económicos, cuyos resultados fueron el fracaso y la decadencia, a los que escaparon otros pueblos europeos, libres de la exaltación bélico-religiosa y de la ociosidad (?) contemplativa y señorial. Las maravillas logradas gracias a la forma hispana de civilización, se admiran sin regateos cuando su perfección alcanza límites extremos (Cervantes, Velázquez, Goya), y cuando no rozan la vanidad o el interés de países políticamente más poderosos. No se reconocerán espontáneamente, por ejemplo, que la ciudad de México y algunas otras de Hispano-América eran las más bellas del continente en cuanto a su prodigiosa arquitectura, pues esto obligaría a admitir que la dominación española no fue una mera explotación colonial. La deleitosa sorpresa del barón de Humboldt hacia 1800 no ha pasado a los libros o a las conversaciones de los contemporáneos; lo impide la conciencia de superioridad en los angloamericanos, y el resentimiento de la mayoría de los hispanoamericanos, que hallan en el pasado colonial una fácil excusa para su presente debilidad política y económica. Lo impide, además, la inconsciencia en que España vivió respecto de sí misma y de su pasado durante el siglo XIX, inconsciencia que no se compensa hoy con gestos retóricos de interesada política. En cambio, las misiones, templos o edificios de gobierno en Luisiana, Texas, Nuevo México o California -leves migajas de aquel poderío artístico-, se conservan por los norteamericanos con un cuidado y ternura superiores a los de España y México respecto de sus incunables tesoros.









          Henos, pues, ante una cultura que a la vez se afirma y se destruye en una continuada serie de cantos de cisne. En 1499, el alma desesperada y evanescente de la España judaica se vertía en la Celestina, obra del judío converso Fernando de Rojas. En 1605, a la luz crepuscular de un ambiente a la vez renacentista y antirrenacentista, surge el Quijote, como eterna encarnación del imposible humano hecho posible estéticamente. A finales del siglo XVIII, en un imperio ya esqueleto y sombra de sí mismo, Goya superaba todas las ruinas en el arte único de sus pinturas. Hacia 1900, España fue calificada por lord Salisbury de <<nación moribunda>>, y justamente durante tal <<agonía>> se preparó el movimiento artístico, científico y filosófico que ha alzado a España a una consideración internacional no gozada desde el siglo XVI: Unamuno y el conjunto glorioso de poetas y novelistas y ensayistas que llena de sustancia la literatura de nuestros días (Antonio Machado, F. García Lorca, para no citar sino a los desaparecidos); Picasso, el pintor, y Albéniz y Falla, músicos, ninguno de ellos necesitado de adjetivos; S. Ramón y Cajal, que renovó el conocimiento del sistema nervioso, premio Nobel de Histología; R. Menéndez Pidal, historiador y lingüista de primer rango en el mundo de hoy; J. Ortega y Gasset, escritor y filósofo que ha hecho variar el rumbo del pensamiento de toda la <<gens hispana>>. La anterior mención es muy breve, aunque basta como sucinto recordatorio para quienes ligeramente juzgan a España un país exhausto. No hay caso parecido de tan palmaria contradicción entre el vivir y el no vivir, mucho más extraño si se piensa en todos los motivos internos y externos que desde el siglo XVII, <<lógicamente>> pensando, hubieran debido reducir a Hispania a un país de labriegos, de fellahs, sin posibilidad de interesar al visitante más que por sus aspectos pintorescos.














          La historia francesa, en sus aspectos esenciales, ha sido vivida con compás y regla, y así llegó a ser Francia un gran país. Articular y explicar una historia tan clara es tarea relativamente fácil. La voluntad de dominio se alió al propósito de conocer. De ahí, genialidad del pensamiento cognoscitivo (Descartes); de ahí, imposibilidad de una obra de arte que abarque la integridad de lo humano, que es razón cognoscitiva y muchas cosas más. Nada en Francia es parangonable con Cervantes, Shakespeare, Goya o Miguel Ángel... 
          ...El historiador parte de su intuición de ser Francia (tomémosla como ejemplo) una realidad bien lograda, y gracias a ese optimismo previo hasta puede acontecer que sobrevalore cosas que tal vez se subestimaría si la Francia contemporánea hubiera sido una nación pobre y desvalida. Cuando se es gran señor y poderoso, hasta las tonterías que se dicen pasan por agudezas. Pensando fríamente -es decir, antivitalmente- resultaría que la mayor parte de los numerosísimos volúmenes de Voltaire están repletos de prosa o verso insignificantes, ahora bien, como Voltaire gozó de merecido prestigio -basado en unos pocos y admirables volúmenes- y a causa también del imperio intelectual que ejerció en un momento adecuado para ello, no es costumbre destacar la masa enorme de lugares comunes y de insipideces que pueblan su obra desmesurada. En cambio, cualquier historiador de tres al cuarto se atreve a atacar a Lope de Vega por su excesiva fecundidad, su premura en componer comedias, su superficialidad y muchas otras fallas. Hace muchos años escribía yo que si España hubiese poseído fuerza armada y economía poderosas, el tono de los historiadores extranjeros habría sido otro.
          Basta situarnos dentro de tal modo de ver para en seguida percibir que la mejor historia de España en los años últimos está toda ella teñida, determinada, por una vieja tradición melancólica que en forma muy visible reaparece en los mayores historiadores del momento. A la contemplación de la historia se le inyecta el deseo de que esa historia hubiese sido de modo algo distinto de como fue, no por capricho o sentimentalidad de estos sabios, sino porque la historia de España hace siglos que viene consistiendo -entre otras muchas cosas- en un anhelo de desvivirse, de escapar a sí misma. Las ideas de <<grandeza>> y de <<decadencia>>, no sirven aquí para mucho.












BLOg DE NOTAS

José Ortiz Echagüe
Guadalajara, España. 1886-1980


Foto bajada de la red.
















Fotografías de José Ortiz Echagüe.
Texto, extracto del Capítulo I "España, o la historia de una inseguridad",
 en "España en su historia", de Américo Castro.






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