"donde Orwell"
La carretera avanzaba entre campos yermos y amarillos. Intactos desde la cosecha anterior. Ante nosotros se levantaba la sierra baja situada entre Alcubierre y Zaragoza. Ya nos acercábamos al frente, a las granadas, las ametralladoras y el barro. Secretamente, sentía miedo. Sabía que la línea estaba tranquila en ese momento, pero, a diferencia de la mayoría de los hombres que me rodeaban, tenía edad suficiente como para recordar la Gran Guerra, aunque no bastante como para haber luchado en ella. Para mi la guerra significaba estruendo de proyectiles y fragmentos de acero saltando por los aires; pero, por encima de todo, significaba lodo, piojos, hambre y frío. Es curioso, pero temía el frío mucho más que al enemigo. Este temor me había perseguido durante toda mi estancia en Barcelona; incluso había permanecido despierto durante las noches imaginando el frío de las trincheras, las guardias en las madrugadas grises, las largas horas de centinela con un fusil helado, el barro que se deslizaba dentro de mis botas. Asimismo, admito que experimentaba una suerte de horror al contemplar a los hombres junto a quienes marchaba. Resultaba difícil concebir un grupo más desastroso de gente. Nos arrastrábamos por el camino con mucha menos cohesión que una manada de ovejas; antes de avanzar cuatro kilómetros, la retaguardia de la columna se había perdido de vista. La mitad de esos llamados <<hombres>> eran criaturas, realmente criaturas, de dieciséis años como máximo. Sin embargo, todos se sentían felices y excitados ante la perspectiva de llegar por fin al frente. A medida que nos acercábamos a la línea de fuego, los muchachos que rodeaban la bandera roja en la vanguardia comenzaron a dar gritos de <<¡Visca POUM!>>, <<¡Fascistas maricones!>> y otros por el estilo; gritos que tenían como fin dar una impresión agresiva y amenazadora pero que, al salir de esas gargantas infantiles, sonaban tan patéticos como el llanto de los gatitos. Parecía increíble que los defensores de la República fueran esa turba de chicos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no sabían usar. Recuerdo haberme preguntado si de pasar un aeroplano fascista por el lugar, el piloto se hubiese molestado siquiera en descender y disparar su ametralladora. Sin duda, desde le aire podría haberse dado cuenta de que estábamos lejos de ser verdaderos soldados.
Cuando la carretera comenzó a internarse en la sierra, doblamos hacia la derecha y trepamos por un estrecho sendero de mulas que ascendía por la ladera de la montaña. En esa región de España las colinas tienen una formación curiosa, en forma de herradura, con cimas planas y laderas muy empinadas que descienden hacia inmensos barrancos. En los lugares más altos no crece nada, excepto brezos y arbustos achaparrados entre los que asoman los huesos blancos de la piedra caliza. Allí el frente no era una línea continua de trincheras, lo cual hubiera resultado imposible en un terreno montañoso, sino simplemente una cadena de puestos fortificados, conocidos siempre como <<posiciones>>, colgados en la cumbre de cada colina. En la distancia podía verse nuestra <<posición>> en la cresta de la herradura: una barricada irregular de sacos de arena, una bandera roja ondeando y el humo de las fogatas. Un poco más cerca, ya se percibía un hedor dulzón, nausebundo, que se mantuvo en mis narices durante semanas. Inmediatamente detrás de la posición, en una grieta, se habían arrojado los desperdicios de meses: un profundo y supurante lecho de restos de pan, excrementos y latas herrumbrosas.
Cinco cosas son importantes en la guerra de trincheras: leña, comida, tabaco, velas y el enemigo. En invierno, en el frente de Zaragoza, eran importantes en ese orden, con el enemigo en un alejado último puesto. No siendo por la noche, durante la cual siempre cabía esperar un ataque por sorpresa, nadie se preocupaba por el enemigo. Lo veíamos como a remotos insectos negros que ocasionalmente saltaban de un lado al otro. La verdadera preocupación de ambos ejércitos consistía en combatir el frío.
Allí arriba, en las colinas que circundan Zaragoza, se trataba simplemente de la mezcla de aburrimiento e incomodidad inherentes a la fase estacionaria de la guerra. Una vida tan monótona como la de un empleado de ciudad, y casi tan regular. Montar guardia, patrullar, cavar; cavar, patrullar, montar guardia. En la cima de cada colina, fascista o leal, un conjunto de hombres sucios y andrajosos tiritaban en torno a su bandera y trataba de entrar en calor. Y durante todo el día y toda la noche, balas perdidas que erraban a través de valles desiertos y sólo por alguna improbable casualidad acababan alojándose en un cuerpo humano.
Por la noche, y cuando había niebla, se enviaban patrullas al valle que mediaba entre nosotros y los fascistas. La tarea no gozaba de popularidad, pues hacía demasiado frío y resultaba muy fácil perderse; no tardé en descubrir que podía conseguir permiso para integrar la patrulla tantas veces como quisiera. En los enormes barrancos dentados no había senderos o huellas de ninguna especie; sólo podía encontrarse el camino haciendo viajes sucesivos y fijándose en las pisadas frescas cada vez. A tiro de bala, el puesto fascista más cercano distaba del nuestro unos setecientos metros, pero la única ruta practicable tenía tres kilómetros. Resultaba bastante divertido errar por los valles oscuros mientras las balas perdidas volaban sobre nuestras cabezas como gallinetas silbantes. Para estas excursiones, más propicias que la noche eran las nieblas densas, que a menudo duraban todo el día y solían aferrarse a las cimas de las colinas dejando libres los valles. Cuando uno se encontraba cerca de las líneas fascistas, tenía que arrastrarse a la velocidad de un caracol; era muy difícil moverse silenciosamente en esas laderas, entre los arbustos crujientes y las ruidosas piedras calizas. Hasta el tercer o cuarto intento no logré llegar hasta el enemigo. La niebla era muy espesa, y me deslicé hasta la alambrada: podía oír a los fascistas charlar y cantar. Con gran alarma, advertí que varios de ellos descendían por la ladera en mi dirección. Me oculté detrás de un arbusto que de pronto me pareció muy pequeño, y traté de amartillar el fusil sin hacer ruido; por suerte, se desviaron y no llegaron a verme. Al lado de mi escondite encontré varios restos de lucha anterior: cartuchos vacíos, una gorra de cuero con un agujero de bala, una bandera roja, evidentemente nuestra. La llevé de vuelta a la posición, donde fue convertida sin ningún sentimentalismo en trapos de limpieza.
A medida que transcurría el tiempo y los aislados disparos de fusil resonaban entre las colinas, comencé a preguntarme con creciente escepticismo si alguna vez ocurriría algo que proporcionara un poco de vida, o más bien un poco de muerte, a esa extravagante guerra. Luchábamos contra la pulmonía, no contra hombres. Cuando las trincheras está separadas por más de quinientos metros, nadie resulta herido si no es por casualidad. Desde luego, había bajas, pero en su mayoría no eran causadas por el enemigo. Si la memoria no me engaña, los primeros cinco heridos que vi en España debían sus lesiones a nuestras propias armas, y no quiero decir que fueran intencionadas, desde luego, sino producto de un accidente o descuido. Nuestros gastados fusiles constituían un verdadero peligro. Algunos de ellos dejaban escapar el tiro si la culata se golpeaba contra el suelo; vi un hombre con la mano atravesada por un proyectil a causa de este defecto. Y en la oscuridad los reclutas novatos se tiroteaban continuamente entre sí. Cierta vez, cuando todavía no era de noche cerrada, un centinela me disparó desde una distancia de veinte metros, y me erró por uno. Quién sabe cuántas veces la mala puntería española me salvó la vida. En otra ocasión, al salir de patrulla en medio de la niebla, tomé la precaución de avisar de antemano al jefe de la guardia. Al regresar, tropecé contra un arbusto; el centinela comenzó a gritar que los fascistas se acercaban y tuve el placer de oír al jefe de la guardia ordenar que dispararan sin demora. Por supuesto, me mantuve echado y las balas pasaron por encima sin lastimarme. No hay nada que pueda convencer a un español, sobre todo a un español joven, de que las armas de fuego son peligrosas. Cierta vez, poco después del episodio anterior, me encontraba fotografiando a unos soldados encargados de una ametralladora, que apuntaba directamente hacia mí.
-No tiréis -dije en tono de broma, mientras enfocaba la cámara.
-Oh no, no tiraremos.
Un segundos después oí fuertes estampidos y numerosas balas pasaron tan cerca de mi cara que unos granos de cordita me irritaron la mejilla. No hubo mala intención y a los milicianos les pareció una estupenda broma.
Esa noche los fascistas llevaron a cabo una especie de ataque por sorpresa. En el momento en que me deslizaba debajo de la manta, medio muerto de sueño, se oyó el silbido de las balas sobre nuestras cabezas y alguien gritó: <<¡Están atacando!>> Empuñé el fusil y ascendí hasta mi puesto, ubicado en la cumbre de la posición, junto a la ametralladora. El ruido era diabólico. Creo que el fuego de cinco ametralladoras se cernía sobre nosotros, y hubo una serie de pesados estruendos provocados por las granadas que los fascistas arrojaban sobre su propio parapeto de la forma más idiota. La oscuridad era total. Muy abajo, en el valle situado a nuestra izquierda, se podía ver el resplandor verdoso de los fusiles desde donde una pequeña partida de fascistas, probablemente una patrulla, nos disparaba. Las balas volaban a nuestro alrededor en la oscuridad, crac-pfiu-crac. Unos cuantos proyectiles pasaron silbando por encima nuestro, pero cayeron lejos y, como solía ocurrir en esta guerra, la mayoría de ellos no explotó. Pasé un mal rato cuando una nueva ametralladora abrió fuego desde la colina situada a nuestra espalda. En realidad se trataba de un arma llevada allí para apoyarnos, pero en ese momento parecía como si estuviéramos rodeados. Nuestra ametralladora no tardó en encasquillarse, como ocurría siempre con esos cartuchos, y la baqueta se había perdido en la impenetrable oscuridad. Evidentemente, no se podía hacer nada, excepto quedarse quieto y esperar un tiro. Los españoles a cargo de la ametralladora no quisieron ponerse a cubierto y, de hecho, se expusieron deliberadamente, por lo que me vi obligado a hacer lo mismo. Intrascendente como fue, la experiencia me resultó muy interesante. Era la primera vez que me encontraba literalmente bajo el fuego y, con gran humillación, comprobé que me sentía completamente asustado; he observado que siempre se siente lo mismo bajo el fuego graneado, no se teme tanto el ser herido como no saber dónde se producirá la herida. Uno se pregunta todo el tiempo por dónde entrará la bala, y eso otorga al cuerpo una muy desagradable sensibilidad.
Al cabo de una o dos horas, el fuego fue atenuándose y finalmente cesó. Teníamos una sola baja. Los fascistas habían llevado un par de ametralladoras a tierra de nadie, pero manteniéndose a una distancia prudencial, sin hacer intento alguno por asaltar nuestro parapeto. Ciertamente, no estaban efectuando un ataque, sino tan sólo desperdiciando cartuchos y haciendo mucho ruido para celebrar la caída de Málaga. La importancia central del episodio radicó en que aprendí a leer en los periódicos, con actitud menos crédula, las noticias de guerra. Un día o dos más tarde, los periódicos y la radio anunciaron que un tremendo ataque con caballería y tanques (subiendo por una ladera perpendicular) había sido rechazado por los heroicos ingleses.
Sobre "Monte Oscuro", 2015.
Textos, extraídos de "Homenaje a Cataluña", de George Orwell (Eric Arthur Blair).
Fotografías de enriqueponce.
No hay comentarios:
Publicar un comentario