lunes, 12 de mayo de 2014

"Weegee"






LOS CAZADORES deMENTES





"Weegee", Arthur H. Felling. 
Zolochiv, Ucrania. 1899-1968




Fotografía: Richard Sadler.







"A sangre fría"










          Yo no quería hacerle daño a aquel hombre. A mí me parecía un señor muy bueno. Muy cortés. Lo pensé así hasta que le corté el cuello.
          Después ¿sabe?, después de amordazarles, Dick y yo nos fuimos a un rincón. Para hablar. Recuerden que Dick y yo habíamos tenido diferencias. Se me revolvía el estómago al pensar que había sentido admiración por él, que me había tragado todas sus fanfarronadas. Le dije: "Bueno, Dick ¿No sientes escrúpulos?." No me contestó. Le dije: "Déjalos vivos y no será poco lo que nos echen. Diez años como  mínimo." Tenía el cuchillo en la mano. Se lo pedí y me lo entregó. Le dije: "Muy bien Dick. Vamos allá." Pero yo no quería decir esto. Yo sólo quería fingir que le tomaba la palabra, obligarlo a disuadirme, forzarlo a admitir que era un farsante y un cobarde. ¿Sabe? Era algo entre Dick y yo. Me arrodillé frente al señor Clutter y el daño que me hizo me recordó aquel maldito dólar. Del dólar de plata. Vergüenza. Asco. Y ellos me habían dicho que no volviera nunca a Kansas. Pero no me di cuenta de lo que había hecho hasta que oí aquel sonido. Como de alguien que se ahoga. Que grita bajo el agua. Le di la navaja a Dick y le dije: "Acaba con él. Te sentirás mejor." Dick probó o fingió que lo hacía. Pero el hombre aquel tenía la fuerza de diez hombres, se había soltado, y tenía las manos libres. A Dick le entró pánico. Quería largarse de allí. Pero yo no lo dejé. El hombre iba a morir de todos modos, ya lo sé, pero no podía dejarlo así. Le dije a Dick que cogiera la linterna y lo enfocara. Cogí la escopeta y apunté. La habitación explotó. Se puso azul. Se incendió. Jesús, nunca comprenderé cómo no oyeron el ruido a treinta kilómetros a la redonda.
          Los oídos de Dewey resuenan tanto que su ruido lo ensordece y deja de oír el cuchicheo de la empalagosa voz de Smith. Pero la voz sigue oyéndose, expulsando una andanada de sonidos e imágenes: Hickock a la caza del cartucho, deprisa, deprisa, la cabeza de Kenyon en un círculo de luz, el murmullo de súplicas amortiguadas, luego otra vez Hickock buscando a toda prisa el cartucho vacío, la habitación de Nancy, Nancy oyendo las botas en la escalera de madera, el crujir de lo peldaños mientras suben por ella, los ojos de Nancy, Nancy viendo cómo la luz de la linterna busca el blanco. (Gritaba: <<¡Oh, no! No, por favor. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo haga! ¡Oh, se lo suplico, no lo haga! ¡Por favor!>> Le di la escopeta a Dick y le dije que ya había hecho todo lo que podía hacer. Apuntó y ella se volvió hacia la pared), el pasillo a oscuras, los asesinos corriendo hacia la última puerta. Quizá, después de oír cuanto había oído, Bonnie se alegró de oír los pasos que se acercaban rápidos.
          -Pescar el último cartucho fue un lío. Dick tuvo que meterse debajo de la cama para cogerlo. Luego cerramos la puerta de la habitación de la señora Clutter y bajamos al despacho. Aguardamos allí, lo mismo que al llegar. Miramos por las venecianas para ver si el aparcero estaba allí o cualquiera que hubiera podido oír los tiros. Pero todo estaba como antes, ni un rumor. El viento únicamente y Dick resoplando como si lo persiguieran los lobos. Fue entonces, en aquellos escasos segundos antes de que corriéramos hacia el coche y nos marcháramos, entonces fue cuando decidí que lo mejor que podía hacer era cargarme a Dick. Me había repetido una y otra vez, me había machacado aquello de : <<Nada de testigos>>. Y pensé: <<Él es un testigo>>. No sé que me detuvo. Sabe Dios que debí hacerlo. Matarlo de un balazo. Meterme luego en el coche y no parar hasta perderme en México.




          -Tomamos la autopista y nos dirigimos al este -había dicho describiendo lo que él y Dick hicieron después de huir del escenario del crimen-. Ibamos a todo gas, Dick conducía. Creo que los dos estábamos como drogados. Yo, desde luego, sí. Excitadísimos y al mismo tiempo aliviados.No podíamos dejar de reír, ninguno de los dos. De pronto todo parecía divertidísimo, no sé por qué; era así. Pero la escopeta goteaba sangre y mis ropas estaban manchadas: tenía sangre hasta en el pelo. Así que nos metimos en una carretera comarcal y la seguimos por lo menos quince kilómetros hasta que nos hallamos en plena pradera. Oímos a los coyotes. Fumamos un cigarrillo y Dick no dejaba de hacer chistes acerca de lo que había pasado allí. Yo salí del coche, saqué haciendo sifón agua del depósito y lavé la sangre del cañón de la escopeta. Luego escarbé un agujero en la tierra con el cuchillo de caza de Dick, y enterré en él los cartuchos vacíos y lo que había quedado del rollo de cuerda de nylon y de cinta adhesiva. Luego, seguimos hasta llegar a la nacional Ochenta y tres que tomamos rumbo este, hacia Kansas City y Olathe. Al amanecer Dick paró el coche en uno de esos espacios destinados a comidas, eso que llaman zonas de recreo que tienen fogones. Encendimos fuego y quemamos algunas cosas como los guantes que habíamos usado y mi camisa. Dick dijo que le gustaría tener un buey entero para asar porque en su vida había tenido tanta hambre. Era casi mediodía cuando llegamos a Olathe. Dick me dejó en mi hotel y él se fue a su casa para la comida del domingo en familia. Sí, se llevó el cuchillo. La escopeta también.





















Fotografías de Arthur H. Felling, "Weegee".
Título y texto, extraído de "A sangre fría", de Truman Capote.





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