sábado, 15 de febrero de 2025

miércoles, 5 de febrero de 2025

"Malick Sidibé"

BLOc DE NOTAS




Malick Sibidé
Soloba, Malí. 1936-2016






          Esto ya no era Addis Abeba sino Dar es Salam, ciudad situada en un golfo esculpido como un semicírculo tan perfecto que podía ser uno de los cientos de golfos que hay en Grecia, suaves y regulares, trasplantado allí, a la costa este de África. El mar siempre estaba tranquilo; una olas finas y lánguidas, chapoteando rítmica y silenciosamente, desapareciendo sin dejar rastro en la cálida arena de la orilla.
          En esta ciudad, cuya población no superaba los doscientos mil habitantes, confluía y se mezclaba la mitad del mundo. Ya solo su nombre de Dar es Salam, que en árabe significa <<Casa de la Paz>>, indicaba su ligazón con Oriente Próximo (una ligazón, por otra parte, de triste memoria pues por allí sacaban los árabes a contingente de esclavos africanos). Pero el centro de la ciudad lo ocupaban sobre todo hindúes y paquistaníes, con todo su abanico de lenguas y confesiones presentes en el seno de su propia civilización: había sijs, había seguidores de Aga Khan, había musulmanes y católicos de Goa. Vivían en colonias aparte los inmigrantes de las islas del océano Índico, de las Seychelles y de las Comores, de Madagascar y de Mauricio; la mescolanza de los más diversos pueblos del Sur había alumbrado una raza hermosa, bellísima. Más tarde empezaron a instalarse en el lugar miles de chinos, constructores de la vía férrea Tanzania-Zambia.
           Al europeo que por primera vez tenía contacto con la gran diversidad de pueblos y culturas que veía en Dar es Salam le chocaba no sólo el hecho de que fuera de Europa existían otros mundos -esto, al menos teóricamente, lo sabía desde hacía un tiempo-, sino sobre todo que esos mundos se encontraban, se comunicaban, se mezclaban y convivían sin mediación y aun, en cierto modo, sin conocimiento y sin el visto bueno de Europa. A lo largo de muchos siglos había sido ésta centro del mundo en sentido tan literal y obvio que ahora el europeo a duras penas concebía que sin él y más allá de él muchos pueblos y civilizaciones llevasen una vida propia, tuviesen sus propias tradiciones y sus propios problemas. Y que más bien fuera él el huésped, el extraño, y su mundo, una realidad remota y abstracta.




          El primero en tomar conciencia de la multiplicidad del mundo como esencia del mismo no fue otro que Heródoto. <<No estamos solos -dice a los griegos en su obra, y para demostrarlo emprende viajes hasta los confines de la tierra-. Tenemos vecinos y éstos, a su vez, tienen los suyos y así sucesivamente, y todos juntos poblamos un mismo planeta.>>
          Para el hombre que hasta entonces había vivido en su patria chica y cuyo territorio podía recorrer a pie fácilmente, aquella nueva -planetaria- dimensión de la realidad fue todo un descubrimiento; cambiaba su imagen del mundo, estableciendo nuevas proporciones y fijaba escalas de valor desconocidas.
          Al tiempo que viaja y llega a los más diversos pueblos y tribus, Heródoto ve y apunta que cada uno de ellos tiene su propia historia, independiente y a la vez paralela a las otras, en una palabra, que la historia de la humanidad recuerda un gran crisol cuya superficie se halla en estado de ebullición permanente, donde no cesan de chocar incontables partículas que siguen unas órbitas que se encuentran y entrecruzan en infinidad de puntos.
          Heródoto descubre algo más, a saber: la diversidad del tiempo o, mejor dicho, las muchas maneras de medirlo. En épocas pasadas los sencillos campesinos lo medían de acuerdo con las estaciones del año; los habitantes de las ciudades, con las generaciones; los cronistas de la Antigüedad, con la permanencia en el poder de las dinastías. ¿Cómo comparar todo esto, cómo hallar el factor de conversión único, el denominador común? Heródoto no para de bregar con ello, busca una solución. Acostumbrados como estamos al cálculo mecánico, no paramos mientes en la envergadura del problema que la medición del tiempo había constituido para el hombre, cuántos enigmas, misterios y dificultades entrañaba.


Ryszard Kapuscinski, en "Viajes con Heródoto".







































Fotografías de Malick Sidibé.