"Una lección de historia"
Familia Romanov. |
Corrí con la desventura de ver mi primera luz en las postrimerías de un régimen autocrático, pero afortunadamente para ese infante que resultaba en aquel entonces la política me era indiferente, al igual que para aquel gallego dictador que “no se inmiscuía en ella tampoco”. Con el paso de los años de la transición a la democracia fui a caer durante los estudios medios con uno de aquellos profesores que por entonces se clasificaban de progres, o sea chaqueta de pana, parches a las coderas y sin corbata, el cual nos permitía asistirnos en los exámenes de los mismos libros de la materia a calificar, la historia en tal caso. Decía que lo único digno de memorizarse eran algunas fechas: 1789 año de la Revolución Francesa, 1812 cuando se redacta la “Pepa” o Constitución de Cádiz, su posterior trasunto de 1978, y algunas otras que no vienen al caso. Nunca logré superar ese mínimo suficiente por sobre de mi perplejidad de aquel entonces, pero ella no era el producto de mi falta de conocimientos sino a mi incapacidad de entendimiento sobre sus últimas intenciones para con nosotros, sus grises discípulos producto de aquel anacrónico régimen del sur europeo.
Luego pasaron muchos años, muchos acontecimientos de una actualidad de vértigo, tanto alrededor como dentro de mi, pero aquel prurito injertado siguió ahí. En ese trayecto además había arraigado también ese fascinante pasión que es la Fotografía, captarlas, por ese entonces revelarlas y sobre todo mirarlas y, aun por encima de su clamorosa mudez, de ellas aprender. Fueron años de fascinante formación, buscaba referencias explícitas en los grandes iconos gráficos, respuestas concretas en textos teóricos o metafísicos, peregrinaba tras exposiciones más o menos interesantes, y sobre todo tomaba fotos con el ánimo siempre extenso de dar comprensión al mundo complejo que habíame tocado en suerte. Con todos los defectos y virtudes la universidad de la vida fueron mis ojos, y en ese vagar arribé en los ancestros de ese método que ni alcanzaba un pretencioso estatus de arte, ni deja incólume con su velada influencia a aquella y esta sociedad mediática.
Al silencio de las imágenes comenzaron a sumarse los argumentos narrativos, a la fascinante implosión de los cuestionamientos visuales se le añadió el mare-magnum de la palabra: hechos, citas, personajes, acontecimientos, civilizaciones, países, revoluciones, conquistas, injusticias, derechos… etcétera, etc, etc; historia en suma. Lo que la humanidad hasta entonces había recorrido en una dirección, retrocedía yo en otra espejo, pieza a pieza, con ingenuo ánimo de entomólogo. Si hasta entonces me había fascinado una fotografía por su valor intrínseco de magnificencia, lo que me maravilló después fue su connatural relevancia testimonial, aunque este hecho no supuso minusvalorar una cualidad frente a la otra, sino que sirvió para enriquecerla. Y así fue como abrí de nuevo aquella puerta de la Historia.
Ahora, casi doscientos años después del nacimiento de la primera fotografía, nos parece natural que cualquier acontecimiento global al este u oeste, o personaje popular que represente cualquier pantomima, se inmiscuya irremediablemente a través de ella en nuestra cotidianidad, pero lo que realmente resulta extraordinario es que el medio es fascinante en sí y por si solo. Además poseemos tal fototeca de ese breve periodo de la historia que, cuando buceamos entre sus palabras, olvidamos esa frontera de evidencia que además nos aportó esa extinta luz refleja. Así ahora podemos contar en los anales de esos años con la imagen de aquellos hombres, lugares o acontecimientos que sin aquellas serían cuestionable sus certeras certificaciones. Y ahora gracias a la revolución de la ubérrima red somos además capaces de mirar cara a cara con un sólo clic de ratón a personas significativas o anónimas que hasta ayer habrían perecido irremediablemente.
Así es como he podido encontrarme -aleatoriamente- con algunos de los rostros velados por las acotadas páginas de algunos libros de historia: la familia Romanov en todo su esplendor monárquico, además de los rincones de su luctuoso final; o trasversalmente a ellos con la imagen del cuerpo de Rasputín sobre el gélido hielo del Nevá, después de recorrer sobre páginas de lecturas sus crónicas extravagantes y vicisitudes de ambición y locura. O darle mayor y cierta realidad a narraciones menospreciadas en comparación frente a la magnitud de los grandes personajes, como los dramas de Otto y Elise Hampel solos frente al nacionalsocialismo alemán, o Julius y Ethel Rosenberg sentenciados a muerte acusados de espionaje por otro tipo de injusticia y de poder. O la incómoda y opuesta posición familiar de las hermanas Constancia y Marichu a causa de la convulsa Guerra Civil que les tocó en mala suerte vivir. Y porque la historia atropella a las personas tal vez lo que pretendía aquel cura del condado belga de Vottem cuando hizo fotografiar a aquellos postreros caídos de la 1ª GM era invertir la unidirección de toda ella, que el futuro encontraste alguna persona que tuviese el prurito suficiente de dedicar unos breve instantes de su vida para recordarlos, quizás comprenderlos, un poco revivirlos. Y tal vez también quizás la intención de aquel profesor progre de los 80 fue enseñarme sobre la tiranía del olvido, que lo de menos son las fechas, los datos o la cronología, que la historia trata sobre los hombres, cada uno de ellos, de nosotros, y que mientras no aprendamos a bien leerla estaremos arrostrado a repetirla, sin fin. Que por desgracia es lo que continuamos haciendo por insolidarios, ignorantes y ambiciosos.
Aunque siendo honestos, cuando miramos esas fotografías de ayer no son ellas las que nos cuentan sus historias, su límite es muy estrecho y por contra resultan infinitamente cargadas de posibilidad. Somos nosotros los que debemos adjuntarles los nombres a esos rostros, está en nuestro acervo clasificarles nacionalidad, época o estatus, es de nuestra competencia adjudicarles el antes y después de aquel instante. Lo que si poseen ellas por sí solas es la sugestión de otra realidad más allá de la aparente, la verosimilitud de los infinitos espacios que suponemos cada individuo, la certeza del correr de todos los tiempos, y la cautelosa observancia de la certera caducidad de todo. No nos vendría mal recordar que mirarlas y razonarlas nos han vuelto más inteligentes, pero desafortunadamente no más humildes.
El cadáver de Rasputín sobre el río Nevá. |
Vottem, Bégica 1914. |
Constancia y Marichu de la Mora Maura. |
Elise y Otto Hampel. |
Ethel y Julius Rosenberg. |
Fotografías bajadas de la red.
Texto de enriqueponce dosmil18.
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