miércoles, 25 de mayo de 2022

"Puro Teatro"

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"Puro Teatro"




          Una frase recurrente en mí es que nuestros recuerdos son en blanco y negro, aunque ciertamente es sólo relativo. A mi generación le tocó en suerte presenciar el alumbramiento de este nuestro mundo mediático. Nacimos a la par de la creciente difusión de la imaginería moderna, luego post-moderna y tal vez presenciemos la post-fotográfica. De aquel entonces conservamos, entre otros, la memoria de los viajes al estudio del fotógrafo profesional que nos inmortalizaba ocasionalmente, o algunas onomásticas fijadas para la posteridad con arcaicas compactas de borrosos resultados en diversos tonos de gris -y cabezas o piernas cortadas por el indeseable efecto del paralaje-. Así mismo también recordamos la llegada a nuestros hogares de aquellos tubos catódicos que apagábamos tras el “Vamos a la cama” de la familia Telerín, o la carta de ajuste, según; y la posterior revolución de los Telefunken con sus primeros caleidoscopios que habían sido precedidos desde las salas de los cines con el Cinemascope, o en carretes de 12, 24 o 36 fotogramas de Kodakrome o Ektachrome tan característicos entre los incipientes profesionales o amateurs de la imagen de entonces. Y toda aquella época quedó así registrada entre el múltiple sistema de zona de Ansel Adams y los deslavazados colores de capas de pigmentos sobre haluros. Esa es la nostalgia nuestra, una generación que se recuerda en un caos de sombras grises que abocaron en desvaído espectro de color.

          Mientras tanto el tiempo fue pasando con su omnívoro arrojo e, igual que el sonido de los CD’s desplazó el calor de los vinilos, la imagen digital arrolló en pocos años todas aquellas otras técnicas y costumbres que devinieron rápidamente en obsoletas y anacrónicas, todas y cada una de ellas pasaron a ser un filtro de la aplicación-madre de las imágenes, el Photoshop. A un sólo clic del ratón pusieron a nuestro alcance el mismo resultado que requería antiguamente horas de manipulación entre procesos químicos, y a cambio y como pobre compensación obtuvimos la fragilidad de un rastro binario que sin embargo se nos hace difícil confirmar en su existencia, puesto que aquel proceso migratorio desde la cámara, su paso por el editor y su viaje definitivo en la inmaterialidad de la red lo hace retornar a su génesis primigenia lumínica, y por lo tanto efímera.

          Con todo ello en mente a veces me cuestiono la ética del coloreado actual de los documentos de aquella otra época, sean fotografías fijas o imágenes en movimiento. Algo de perversión aportan, aunque tal vez mi recelo provenga además de mi temprana formación documentalista, fiel a la veracidad -aunque ésta esté siempre filtrada por cada visión autorial- Si ya produce una suerte de fascinación, congénita al medio, el visionar lugares o gentes pretéritas investidas de ese glamour propio a la imagen impresa o filmada, ahora con la vuelta de tuerca que provoca la depuración digital -pigmentación, limpieza de defecto y deterioro, o/y ajuste del metraje en las tomas móviles- se manipula además lo ya asimilado, lo acordado, la memoria de estos nosotros que compartimos esos tiempos pasados. Aunque para el nativo digital no sea más que un juego, para otros no es tan sencillo, colorear es manipular -los recuerdos, la nostalgia, la fidelidad-, o al menos se acerca a cierta desviación de la historia, tal esas pantomimas de las recreaciones a través de los disfraces en los escenarios de clásicas batallas.

          Cuando comenzó esta revolución digital preconizaban a la par que el futuro ya estaba aquí, pero más allá del retruécano de palabras que imposibilita una fusión de tiempos, lo que clamaban entre líneas era que llegaba una época donde las técnicas se hacían a sí mismas efímeras, que la obsolescencia programada tenía carta blanca y que se tornaba acuciante una formación continua en un medio esencialmente mecanizado. Aunque más allá, en todos los ámbitos de nuestra vida ocurrió igual, y esa perenne puesta al día provocó a la par un estado de continuo desasosiego al no haber nunca acomodo alguno, ni personal, ni profesional, ni social. Nuestros conocimientos, habilidades o artes dejan pronto de servir para dejar paso al siguiente retruécano que lancen al mercado desde Silicon Valley. Pero este constante peregrinar en busca de no se sabe bien qué conlleva también y además un cierto desbarajuste psíquico-emocional en el lógico devenir de las gentes, porque a partir de cierto momento la persona ya no ansia desesperadamente esa maravilla de futuro que jamás se alcanza, y sin embargo sí necesita vivir poco a poco y cada vez más entre el acomodo de la nostalgia, revivir -y no, no es ni debe ser un estigma, al contrario, reivindico tal derecho, el del reacomodo de los recuerdos-. A partir de cierta edad vivimos en la memoria, de memoria, y poco a poco nos hacemos memoria. Memoria viva, además.

          Y aunque para contradecirme la red se obstina de inundarnos de plataformas donde las películas y series y series que son películas -aunque duren doce capítulos de ocho minutos cada uno- supuestamente venidos directamente del futuro -precuelas de novedosas exclusivas-, lo cierto es que todos los argumentos narrativos los agotaron ya los novelistas decimonónicos de los recientes pasados siglos. El resto son secuelas. Así en un acto de misantrópica rebeldía en vez de acudir a ofertas donde ver los más vacuos argumentos o inútiles efectos especiales suelo navegar en busca de aquellos cajóndesastre que a pocos interesa, y a las más aburre, y haciéndome hueco en mi ancestral memoria recupero en ocasiones un caduco formato que ofreció la entonces incipiente RTVE, teatro realizado para aquel nuevo medio, para ella la televisión -donde frente al vacuo dinamismo del cine se antepone el peso de la palabra del teatro-. Arcaicos autores -Poncela, Benavente, Miller, Chejoj… además de mucha morralla tardofranquista y añeja como el cándido moralista Arniches o el celebérrimo bahamontista Pemán-, arcaicos medios, declamaciones de otro método y puestas en escena varias que hoy día no tendrían cabida en tic-tok -otra época, otras maneras-. Pero igual que los ojos de un imberbe no son lo mismo que la mirada de la nostalgia, la paciencia que dan los años tampoco se acomoda a la prisa de este presente fugaz, y por eso mismo obra tras obra llegué un buen día hasta la representación de “El pelícano” de August Strindberg.

          No es mi intención desde aquí realizar una crítica teatral, ni siquiera un análisis literario de su autor, el mismo que dijo: “Desde mi niñez he buscado a Dios, pero sólo he encontrado al diablo”, lo que por sí mismo es una declaración de intenciones que resume representativamente bien ese aire que se respira durante la representación de la obra, y es ello mismo lo que recogió mi mirada durante las casi dos horas que los actores dieron vida a la opresión, el miedo y pavor que provoca la represión de una educación matriarcal y castradora. Supongo que parte de la culpa de la fascinación por las escenas de dichas imágenes la produjo la imperfección de la grabación analógica, su difuminado, conjunto a la borrosa definición entre planos, o/y el desgaste de aquel medio fungible que les ha impregnado de un halo marcadamente impresionista -tal como se esperaría de los paisajes victorianos de Jane Austen o las hermanas Brontë, las narraciones de su contemporáneo Henrik Ibsen, o tal la luz decadente de los largometrajes de su mismo compatriota Ingmar Bergman-, pero es que además su director Francisco Abad, a través de los posados que lleva a cabo con los personajes en pos de la cámara, las luces y el escenario, logra una infinidad de cuadros escénicos estéticos -y estáticos además- plenamente imbuidos de complejas y variadas influencias como, entre otros, los posados de un anacrónico Edward Hopper o/y los claroscuros de los cuadros flamencos de Rembrandt, o simplemente rememorativos de aquella vieja tradición de los fotogramas que nos recibían en los vestíbulos de los cines pre-anunciando lo que nos fascinaría luego desde el cañón del proyector .

          Dicen de un fotógrafo que tan sólo le es dado captar lo que viva, su entorno, sus experiencias, lo que mira, lo que ven sus ojos. Y no es la cámara quien hace sus imágenes, o como dice Cartier-Bresson ni siquiera su ojo sino que sea su dedo índice el culpable, o tal vez sea su mente, sea como sea lo inevitable es que su harina es la realidad, la vida. Cuando la técnica analógica declinó pasé un impasse de expectación, hasta que la lógica de la evolución igualó la calidad -y posteriormente superó- de ambos procesos, mientras además la novedosa cualidad binaria multiplicó exponencialmente todo su potencial y accesibilidad amateur. Entonces fue cuando me subí al carro, y obstinado volví a ponerme al día en un medio donde me siento cómodo connaturalmente. Recuperé el placer de la réflex que me ofrecía un compromiso en su excelsa perfección con la toma, aunque la comodidad me llevó a sustituirla posteriormente por la 3/4 sin espejo de objetivos intercambiables, que me sedujo por su manejabilidad, rapidez y funcionalidad si perder un átomo de excelencia, y aunque vagué a gusto con ella durante un tiempo a la postre me hice con una compacta con la vulgar excusa de para a diario que me ofreció además una liberación del compromiso del momento de la toma sin precedente que me agradó -incluso jugué con una instantánea por regodearme entre sus limitaciones-, hasta que descubrí que el último teléfono que adquirí hacía también fotos decentes, lo que resultó mi perdición -obviamente es ironía- y las cámaras quedaron aparcadas por un tiempo en casa. Pero en ese lapso hubo un prurito -una desazón, una comezón visceral- que no se apagó nunca, la búsqueda y ansia de tema, en ese entorno mío, ámbito o mundo, mi alrededor, insatisfecho por el alcance de los escasos JPGS de aquel móvil y vagancias.

          Porque el mundo de uno y de hoy no se circunscribe al pasaje, o las gentes, de aquí cerca, o de nuestros vagares. Es más complejo. Ya no es en blanco y negro, resulta exhortativamente binario, se puede teñir de colores, no es limitado, se viaja impunemente, pero además y sobre todo no es físico o latente solamente, también es virtual, y digital. Mediático en suma. El mundo siempre fue complejo, hoy simplemente lo es más, y nosotros actores deambulamos en un proscenio frente a no se sabe bien qué. Ante los demás u ante un objetivo. Por eso en nuestro imaginario se han colado además las referencias. No tan sólo hoy se fotografía el afuera sino también el adentro, y así las fotografías de fotografías es un hecho ya superado -ni que decir de aquellas puestas al día de escenas de cuadros clásicos del medievo, tal recreaciones históricas-, e igualmente hacer tomas sobre la ficción de las pantallas es tan probable como posible como tema. Por ello más allá de las imágenes que recojo con las cámaras me sacio además con la varias posibilidades que ofrece la captura de pantalla y su posterior edición, sea de ficción cinematográfica, documentos de la naturaleza o las abstracciones peripatética que me ofrece el Google-Earth -incluso satélites espaciales-. Aunque resulte un tanto incongruente moverse entre tanta cámara y terminar no usándolas para obtener imágenes a través de la pantalla del ordenador personal, creo que la post-fotografía nos ha de hacer pasar por distintas formas de fotografía virtual, y he encontrado que ellas apaciguan igualmente mi clásica manera de obtención de imágenes, pues también son fotografías del micromundo -o mega- que me es dado vivir, y siendo además igualmente comprometidas. Y ahora que me regodeo entre nostalgias, próximo a la tercera o cuarta edad, al fotografiar la citada obra de Strindberg y recordando la máxima “la vida es puro teatro”, me pregunto si, como nuestras vidas transcurren cada vez más frente a pantallas, fotografiar teatro realizado para televisión desde mi ordenador personal no será también fotografiar la vida misma además.
















Capturas de enriqueponce.
Obra “El pelícano” de August Strindberg, dirigida por Francisco Abad para "ESTUDIO 1" de RTVE.






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