Que hoy no importen las fotos que guardamos en el móvil, que no importe que desaparezcan, que en un descuido se borren para siempre, es signo inequívoco de que tampoco importamos nosotros mismos, cada uno de nosotros, nuestras memorias, nuestra presencia. Pero tal desprecio cuando se usa y abusa de la toma de imágenes es una herejía, pues tal como nos reveló Dorothea Lange “Una cámara es una herramienta para aprender a ver sin cámara”, y no un simple juguete de vanidad. Aunque haya pasado de ser de receptora y mensajera de la memoria a símbolo comucacional no puede obviarse que cada fotografía continúa recordándonos la importancia del existir, en un mundo cada vez más ancho y extenso físico y temporal, aunque también en un planeta más limitado y sobreexplotado. En menos de un siglo hemos confirmado cómo la Humanidad resulta una plaga para nuestro hábitat, cómo lo alteramos hasta el límite con nuestra vanidosa forma de pasar por él generación tras generación, y cómo nos creemos sus propietarios cuando tan sólo somos unos incómodos huéspedes transitorios. Al planeta Tierra le resulta en el fondo indiferente nuestro destino, la naturaleza no hace cálculos que nos incluyan como protagonistas, ella seguirá impertérrita su curso cuando nosotros nos hayamos extinguido -probablemente- a nosotros mismos. Aunque ahora no nos lo parezca, el impacto que el homo-industrial produce en la naturaleza en tiempos cosmogónico es ínfimo, otros impactos, otras causas ya resbalaron por su superficie y siguió su curso sin más -cerca de 500 tipos de géneros distintos y más de 1.000 especies de dinosaurios habitaron la Tierra durante 20 millones de años, y lo que queda de ellos es su frágil registro fósil, y nuestro asombro por sus efímeras huellas-. Y la nueva fe científica que sustituye a la teológica es simple vanidad del homo-sapiens en su creencia de un ilimitado progreso, placebo de un paraíso imposible. El hombre deletrea todos los días mal su nombre: dios.
Y aunque según el Génesis: “En principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre el haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre el haz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y apartó Dios la luz de las tinieblas”, hubieron de transcurrir 4,543 miles de millones de años para que se inventara a Dios, y luego vino entre otros la heliografía, para hacernos patente “El olvidado asombro de estar vivo” (Octavio Paz). Llevo toda mi vida tomando fotografías, y aunque aún no sé si soy fotógrafo, si sé que mi asombro no ceja. Creo que las definiciones no están para los amateurs -éstas se guardan para los profesionales, los grandes de la materia: Capa, Stieglitz, R.Frank…-, a nosotros nos corresponde el diletantismo emocional, e intelectual. Porque a la gente corriente lo que le corresponde es el uso y abuso de las herramientas, y si durante la era analógica utilizábamos las imágenes para recordar eventos o acontecimientos, ahora nuestra meta es estar atrapados en ese post-mundo distópico que son las redes sociales, ya no nos relacionamos en lo físico sino en lo virtual, que da pie a otro tipo de neo-fotografía, englobada en una cultura de masas de la imagen donde la distancia entre los sujetos, su mayor alineamiento y el menor juicio crítico o reflexión de ella serán sus características. Pero además viene acompañada del acceso a lugares antes inalcanzables que de pronto se han tornado en accesibles desde la escueta pantalla de nuestros terminales: viajes virtuales a museos, ciudades, o demás espacios que construyen esa nueva topología imaginaria. Y si ayer nos apropiábamos de las imágenes deambulando en el entorno con todo tipos de cámaras, ahora es posible otro tipo de captura del espacio, desde la pantalla y en la lejanía física podemos construir otro imago para crea un acervo distinto que procede de esta nuestra cultura líquida-tecnológica. Para la fotografía resulta venial, la herramienta de la captura nunca fue estática ni trascendente, y conjuntamente el punto de mira cambió desde aquel de banco a uno de cintura, a la altura del ojo, o hasta la actual posibilidad de la toma cenital desde satélite; asimismo los progresos técnicos hicieron de la química fotosensible un sistema algorítmico binario, o el aparato de captura mecánico evolucionó hasta un ordenador. El pos-fotógrafo actual no está obligado a documentar la realidad, sino aquella otra virtualidad que le llega a su pantalla, y la gente corriente cuando retuitea el maremagno de imágenes que le llegan indiscriminadamente, le muestra el camino al creador para que se apropie y construya su propia factoría de aquellas nuevas imágenes a las que ahora tiene acceso de manera virtual. Será una autoría más anónima apropiada a otra nueva mirada más objetiva y menos personal, más mecanicista, y más pública, otro documento, nuevos post-reportajes, pero toda imagen obtenida al fin será Fotografía además.
Para alguien comprometido con la toma de imágenes la sutil frontera del método empleado no resulta banal, no en vano a lo que a día de hoy llamamos fotografía ha recorrido múltiples procesos, en ocasiones puristas y en otros más extremos, desde la etérea inicial imagen y punto de vista de la cámara oscura de Niepce, a los fotogramas de Moholy-Nagy, o rayografías de Man Ray vs Lee Miller, o la atrevida foto de una foto de Sherry Levine, el polémico apropacionismo desde Instagram de Richard Price, o las múltiples derivaciones de tomas de imágenes desde la pantalla de un tv, escáneres o a través de los paupérrimos sistemas termográficos, son algunos de los múltiples ejemplos de la manera de obtención de imágenes desde su invención. La cámara no es más que la extensión habitual del ojo-mente, la herramienta, el medio preciso para la captura, para la caza de una intención, para fijar al mundo, al tiempo, a esa aparente realidad que se nos muestra y refleja e incólume se deja fijar y perpetuar. Pero ahora más que nunca el mundo está en nuestra manos, desde que arribó a nuestro cuarto a través del monitor del ordenador, o al bolsillo desde el móvil, a través de él y con la herramienta “captura de pantalla”, tal otro nuevo disparador para otra manera de nueva cámara, y convertida en el sucedáneo de aquella nuestra decimonónica herramienta, se vuelve más omnisciente. Desde aquella ancestral aparición de la heliografía se fotografía lo cercano, lo situado enfrente, lo cotidiano, el progreso analógico nos llevó a todos los rincones de la Tierra, y sin embargo cuando ésta pasa a ser digital-virtual es posible fotografiar la aparición de esa nueva suprarrealidad, la post-realidad líquida. Con la salida al mercado de las cámaras Go-Pro se da un salto adelante de vértigo aunque aún se exige la cercanía del operario en la experiencia, mientras que con el dron se liberaliza por contra la distancia, pero ahora tal vez se abra otra manera, un nuevo sendero y seamos ahora operarios-virtuales de unos ojos-técnicos ajenos de esas ubicuas cámaras de vigilancia que miran pero no ven. Tal como aquellos ancestrales decimonónicos aventureros de las Excursiones Daguerrianas que nos ofrecieron la fascinación de unos paisajes reflejo de nuevos mundos, la contemporánea posibilidad de fotografiar desde Google-Earth -e incluso el más allá espacial desde el inteligente y autónomo satélite para descubrir planetas, galaxias, al universo todo- crea una Nueva Topología, exhortativamente figurativa aunque la pérdida de referencia le sitúe más próxima a la imposible abstracción fotográfica -como también ocurre en la astronómica o microscópica-, donde la no existencia de un horizonte o la ambigüedad de los objetos, como los trastornos de escala o punto de vista, cuestionan su referente. Además las imágenes que nos proporciona la app suele contener desviaciones técnicas, el denominado efecto Escher, interpretables creativamente: fusiones imperfectas de varias fotografías, sobre o sub exposiciones, nubes interpuestas, o diferentes tomas en distintas estaciones. Lo que nos propone esta nueva visión es un primer acomodo en otra nueva realidad más virtual que física, pero compositivamente, y al igual que en los “Equivalentes” de Stieglitz, se proponen como una visión sin fin, sin horizonte, sin posición, sin referencia, cuasi no figurativa, cuasi metáforas imposibles para ninguna fotografía. Una toma cenital reflejando un magno escenario que oculta más que lo que deja ver en sí: seres insignificantes luchando por sobrevivir, como los habitantes de esas otras pequeñas poblaciones y que contemplas de paso cómodamente instalado en la butaca de un tren mientras te preguntas quiénes pueden latir ahí tan anónimamente, tan lejos, tan quietos, y asimismo el hecho te apercibe a la par que tú mismo eres uno de esos para el aquel otro que fugazmente orilla junto al parco pueblo que asimismo tú habitas, o bajo el ojo de un satélite que sobrevuela tu existir.
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