domingo, 5 de diciembre de 2021

"Atget"

LOS CAZADORES de MENTES



Jean Eugène Auguste Atget

Libourne, Francia. 1857-1927



Fotografía de Berenice Abbott.













          Eugène Atget nació el 12 de febrero de 1857, en Libourne, cerca de Burdeos. Durante su vida la fotografía evolucionó desde el daguerrotipo, que sólo permitía una copia, hasta la fotografía, que permite varios originales. El amplio interés en el nuevo medio estimuló su rápido desarrollo. Pero sus atributos estéticos crecieron a menor velocidad e impusieron nuevas disciplinas y percepciones acerca del hombre tras la cámara.

          La tendencia se desarrolló desde las distinta imágenes del daguerrotipo hasta los retratos de Nadar, a través de la visión de Mathew B. Brady, hasta figuras posteriores, como las de Jackson y Lewis Hine en Estados Unidos y, por último, la de Atget en Francia, que dotó a la fotografía de todo su potencial como un arte por derecho propio.

          La primera vez que vi unas fotografías de Eugène Atget fue en 1925 en el estudio parisino de Man Ray. El impacto fue inmediato e inmenso. Si bien los sujetos no eran sensacionales, maravillaban por su mera familiaridad. El mundo real, visto con asombro y sorpresa, quedaba reflejado en cada copia. Cualesquiera que fueran los medios que Atget utilizaba para proyectar la imagen, éstos no se interponían entre el sujeto y el observador.

          Mi entusiasmo al contemplar aquellas fotografías no me dejaba descansar. ¿Quién era aquel hombre? Descubrí que Atget vivía en la misma calle donde yo trabajaba, en el 17 bis de la rue Campagne Première, y que sus fotografías estaban a la venta. Tal vez podría comprarle algunas. Quería ver más y no perdí tiempo en buscarlo.

          Subí los cuatro tramos de escalera que conducían a su casa, situada en la cuarta planta. En la puerta había un modesto letrero hecho a mano: "Documents pours Artistes". Me acompañó hasta un cuarto de unos cinco metros de largo, una habitación corriente en un apartamento pequeño, sencilla y poco decorada.


          Atget, algo encorvado, me impresionó por su aspecto cansado, triste, distante, atractivo. Era parco en palabras, no intentó "venderme" nada. Me enseñó algunos álbumes que había hecho él mismo y seleccioné tantas copias como podía permitirme con mi exiguo sueldo de ayudante de fotógrafo. Por suerte las copias no eran caras. Le pedí que apartara otras tantas hasta que pudiera venir a pagárselas. Cuando volví, habló más y me llevó a su cuarto oscuro, donde estaba revelándose una única placa en una cubeta. El tiempo de revelado era muy largo; no tenía ninguna prisa en quitar la placa, sino que la dejó revelándose después de que la viéramos con la luz roja de seguridad.

          Y volví allí muchas veces y fuimos trabando amistad. Yo le hacía muchas preguntas a las que me respondía hablándome de algunas de sus dificultades, y tuve la impresión de que había tenido muchas. Aquella no era la época en que sus fotografías estaban por todas partes. La gente sospechaba de él e incluso tal vez pensara que era un espía. Debía de parecer una figura misteriosa y sospechosa con su enorme cámara y envuelto en un amplio paño negro. Misteriosos y ominosos eran también algunos de los oscuros y extraños lugares que decidía fotografiar.

          En respuesta a mi pregunta, Atget repuso que nunca aceptaba encargos fotográficos porque "la gente no sabe qué fotografiar". Pocos pueden darse cuenta de lo acertada que es esta afirmación, pero estoy segura de que muchos fotógrafos serios de hoy día gruñen por el peso de esta verdad. ¿Apreciaban los franceses su obra? "No, únicamente los extranjeros jóvenes."

          Vestía una ropas viejas y remendadas, y tenía un porte decididamente fotogénico. Estaba convencida de que necesitaba dinero, así que le enseñé las fotografías que tenía en mi posesión a casi todo el mundo que conocía y animé a todos a que visitaran su estudio con la esperanza de que le compraran copias. Si alguno de ellos no respondía con entusiasmo, me quedaba asombrada, incluso me mostraba desdeñosa.

          Cuando ya me había convertido en fotógrafa de retratos convencí a Atget para que viniera a mi estudio, en 44 rue du Bac, con miras a que posara para retratarlo. Para mi sorpresa apareció con un elegante abrigo. Siempre lo había visto con ropa remendada. Había deseado fotografiarlo también con esa indumentaria, pues era de una exquisita fotogenia, pero el tiempo es un maestro veleidoso e impredecible y no me permitió otro posado.

          Luego, cuando le llevé a su casa sus retratos para enseñárselos, no vi el pequeño letrero de "Documents pour Artistes" en su puerta, subí un tramo de escalera y bajé a la portería para preguntar por el señor Atget. La portera me dijo que había muerto. Me quedé conmocionada. La juventud está poco equipada para aceptar e incluso anticipar la muerte. Y yo acababa de terminar sus retratos.

          Pero ¿qué ha pasado con sus fotografías?, pregunté. Me respondió que don André Calmette tenía sus pertenencias. Ella sabía la calle donde vivía, pero no el número.

          Las fotografías de Atget, las pocas que conocía, representaban para mí la fotografía. La profunda reacción que provocaban en mí me llevó a seguirles la pista con un miedo instintivo a que se perdieran o  destruyeran. De haberme percatado en aquel entonces de que existe -todavía hoy- una indiferencia y una falta de consideración generalizadas con respecto a la mayoría de los fotógrafos, mi alarma se habría multiplicado por diez.

          Aunque nunca se me ocurrió adquirir la colección de Atget, mi preocupación por el destino de su obra me obligó a intentar encontrar a André Calmette yendo a cada vivienda de la rue St. Guillaume, ya que su nombre no aparecía en la guía telefónica. Un amigo me ayudó yendo a las casas de una acera mientras yo exploraba las de la acera de enfrente. Cuando por fin encontré la casa, supe que Calmette vivía entonces en Estrasburgo, de cuyo teatro municipal era el director.

          En otoño de 1928, tras varios meses de correspondencia y, por último, conferencias, le compré a André Calmette, el más antiguo e íntimo amigo de Atget, toda la colección de copias fotográficas de Atget, así como las placas que no había comprado Les Monuments Historiques. Calmette había actuado con Sarah Berhard y era un actor mayor, apuesto y compasivo. Alguien más había ido a ver a Calmette para comprarle la colección, pero él me prefería a mí porque, según decía, "creía que a mí me gustaba más Atget". Para preservar las placas, mi joven asistente holandés, Lood van Bennekom, y yo limpiamos cada una de ellas, las colocamos en sobres de papel cristal, las numeramos y las clasificamos todas. Hasta ese momento no había sido consciente del tamaño de la obra de Atget, pues tardamos meses en efectuar aquella operación.



























Fotografías de Eugène Atget.

Texto, extraído de "Selección de escritos" de Berenice Abbott.





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