Javier Marquerie Bueno
Madrid 1969
Fotografía bajada de la red. |
"madrid qué bien resistes"
La muerte de tanta gente ya no tiene que ver con el asesinato. Para eso hace falta que el asesino conozca a la víctima, la odie o la desprecie. Hay una rutina de muerte que es más grave. Aunque no está del todo exenta de pasión: los que se enfrentan con las armas a los fascistas les odian de una manera genérica, porque son los camaradas de quienes han fusilado a dos mil defensores de Badajoz y arrasan todo lo que se encuentran a su paso, los que intentan que la revolución se estanque, los que se han levantado contra la República, los que apoyaron la gigantesca represión del 34. Y ahora son los que bombardean la ciudad y matan por igual a niños y a combatientes. Eso debe de ser la guerra: un momento en que se puede matar al que está enfrente sin necesidad de personalizar el odio.
Para los sitiadores, el sentimiento es parejo. Los hombres que caen en las trincheras, en los asaltos, los que se abrasan dentro de los carros de combate, son rojos asesinos sobre cuyos cadáveres se podría bailar. Quienes no tienen familia o amigos en la ciudad pueden llegar a disfrutar con la purificación que el fuego provoca en ella.
Matar a un hombre en el frente no significa nada más que matar a un enemigo. No hay ninguna necesidad de recrear sus gestos en una situación cotidiana. De imaginárselo, por ejemplo, riendo o llorando, cogiendo un niño entre los brazos.
Los madrileños están ya hechos a convivir con la muerte, que se encuentran por igual a la salida de los cines, en las colas del pan o en la trinchera.
Y se saben protagonistas de un acontecimiento histórico. Los ecos de la prensa de todo el mundo llegan a los periódicos y las radios. Hay extranjeros vestidos de uniforme que vienen a dar la cara con ellos en la Ciudad Universitaria o en la Casa de Campo. En Italia o en Alemania no han podido parar a los fascistas. Y en Madrid sí. Lo dicen todos los medios. Durruti a venido a morir aquí porque aquí estaba la trinchera donde debían pararlos, donde había que conseguir que no pasaran.
Eso tiene un alto precio. Hay muchos que no vuelven del frente. Otros miles lo hacen, destrozados, marcados para siempre con mutilaciones espantosas.
Y en las casas de los que se niegan a ser evacuados se pasa hambre, se pasa frío, se pasa miedo. El hambre, el frío y el miedo no disminuyen en intensidad por mucho que se hagan cotidianos. A esas tres cosas no se puede acostumbrar nadie. Sólo cabe apretar los dientes.
A Franco le ha fallado su suerte, y le ha fallado la de Varela. Ya sabe que, por mucho que porfíe y eche más y más combatientes al asalto, no puede hacer que el enemigo doble la rodilla. Los que salen de los parapetos para dar golpes de mano, para avanzar unos metros, sirven a una idea que tiene mucho de rutina militar, la de fijar al enemigo en sus posiciones, evitar que se desplace o otro lugar más ventajoso. Los hombres mueren para que los de la trinchera de enfrente no se vayan. Franco ha renunciado a la conquista, pero quiere que se mantenga viva la guerra. Es una cuestión de economía bélica.
Queipo de Llano y Mola siguen insistiendo en sus locas prédicas: la quinta columna está aguardando su momento. Los que deciden dentro de Madrid sobre la vida y la muerte reciben los mensajes con agrado: se puede matar a los miembros de la quinta columna. Hay que descubrirlos y darles un tiro en la nuca.
Hay en las filas franquistas una sensación de perplejidad. Los rojos resisten, no retroceden, pelean con fiereza y, a veces, con frialdad e inteligencia. ¿Qué ha sucedido con esa montonera que volvía grupas al primer desbordamiento y actúa ahora como si fuera un ejército?
La ciudad que era indefendible se defiende. No cede. Hay muchos hombres, de toda España, que lo hacen. Antes corrían y ahora no.
La gente les ha dado la fuerza. Los niños, las mujeres, que pasan frío, hambre y miedo, no les dejan desfallecer.
Los madrileños están en la calle, aplaudiendo los combates aéreos, haciendo barricadas con picos, palas y manos desnudas. Van a los mítines, pero también al cine a ver películas de Chaplin y Laurel y Hardy. Muchas veces tienen que salir corriendo de las salas porque hay alarma aérea; otras, cada vez más frecuentes, porque los obuses que lanzan desde Garabitas o el Cerro de los Ángeles revientan en las calles. Van a los cafés y a algunos cabarets que se empeñan en abrir sus puertas. Por la noche se encierran en un sueño inquieto en la ciudad oscurecida.
Muchos madrileños han decidido que no pasen.
Madrid se convierte en la ciudad traidora.
Madrid se convierte en la ciudad heroica.
Una ciudad en la que una gran parte de los habitantes no quiere sobrevivir, sino vencer.
Eso exige un castigo. Franco va a dárselo. Va a mantener los bombardeos, el asedio. Durante el tiempo que sea necesario para quebrar su resistencia.
Título, fotografías y gif de Javier Marquerie.
Texto, extraído de "La batalla de Madrid", de Jorge M. Reverte.
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