Proclamación de la II República, Puerta del Sol, Madrid, 14 de Abril de 1931 |
En la Carrera de San Jerónimo, el río engrosaba, pero sin embravecerse; y
siguiéndole yo agua abajo, di en la Puerta del Sol, donde las corrientes se detenían
formando ancho golfo; y también me detuve yo, junto a la farola del centro, enfrente del
Ministerio de la Gobernación.
¿Qué pasaba allí? Creo que nadie lo sabía. Notábase un oscilar de cabezas y un ruido
sordo, como de resaca, de mar de fondo. Alguna voz más alta que otra, o un grito
aislado, casi siempre de mujer: graznido de gaviota augurando tempestades sobre una
mar preñada de misterios. Quizá no había en toda aquella masa bullente una sola
persona con propósito bien determinado. Los huracanes populares se forman casi
siempre de la manera más extraña: gentes inofensivas que caminaban por la calle más
deprisa que lo acostumbrado; rostros pálidos y miradas en las cuales se pintaba el temor
y la curiosidad, el afán de lo desconocido; noticias extraordinarias, absurdas tal vez, que
parecen circular por sí solas en las ondas del aire, de barrio en barrio, de grupo en
grupo, de oído en oído; diez curiosos detenidos delante de un edificio, porque en él hay
algo de lo que estorba al común anhelo; otros diez que se detienen después por la misma
causa; y luego otros tantos, y enseguida ciento, y mil, y más, hasta que ya no se cabe; y
empiezan, con el roce y el tufillo de las muchedumbres, el escozor de la curiosidad no
satisfecha y la inquietud nerviosa en cada burbujita, que luego engendra el lento
bamboleo de toda la masa; y el bamboleo, la hinchazón de las olas; las olas, el choque,
el estruendo, y la espuma, y al fin, el desastre.
Como ya estaba encaramado en el pedestal de la farola y ésta alumbraba bien,
dominaba en mi rededor una buena parte de la multitud. Observé que abundaban las
mujeres de rompe y rasga, y que no escaseaban los hombres de mala catadura; casta que parecen nacidas para esas cosas, porque nunca se las ve más que en los motines:
légamo que sale a la superficie cuando las corrientes embravecidas revuelven el fondo
de los cauces. De estos hombres, algunos iban armados; pero casi todos estaban muy
mal vestidos. Pude observar también que las puertas del Principal estaban cerradas; y
por los rumores que hasta mí llegaron, entendí que la guardia se resistía a abrirlas
aunque se le intimaba a ello, fraternal y pacíficamente; pues es de advertir que ni los de
adentro tenían una orden a que ajustar su conducta enfrente de aquel tan serio como
inesperado trance, ni los de afuera plan ni concierto ni dirección. Por lo visto, todos
éramos curiosos más o menos interesados en que se diera el placer de quitar aquel
estorbo a unos cuantos aficionados de la primera fila que lo pretendieron. Y en estas
finas y corteses embajadas se anduvo larguísimo rato por la ventana baja, próxima a la
calle de Carretas.
Pero es cosa probada que las muchedumbres, ni en serio ni en broma pueden estarse
quietas y de pie mucho tiempo. Yo mismo comencé a impacientarme por la falta de un
desenlace cualquiera; porque aun cuando los rumores crecían y los gritos se acentuaban
y el bamboleo iba convirtiéndose en serio oleaje, aquello no tenía fin.
¿Y por qué no lo tenía?
Entonces, de repente, me acordé yo de que era Pedro Sánchez; no el hijo del pobre
hidalgo montañés don Juan Sánchez; no el inofensivo Pedro Sánchez que estaba allí
como un curioso más; sino el Pedro Sánchez redactor de El Clarín de la Patria; el
Pedro Sánchez «perseguido por la causa de la libertad»; el popular autor de un escrito
incendiario; el Pedro Sánchez que acababa de salir del escondrijo donde burló la
vigilancia de los esbirros del poder, que le buscaban porque su nombre era bandera de
batalla en manos de la revolución; y aquella que fermentaba en derredor mío, era, en
gran parte, obra de mi ingenio, chispa de mi pluma fulminante... ¡Oh!, ¡qué grande volví
a verme en aquel momento! ¡Qué borracho de ideas tumultuosas y revolucionarias!
¡Qué odio se encarné en mi corazón hacia los «hombres funestos que habían arrastrado
al país hasta el borde del precipicio» ¡Cómo execré a los «nefandos conculcadores de
las leyes, expoliadores del erario público, escándalo de la moral y ludibrio de
gobernantes» en la patria de Riego y de Padilla! (Estaban muy de moda entonces estos
dos personajes.) ¡Con qué facilidad podría yo inflamar aquel reguero de pólvora y
convertir en mar embravecido lo que ni siquiera había llegado a lago turbulento! Desde
lo alto del pedestal de la farola, lanzar mi nombre por encima de todos los ecos y
rumores de la multitud; después, cuatro arranques tribunicios bien empapados en el
espíritu revoltoso que palpitaba en aquellas gentes inflamables, y, al fin, arrastrarlas en
mi seguimiento, cual desbordado torrente, por donde a mí me diera la gana. ¡Dios mío,
qué cosquilleo sentí entonces en la garganta! ¡Cómo forcejeaba en ella todo el aire de
mis pulmones para formar un nombre, y lanzarle al espacio, sonoro y penetrante, como
toque de clarín de guerra! ¡Cómo se estremecían todas las fibras de mi cuerpo! ¡Qué
temblar el de mis brazos! ¡Qué gallardía la de los apóstrofes que me asaltaban las
mientes, caldeados al fuego del entusiasmo que me devoraba! No podía más: alcé el
brazo que no necesitaba para agarrarme al pedestal; arranqué el sombrero de mi cabeza;
moví los labios trémulos...
En esto crecieron los gritos y la agitación de las primeras filas; y el resplandor de una
hoguera, arrimada a las puertas del Principal, iluminó aquella parte del sombrío cuadro.
El inesperado acontecimiento me contuvo. Momentos después, entre aplausos y patriótica bullanga, ardían los portones. ¿De quién fue la idea? ¿Quién trajo la leña, y de
dónde? ¡Vaya usted a saberlo!
Abierta la brecha, se lanzó por ella, con la impetuosidad de un torrente, lo que del
mar de afuera cupo dentro del edificio. Esta evolución removió toda la masa sobrante; y
por los huecos que iban resultando avancé yo, a fuerza de puños, hasta la acera misma
del Principal. El tumulto había atropellado la guardia; y como no halló resistencia,
apoderóse, entre abrazos a los soldados y vivas a todo lo de costumbre, de las armas y
municiones de éstos.
La cosa hasta entonces iba arreglándose tal cual: ni un tiro, ni una herida, ni un
insulto entre los dos tradicionales enemigos. Harto más alborotaban las furias ociosas de
la Puerta del Sol, que habían dado en la gracia de pedir las cabezas de determinados
personajes. En medio de estos gritos salieron del Principal a la calle muchos hombres,
armados con sables y fusiles que habían adquirido adentro; otros, que ya estaban afuera
con armas, se unieron a ellos. No sé si fue por contagio de los gritos de las mujeres, o
porque les hizo más feroces el verse tan unidos y bien pertrechados; pero es la verdad
que apenas estuvieron agrupados en la calle, comenzaron a rugir amenazas de muerte y
exterminio. ¡A casa de Fulano! ¡A casa de Mengano...! Y el coro, la gran masa, lo
repetía con voz formidable y ademán aterrador. Y noté que en este vocerío tremebundo
se nombraban con preferencia un palacio de la calle de las Rejas, muy aborrecido
entonces, y la casa de Valenzuela. Y sin duda por ser ésta la más cercana, los forajidos
aquéllos enderezaron el rumbo hacia allá. Me estremecí. Luego, movido de una
resolución súbita, avancé, apartando la gente a empellones, hasta ponerme delante de
los primeros.
-¡Alto! -grité como un energúmeno, alzando los brazos mucho más arriba de la
cabeza.
¡Suerte loca la mía! En la vanguardia del pelotón armado iban Bujes y tres de sus
camaradas, que, como él, me habían conocido en la redacción.
-¡Pedro Sánchez!... ¡Viva Pedro Sánchez! -gritaron, abrazándome Bujes y alzando
los otros los fusiles al aire- ¡El defensor de los hijos del pueblo! ¡El perseguido por los
enemigos de la libertad!
Cientos y cientos, y creo que miles de bocas repetían mi nombre, cuya resonancia,
no cabiendo en los ámbitos de la Puerta del Sol, fue a perderse en rugidos en todas las
calles que desembocaban allí. Manos sin número estrecharon las mías, y brazos sin
cuento me estrujaron, me oprimieron y aun me levantaron en vilo.
El patio del cuartel de la Montaña, tras la toma por las fuerzas leales a la República, 20 de Julio de 1936 |
El Comité Revolucionario Republicano en la cárcel Modelo, 10 de Marzo de 1931 |
(De Izquierda a derecha: Garzón Baz, Ángel García, Justo Aedo, Jesús del Río, Ángel Galarza, Luís Hernández Alfonso, Antonio Sánchez Fuster, Carlos Castillo, Niceto Alcalá Zamora, Francisco Largo Caballero, Fernando Buriel, Fernando de los Ríos, Miguel Maura, Emilio Palomo y Francisco Casares Quiroga).
El gobierno de la Generalitat de Cataluña en la cárcel Modelo, tras los sucesos del 6 de Octubre de 1934 |
(De izquierda a derecha: Pedro Mestres, Martí Esteve, Luís Companys, Joan Lluhí, Joan Comorera,
Martí Barrera y Ventura Gassol).
Alfonso Sánchez García
Ciudad Real. 1880-1953
Alfonso Sánchez Portela (Alfonsito)
Madrid. 1902-1990
"Mi mujer" 1904 |
S. M. la Reina Victoria Eugenia y la Emperatriz Eugenia de Montijo en los Jardines del Palacio de Dueñas de Sevilla, el 8 de marzo de 1920 |
Antonio Machado y Rosario del Olmo en El Cafe de Las Salesas, 1933 |
Don Ramón María del Valle Inclán en su casa de General Oráa, agosto de 1930 |
Retrato de Federico García Lorca, 1930 |
Fiesta Popular, 1932 |
Vendedora de pavos en la Plaza de Santa Cruz, 1925 |
Fotógrafo minutero en la Plaza de Oriente, 1925 (ca) |
Sufragistas en la calle de Alcalá, 1932 |
"El billete de tope"1934 |
Bombardeo del aeródromo de Cuatro Vientos, 1930 |
Monte de piedad, 1925 |
Pianista con niña, 1926 (ca) |
Fotografías de ALFONSO.
Diseño logotipo de Manuel Tovar.
Texto, extraído de "Pedro Sánchez" de José María de Pereda.
Diseño logotipo de Manuel Tovar.
Texto, extraído de "Pedro Sánchez" de José María de Pereda.
Cadáver de Calvo Sotelo, 1936 |
Clase de disección de Ramón y Cajal. 1915 |
El cadáver del presidente José Canalejas en los salones de la Presidencia del Gobierno. 1912 |
No hay comentarios:
Publicar un comentario