"CRÓNICA UNIVERSAL ILUSTRADA"
«-¡Allá va, allá va! -gritó señalando.
-¿Quién?
-El bergante.
-Sí, él es... ¡Mariano, Pecado...»
Pero Mariano que las vio y oyó los gritos de su tía, se hizo el tonto y apretó el paso
como quien desea evitar un importuno encuentro. Poco después estaba sentado en un banco
de la Plaza Mayor, junto a una de aquellas graciosas fuentes, en las cuales el agua, saliendo
de una fingida roca, forma un globo elástico, cuyas paredes se ahuecan y se deprimen según
las bate más o menos el aire. En la movible costra líquida hace el sol caprichosos iris y se
retratan convexas imágenes del jardín y de los transeúntes. Completaba la fascinación del
globito de agua un bullido juguetón, en el cual cualquier poeta habría podido oír, con buena
voluntad, las risotadas de los niños de las náyades. Mariano puso los codos en las rodillas,
las quijadas en las palmas de las manos, y estuvo mirando el extraño surtidor... Dios sabe
cuánto tiempo.
Así como su hermana, invadiendo con atrevido vuelo las esferas de lo futuro, se
representaba siempre las cosas probables y no acontecidas aún, Pecado, cuando se sentía
dispuesto a la meditación, resucitaba lo próximamente pasado, y se recreaba con un dejo de
las impresiones ya recibidas. Era un trabajo de rumiante y un placer de perezoso. Vio, pues,
todo lo que había hecho aquel día, casi tan a lo vivo como si aún estuviera pasando. Se
había levantado muy temprano después de una noche de desvelos y tortura; habíase puesto
su camisa limpia y las demás prendas que estrenaba, mostrando un empeño particular en
aparecer con la facha más decente que le fuera posible; había salido y tomado café en
un puesto de la calle del Ave María, y después se fue a vagar por las calles. A eso de las
diez almorzó en una taberna jamón con tomate, que estaba muy rico, y después había
comprado un periódico y leído la mitad de él, indignándose con todas las picardías que
denunciaba, y participando de la noble ira de sus redactores contra el Gobierno.
Más tarde paseó por la Carrera para ver la gente y la tropa que de los cuarteles venía.
Bonito estaba todo; pero él lo miraba con desdén y, sobre la impresión recibida, ponía un
pensamiento de melancólica burla y sarcasmo. En un balcón había visto a Melchor de
Relimpio, muy enfatuado, junto a unas damas que le parecieron las de Pez. No lejos de allí,
uno de los Peces (él no los conocía bien, pero debía de ser Luis Pez) acompañaba en otro
balcón a la familia del duque de Tal. Siguió adelante, y a la vuelta de una esquina encaró
con el nunca bien ponderado Gaitica, que venía a caballo, hecho un potentado, un sátrapa.
La extraviada imaginación de Mariano veía a este personaje cual si fuese un resumen de
todas las altas categorías y la cifra del encumbramiento personal. «¡Cuánta pillería!»,
exclamó para sí.
Todos triunfaban y vivían regaladamente escalando cada día un lugar más elevado,
mientras él, el pobre y desvalido Pecado, permanecía siempre en su nivel de miseria,
insignificante, sin que nadie le hiciera caso ni fuese por nadie distinguida su persona en el
inmenso mar de la muchedumbre. ¿Por qué era esto, cuando él valía más que toda aquella
granujería de levita? Él, según las creencias firmes de su hermana, había nacido de
sangre noble. Le habían sustraído lo suyo, le habían despojado de todo, arrojándole
desnudo y miserable al seno del populacho, como se arroja al basurero un despojo inútil.
¿Quién sabía si muchas de aquellas casas, engalanadas con colgaduras de varios colores,
eran suyas? ¿Quién sabía si el dinero de que debían de tener llenos los bolsillos todos
aquellos caballeros y damas procedía de riquezas que en rigor de la ley le pertenecían a él?
¿Y a quien se dirigía para reclamar lo suyo? A nadie, porque desde el primero al último
todos eran grandísimos pícaros.
La nación en masa, ¿qué nación?, la sociedad entera estaba confabulada contra él. ¿Qué
tenía que hacer, pues? Crecerse, crecerse hasta llegar a ser por la fuerza sola de su voluntad
tan considerable que pudiera él solo castigar a la sociedad, o al menos vengarse de ella.
¿Cómo? Por su mente rondaba tiempo hacia una idea que resolvía la cuestión. La idea y el
propósito de ejecutarla se habían apoderado de él juntamente, dominándole y llenándole
por entero. Idea y propósito eran como una llaga estimulante en el cerebro, la cual le dolía y
le comunicaba un vigor extraño. Repetidas veces había puesto en ejecución su pensamiento,
¿pero cómo?, en sueños, y también alguna vez despierto, cediendo como a una fuerza
automática y fatal que no era su propia fuerza. En estos casos de repetición o ensayo mental
del hecho, se quedaba fatigado y orgulloso, cual si lo hubiera ejecutado realmente.
Sondeándose para ver cuándo había aparecido en él aquella idea y aquel propósito,
calculaba que los tenía desde antes de nacer. ¡Tan viejos, tenaces y arraigados le parecían!
Mirando siempre el globo de agua, pensaba que si no fuera por el firme tesón que en
aquel momento tenía, su miedo sería grande. Estaba viendo el terror escondido debajo del
orgullo y asomando la cabeza; pero el orgullo, o, mejor, la terquedad, no le dejaba salir. No
sentía miedo, sino dolor, un dolor inexplicable en el pensamiento, una sensación rara de no
dormir nunca, de no reposar jamás, de un alerta eterno. Detrás del punto negro que tenía
delante y que ya estaba cerca, veía seguro y claro un triunfo resonante. Principalmente la
idea de que todo el mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír
con cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba a las
generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece tener por pariente
el talento. El mismo criminal instinto le ayudaba a personalizar, y en efecto, siendo tan
grande y múltiple el enemigo, ¿cómo aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una
sola persona?
Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban que el gran cortejo volvía de Atocha.
Levantose Mariano, y por la calle de Ciudad-Rodrigo ganó la calle Mayor y la plaza de la
Villa. Multitud, tropa, caballos, uniformes, penachos, colores, oropeles y bullicio le
mareaban de tal modo, que no veía más que una masa movible y desvaída, semejante a los
cambiantes y contorsiones del globo de agua que había estado mirando momentos antes. Se
le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para sí: «Que me da, que me da». Era el
ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió
la cabeza, se sostuvo firme...
Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido
de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche. Cuando llegó el que esperaba,
Mariano era todo ojos. Miró bien... En el acto sacó de debajo de la blusa una pistola vieja, y
apuntando con mano no muy firme, salió el tiro con fugaz estruendo... Movimiento y
estupor en la muchedumbre, gritos, pánico, sacudidas. La bala se estrelló en la pared de
enfrente sin hacer daño a nadie, y el autor del infame atentado cayó en una trampa, la
indignación pública, cuyo engranaje de brazos y manos le oprimía, como si quisiera
pulverizarle.
Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg |
Cadáver de Mateo Morral |
Texto, extraído de "La desheredada", de Benito Pérez Galdós.
Fotografías bajadas de la red.
Fotografías de Liborio Porset 1906-Ricard Martínez 2011 |
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