MICHAEL WOLF
Munich, Alemania. 1954
Fotografía bajada de la red. |
Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura trae como
resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos,
torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la
pasión moribunda por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las
fuerzas vitales del individuo y de sus hijos.
En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo. Hombres ciegos y de escaso talento, quisieron ser más sabios que su dios; hombres débiles y despreciables, quisieron rehabilitar lo que su dios había maldecido. Yo, que no me declaro cristiano, economista ni moralista, planteo frente a su juicio, el de su Dios; frente a las predicaciones de su moral religiosa, económica y libre pensadora, las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.
En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo. Hombres ciegos y de escaso talento, quisieron ser más sabios que su dios; hombres débiles y despreciables, quisieron rehabilitar lo que su dios había maldecido. Yo, que no me declaro cristiano, economista ni moralista, planteo frente a su juicio, el de su Dios; frente a las predicaciones de su moral religiosa, económica y libre pensadora, las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.
Doce horas de trabajo por día: he ahí el ideal de los filántropos y de
los moralistas del siglo XVIII. ¡Cómo hemos sobrepasado ese nec plus
ultra! Los talleres modernos se han convertido en casas ideales de
corrección donde se encarcela a las masas obreras, donde se condena a
trabajos forzados durante doce y catorce horas, no solamente a los
hombres, sino también a las mujeres y a los niños! ¡Y pensar que los
hijos de los héroes del Terror se dejaron degradar por la religión del
trabajo al punto de aceptar después de 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba a doce horas el trabajo en las fábricas!
Proclamaban, como un principio revolucionario, el derecho al trabajo.
¡Vergüenza al proletariado francés! Sólo los esclavos hubiesen sido
capaces de tal bajeza. Hubieran sido necesarios veinte años de civilización capitalista para que un griego de los tiempos heroicos concibiera tal envilecimiento.
Una buena obrera hace con el huso sólo cinco mallas por minuto; algunos telares circulares hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto a máquina equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera; o bien cada minuto de trabajo de la máquina da a la obrera diez días de descanso. Lo que es cierto para la industria del tejido es más o menos cierto para todas las industrias renovadas por la mecánica moderna. ¿Pero qué vemos nosotros? A medida que la máquina se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Qué competencia absurda y mortal!
Para que la competencia del hombre y de la máquina se acelerara, los proletarios abolieron las sabias leyes que limitaban el trabajo de los artesanos de las antiguas corporaciones; suprimieron los días feriados.* Puesto que los productores de entonces trabajaban sólo cinco días sobre siete, ¿creen pues, tal como dicen los economistas mentirosos, que no vivían más que del aire y del agua fresca? ¡Vamos! Tenían tiempo libre para disfrutar de las alegrías de la tierra, para hacer el amor y divertirse; para hacer banquetes jubilosamente en honor del alegre dios de la Holgazanería.
* Bajo el Antiguo Régimen, las leyes de la iglesia garantizaban al trabajador 90 días de descanso (52 domingos y 38 feriados), durante los cuales estaba estrictamente prohibido trabajar. Era el gran crimen del catolicismo, la causa principal de la irreligiosidad de la burguesía industrial y comercial. Bajo la Revolución, cuando ésta se hizo dominante, abolió los días feriados y reemplazó la semana de siete días por la de diez. Liberó a los obreros del yugo de la iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo. El odio contra los días feriados no apareció hasta que la moderna burguesía industrial y comercial tomó cuerpo, entre los siglos XV y XVI. Enrique IV pidió su reducción al Papa, pero éste se rehusó porque "una de las herejías más corrientes hoy en día es la referida a las fiestas" (carta del cardenal d'Ossat). Pero en 1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprimió 17 feriados en su diócesis. El protestantismo, que era la religión cristiana adaptada a las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, fue menos celoso del descanso popular; des- tronó a los santos del cielo para abolir sus fiestas sobre la tierra. La reforma religiosa y el libre pensamiento filosófico no eran más que los pretextos que permitieron a la burguesía jesuita y rapaz escamotear al pueblo los días de fiesta.
Ante esta doble locura de los trabajadores -matarse de sobretrabajo
y vegetar en la abstinencia-, el gran problema de la producción capitalista ya no es encontrar productores y duplicar sus fuerzas, sino descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades artificiales. Puesto que los obreros europeos, tiritando de frío y de hambre, se
niegan a vestir los tejidos que producen y a beber los vinos que elaboran, los pobres fabricantes, rápidos como galgos, deben correr a las
antípodas para buscar a quien los vestirá y beberá: son las centenas y
miles de millones que Europa exporta todos los años, a los cuatro rincones del mundo, a pueblos que no las necesitan.** Pero los continentes explorados no son lo suficientemente vastos; se necesitan regiones
vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan noche y día con el África,
con el lago sahariano, con el ferrocarril de Sudán; siguen con ansiedad
los progresos de los Livingstone, de los Stanley, de los Du Chaillu, de
los de Brazza; escuchan las historias maravillosas de esos valientes
viajeros con la boca abierta. ¡Cuántas maravillas desconocidas encierra el "continente negro"! Los campos están sembrados de dientes de
elefante; ríos de aceite de coco arrastran pepitas de oro; millones de
culos negros, desnudos como la cara de Dufaure o de Girardin, esperan las telas de algodón para aprender la decencia, las botellas de
aguardiente y las biblias para conocer las virtudes de la civilización.
** Dos ejemplos: el gobierno inglés, para complacer a los países indios que, a pesar
de las hambrunas periódicas que asolan el país, se obstinan en cultivar amapolas
en vez de arroz o trigo, ha debido emprender guerras sangrientas a fin de imponer
al gobierno chino la libre introducción del opio indio. Los salvajes de la Polinesia,
a pesar de la mortalidad que ello trajo como consecuencia, debieron vestirse y
embriagarse a la inglesa para consumir los productos de las destilerías de Escocia
y de las tejedurías de Manchester.
Fotografías, de la serie "Compresión en Tokio", de Michael Wolf.
Textos, extraídos de "El derecho a la pereza", de Paul Laforgue.
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