sábado, 25 de enero de 2020

"La fotografía más bella del mundo"






OPINION.es





“La fotografía más bella del mundo”




Antonio Arissa Asmarat




          Hay un programa en una de las tantas pequeñas televisiones autonómicas titulado “Pequeños pero no invisibles” que trata sobre lo que la moda etimológica, que todo lo disfraza espuriamente, se empeña en llamar la España vaciada. Los reportajes versan sobre aquellos núcleos rurales donde apenas queda una mínima parte de su población, envejecida, desasistida, desabastecida, olvidada. Supongo que la intención inicial de sus productores fue dar luz, vida y presencia a aquellas periferias, reivindicar su injusto oprobio, hacer apología de nuestros orígenes, y llamar la atención del insolidario y urbanita ecce homo contemporáneo. Tales reportajes como documento antropológico son de una excelencia suprema ya que muestran lo que queda después del éxodo moderno hacia esas inhumanas e infumables macro-urbes, son una diáfana y dura exposición de la realidad de la mayoría de los centros poblacionales de la península ibérica del interior, son testimonio sin concesión del abandono y desprecio de nuestras raíces. Pero dudo mucho que tal resultado estuviese en el acuerdo de sus patrocinadores. Cuando la infinidad de plataformas de multimedia nos ahogan con su magna y excelsa oferta y parafernalia visual, intentar con una parca y aburrida producción llamar la atención y verter a través de él su influencia en las tendencias de unos espectadores cada vez más inmersos en un mundo de falsos colorines, resulta el más estrepitoso de los fracasos. Y sin embargo el proyecto, insisto, me parece dignísimo trasunto de una cruda realidad en sus ingenuas tomas de calles y plazas vacías, fuentes brotando indemnes para nadie, ancianos matando el tiempo jugando al guiñote, y perros aburridos dormitando por los rincones. Es lo que aún nos queda de aquel mundo en blanco y negro de nuestro de ayer.
          Con respecto éste en lo único que podemos llegar a acuerdo es en que ya no existe, que está ahí para creer que todo tiempo pasado siempre fue mejor, mentira consensuada y relativa para tranquilidad de nuestro espíritu frente a la única realidad presente y la acosadora incertidumbre futura. Por eso nos son tan gratas las ruinas-huellas de aquello que en su día nos recorrió por fuera, con formas de memoria, objetos, lugares o/y personas que a día de hoy ya no son tal como eran pero conservan ese algo ahora trasformado en anhelo de felicidad. La imagen fotográfica es uno de esos iconos que como trasunto de aquel más allá es capaz de retrotraernos a seres o espacios que suceden y sucedieron en nuestro alrededor, inventada por la mágica ciencia es hasta ahora la más perfecta representación de aquello, como si la posibilidad del viaje físico en el tiempo fuese posible nos contenta con su cierta verosimilitud, su altruismo negligente nos ofrenda lo que la imposibilidad material nos niega. Pero mientras la fotografía analógica con su poder de conciencia buscaba el compromiso de la preservación, la memoria, la toma digital enmascarada en la frivolidad de su uso y abuso tiende al olvido, la desmemoria ahogada en su profusión. Fotografiar en analógico era poesía, utilizar cámara digital es fotografiar en prosa, y aún así en menos de un siglo de su existencia la humanidad ha optado por preferir sus vidas líquidas de pantalla capaces de adecuación frente a aquella otra que exige un reconocerse en lo real. Es una de las contradicciones de la pos-fotografía, que siendo la misma cosa a la par es su antítesis, queriendo preservar para el futuro cae en la desmemoria del caos del olvido.

          Y sin embargo su lírica, para la fotografía clásica desde los anales de su historia oficial, brillan por su insignificancia los enclaves jubilosos. La fatalidad del documento fotográfico derivó siempre hacia una visión derrotista como consecuencia del reflejo de una realidad tal cual, y a pesar de su afán reivindicativo de arte conjunto a las vanguardias artísticas de principio de siglo XX la belleza quedó desterrado para su estética. El endogámico mundo de la fotografía profesional acató, desde su anterior próximo nacimiento y la prisión de su documentalismo, tal moderno pavor por lo bello. Resulta paradójico que el mundo satélite de los BBC (bodas-bautizos-comuniones) o amateur, contradictoriamente mayoritarios en el medio, haya nadado siempre a contracorriente de tal deriva, y hasta tal punto que los últimos años del siglo XX vio nacer una corriente revisionista a su favor y de recuperación de archivos “anónimos”, encontrados en mercadillos, subastas, contenedores, o reivindicativo de algunos fotógrafos denodados por categorizarse fuera de la élite artística. Un somero recorrido por algunos de ellos nos dará una visión más amplia de lo que los anales tardaron en reconocer, empeñados los académicos mientras tanto en otras razones más partidistas, espurias e incomprensibles.
          Modelo tanto de la periferia geográfica como étnica es Martín Chambi Jiménez, cuyo grandeza va más allá de la testimonial etnológica: “He leído que en Chile se piensa que los indios no tienen cultura, que son incivilizados, que son intelectual y artísticamente inferiores en comparación a los blancos y los europeos. Más elocuente que mi opinión, en todo caso, son los testimonios gráficos. Es mi esperanza que un atestado imparcial y objetivo examinará esta evidencia. Siento que soy un representativo de mi raza; mi gente habla a través de mis fotografías ”. Así como Chambi, hijo de campesinos quechuas, con tan sólo catorce años emigró a buscar trabajo en las multinacionales que explotaban las minas de oro de Carabaya en Perú, Virgilio Viéitez trabajador de la construcción en Forcarey, Pontevedra, con dieciséis años también emigra a Palamós en Cataluña, donde al poco cambia el oficio por el retrato de turistas, lo que finalmente abocaría en su definitiva labor, fotografías de personas y grupos en actividades conmemorativas sociales cotidianas y prosaicas, en un principio carentes de especial interés comunal más allá del personal, lo que causó que su reconocimiento público habría de esperar a fechas posteriores a su retiro profesional. También de condición humilde, su padre era carpintero, y periférico, en Malí, y mientras aprendía tal oficio, a Seydou Keïta con doce años le regalaron su primera cámara y, aunque su posterior éxito profesional no traspasó inicialmente el ámbito localista maliense, en sus postreros años el colonialismo cultural abogó por su causa en la esfera oficial europea, aunque su reconsideración pública pareciera más una curiosidad globalizadora que realmente su justa valorización. Sin nada en común con los anteriores es el caso de uno de los fotógrafo más longevos del panorama, Jacques Henri Lartigue, niño precoz de una familia burguesa francesa que con tan sólo siete años realizó las series de instantáneas más espontáneas, geniales y rompedoras de principios del siglo pasado con sus temas, encuadres y técnica descuidada, en una época donde el oficio exigía un profesionalismo elitista. Sin embargo la anónima más popular actualmente es Vivian Maier, la excelencia del sistema de marketing norteamericano transformó a esta niñera, que fue discreta hasta en el morir, en la que a día de hoy es una de los mayores representantes del fin de la era analógica, su afán junto a su penuria la convirtieron en una prolífica tomadora de imágenes latentes, la mayoría de ellas ni tan siquiera las llegó a visualizar y sin embargo su punto de vista no perdió ni un ápice al través de sus años de producción. Y aunque la significación sea signo imprescindible e inequívoco para el mundo artístico, más allá de las excepcionales inautorías, llegada la conceptualidad para quedarse se ha cuestionado incluso ella misma en diversos proyectos, a veces con forma de crónica, biografía, diario o ficción provocada por unas fotografías encontradas en la basura, como los protagonistas de la familia “Modlin” recuperados por Paco Gómez, o la reescritura de una aún no cerrada historia y la apuesta por otra narración más amplia e inclusiva de los miles de millones de autores anónimos e infinitud de imágenes compradas en mercadillos o de archivos extra-oficiales que propone Rafael Doctor Roncero en su “Una historia (otra) de la fotografía”.





“Una historia (otra) de la fotografía”.





“Los Moldin”



          El mundo es un lugar inhóspito, y a medida que va sucediéndose se hace aún más hostil, aunque tal vez debiera puntualizar que no, que el mundo es un algo maravilloso, excelso, lo que lo pudre es la humanidad, los habitantes que lo carcomen, con sus actos tan hedonistas y consecuencias ineludibles, su cándido ingenuo afán de eternidad, su infinita misma historia de vanidades. Lo que lo hace soportable es que somos animales de costumbres y caemos en la vulgaridad de aceptar el mal con naturalidad. Tan hechos estamos a ello que los informativos de buena noticias no venden, no existen porque no venden. Pero hay que aceptar como orgánico que el mejor abono son las heces, y a veces la belleza se debe a la descomposición.

          De entre los millardos de millones de imágenes fotográficas que se han producido desde Niépce debo contar con haber visualizado una millonésima mínima parte aún siendo un apasionado amateur vouyeur de ellas, algunas icónicas han estado siempre presentes por encima de los años, las más las he olvidado, y hay otro pequeño tanto que permanecieron difusamente desaparecidas de la memoria como imágenes latentes tal cual carretes analógicos sin revelar. Y de entre éstas surge a la luz del recuerdo la instantánea de Antonio Arissa, donde en la terraza de una España tardofranquista una pareja baila tras las sábanas tendidas a secar. Es una maravilla, sublime, es el amor hecho materia, la ternura imagen, el milagro de la realidad vívida de la vida, es la esperanza de cada día, hecha sobre los hechos. Es el único y fugaz sentido por lo que mereció la pena haber venido a este mundo.
          A. Arissa no es precisamente un fotógrafo conocido en este nuestro suelo patrio cainita donde el reconocimiento ajeno es parco y caro, pero incluso fuera de aquí la temática es una excepción, también entre los grandes de grandes. Aunque cierto que hay una foscosa escueta vertiente de fotografía “celebrativa” desde la época de los reportajes de LIFE o la exposición “The Family of Man” de Edouard Steichen, y cuya mayor visibilidad se halla en el “Beso del hotel de la ville” de Robert Doisneau que traspasa el ámbito gremial y es conocida popularmente entre neófitos también. Además a estas imágenes se le podrían añadir otras instantáneas esporádicas tomadas por Brasäi, Elliot Erwitt, Cartier Bresson, René Maltéte o Louis Faurer entre otros, y donde lo que más llama la atención de todas ellas es que fueron obtenidas en las convulsas épocas de la Europa bélica del siglo XX, como contraste evidente a la tal luctuosa realidad de aquel entonces. Pero quizá la inclinación nostálgica de mi subconsciente por aquella imagen cuasi anónima, de la periferia, circunscrita en aquel meridional error histórico del occidente civilizado frente a los extremismos ideológicos, realizada por un desconocido para la posteridad, con unos personajes libres de la espuria polémica de la escenificación que siempre rodea a la celebridad, se deba a ello mismo, a su pasar desapercibida en este mundo de caos y superabundancia, de cosas, de casos, de información, de sucesos inhóspitos, hostiles. 
          Hace veintitrés millones de años que algunas regiones del desierto de Atacama están secas, a otras zonas le costaría un siglo llenar una taza de café puesto que cae menos de un milímetro cúbico de agua al año, así es el aliento en nuestro mundo. Por eso mirar la imagen de A. Arissa y caer en el ansia de bailar en un rincón humilde y solitario, de estrechar entre mis brazos a lo único de la vida que merece, olvidado de que el mundo es ese lugar incómodo, al son de unos pasos de baile sordos y compartiendo un pedazo de dicha y felicidad, confiado en el eterno sosiego que aporta el amor, son la razón para mi para que sea la fotografía más bella del mundo.




Brassaï

Elliot Erwitt

Louis Faurer



Texto de enriqueponce 2019-20.







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