viernes, 15 de marzo de 2019

"Álbum de familia"






OPINION.es








Álbum de familia
(La hija de Stalin)





Svetlana Alilúyeva

(Nacida el 28 de Febrero de 1926, 
bajo el nombre de Svetlana Iósifovna Stálina, 

fallecida el 22 de Noviembre de 2011)






          Vagamente conservo el recuerdo de la primera vez que contemplé una fotografía, debía de tener cuatro o cinco años. Ocurrió durante las periódicas visitas a mi abuela paterna postrada en su cama de enferma crónica, que siempre habían de pasar por aquel oscuro y añejo salón sin ventanas, donde colgaba de la pared el repujado marco de nogal conteniendo los torvos bustos de aquella pareja decimonónica, de engominados bigotes él y ceñido cuello de encaje y férreo moño ella. La aprensión y congoja que me producían sus miradas cuando entraba en aquella habitación me coartaron siempre y jamás pregunté quiénes eran realmente aquellos personajes cuasi presentes, y sin embargo tan extraños en su obsoleta mudez. Aquella imagen pertenecía a esa otra época donde el uso de la fotografía se reservaba a la exclusividad de la significación, una donde las clases populares aún no habían accedido al restringido ámbito de la alquimia sustituta de la elitista pintura, reserva ésta casi inmemorial de la nobleza y el clero, mientras que en aquella casa rural se vivía apocadamente, aunque bajo el signo inequívoco de la decadencia de un pasado más desahogado. Cada una de aquellas visitas supusieron para mi como la primera vez, aunque todo lo que la infantil mirada e inexperta razón podían hacer por ese entonces era dejar madurar inconscientemente esa oscura sensación.
          Aquellas perpetuas, severas y vigilantes miradas del pasado contrastaron con el tiempo con los vaivenes de los otros indelebles recuerdos que fueron posándose en mi en otros siguientes encuentros con aquel extraño medio de perpetuación de personas y momentos. Por aquel entonces se habían ya instalados en el pueblo un par de retratistas que popularizaban aquella artesanía y facilitaban el acceso a las clases inferiores desde sus estudios o con sus reportajes “in-situ”, permitiendo a los vecinos de aquel mundo esencialmente rural acceder a sus pequeñas compilaciones de personajes para el recuerdo. En la nebulosa memoria de mi niñez conservo la vez que los cuatro hermanos acicalados de domingo ascendimos a un tercer piso para dejarnos retratar entre confusos y avergonzados, pasados casi cincuenta años mi madre aún conserva el original, yo una copia y el poso abrasador de unos focos de luz intensa. Igual de vaga en la rememoración está aquel día que trasladaron un pupitre de clase a la calle y con el fondo geográfico de la España de las regiones todos los alumnos fuimos cartografiados para la posteridad. En la imagen en blanco y negro estoy agarrado a un lápiz junto a mi hermano, y cada vez que la miro creo recordar los colores de las provincias en el mapa, evidencia de que cuando miramos fotografías propias es indisoluble mezclar con ellas la voz del anhelo.
          La fotografía es por sí misma una acto, hecho y/u objeto maravilloso, mágico y/o extraordinario, ella se significa “per se”, su lugar ocupa un más allá de aquel presente fluido, posee un éste suyo propio pretérito y eterno, además de una clamorosa mudez contrastante con nuestra anhelante necesidad de acomodo. Con su poderosa y subjetiva instantaneidad y caduca perversión del tiempo, y con su exhortante e influyente acomodación de nuestras memorias esperamos de ella una función redentora que realmente no posee. En nuestra sociedad contemporánea está incrustada la creencia de manera equívoca que el progreso es lineal y perenne, pero ello es sólo acontecimiento circunstancial de cierta civilización o momento histórico, así sí lo fueron ciertos la plausiblidad del uso controlado del ancestral fuego, la rueda o la imprenta, y además la gradualmente instalación en el acervo colectivo y en la inconsciencia de las gentes la falacia de creer en las reproducciones heliográficas que hicieron posible una inicialmente localizada revolución científica. Su postrera rápida difusión sin embargo no fue acompañada a su real comprensión, y su postrero salto cuantitavo tampoco fue seguido por la calidad de su uso cualitativo, motivo por el cual jamás abandonó su lugar de acomodo, la representación documental, ni el ámbito que mejor le viste, el álbum genealógico social, de papel o en una carpeta digital. Los otros espacios continúan quedándole incómodos, como el museo, y en ellos tendrá mejor acogida y significado junto a un ánfora helena o junto a la “piedra de Roseta”, o en mayor sintonía a una partitura barroca o romántica que al lado de cualquier pintura o escultura clásica, academicista o de vanguardia.
          Aquellos pioneros de antaño trataban con mayor humildad y arrobo con el medio que los actuales artistas de la imagen con sus retruécanos conceptuales ocupando galerías de lo imposible. La fotografía tan sólo documenta, de manera tan evidente que es negada para explicar, su acotado ámbito es una mirada petrificada, muerta, obsoleta, caduca, excluyente del ámbito dinámico de la palabra, o el sonido, y aunque su estatismo carente de la fluidez cotidiana de nuestras vidas pareciera que nos devuelve el eco del ningún sentido anhelado continuamente por el hombre, realmente sólo es azogue, por ello es sólo una muleta donde únicamente es posible el apoyo para recorrer un camino que adolece de voz en sí misma, y desde ése su mundo propio paralelo a la realidad es simplemente un reflejo incompleto de ésta, u otra cosa. Fueron y son los fotógrafos de lo evidente los que cumplen más certeramente con la única propuesta válida para la imagen fija, pues ellas son trasunto en nuestras manos al que le es dado una y otra vez devolvernos a las preguntas que nos conducen a la fe o los sentidos de un existir comprometido con la temporalidad caduca de nuestras vidas, y a la eternidad del inextricable y perpetuo universo. A ellas le debemos recordarnos en el asombro sobre lo acotado y parco del ser, y la maravilla de reconocernos en esa única e irrepetible oportunidad, son ellas quienes involuntariamente nos revelan la fascinante capacidad intrínseca desvelatoria del ser humano, que no creativa, reservada esta última cualidad únicamente a cualquier ignoto dios.
          La confusión es un hecho innato al ser y en su arrobo habitualmente me extasío, con voluptuosidad y desidia, como cuando cargo la tarjeta en la cámara y salgo predispuesto en busca de una imagen predefinida, retorno ilusionado y edito excitado con el éxito de la captura. Pero una vez recorrido ese trayecto rara vez vuelvo a esas imágenes más allá de ciertas especulaciones técnicas. Cuando deseo volver a sentirme ligado a la fotografía recurro al archivo personal del álbum familiar, a aquella imágenes tomadas al albur y sin más finalidad que la celebrativa de un encuentro esporádico u otra onomástica más, íntima y sin interés más allá del personal y allegados. De aquellas cajas de latón de galletas recicladas y sus posteriores sustitutos álbumes donde conservaban mis progenitores las fotografías de su juventud, los nacimientos de los hijos, nuestras comuniones, y de algunas de ellas enmarcadas presidiendo distintos ámbitos del hogar, surgió tal afán y pasión en mi. No nos diferenciábamos en nada a cualquier otra familia de la época, pero la primera vez que vi a la luz roja de un laboratorio aparecer desde el revelador una de aquellas imágenes supuso un punto de no retorno en mi apreciación. La vista dejó de resbalar sobre aquellos objetos y comenzó a fijarse en la inmensidad de su capacidad y posibilidad, y a pesar del tiempo transcurrido para nada se ha mermado mi curiosidad, por contra aumenta a la par de cada nuevo descubrimiento.
          Y aquello que antes se restringía al ámbito privado, gracias a la explosión digital, se sitúa ahora en la esfera pública. Si ayer debía contentarme con aquel círculo próximo y familiar, o el archivo institucional, si deseaba regodearme en el álbum rememorativo, hoy es fácilmente accesible en la red mediante múltiples imágenes anónimo-personales lejos del pudor. Desvalorizada la intimidad hasta la paupérrima obscenidad de mostrar desvergonzadamente lo banal, lo intranscendental o lo cotidiano, para la fotografía social no ha supuesto otro cambio que pasar de un mundo conformado de imaginería profesional a otro de amateurs y profanos. Aunque esta nueva faceta pública contraste enormemente con aquella otrora valoración de cuando mostrábamos recatados el retrato familiar que portábamos orgullosos en nuestra cartera, o sus excesos de aprecio cuando los combatientes se llevaban al frente ese trozo de ser querido, o la de los emigrados que viéndose obligados a dejar atrás toda su vida conservaban hasta el fin su última memoria con forma de fotografía. Lo cierto es que más allá de los millones de fotos que se suben a la red todos los días (Instalación “24 HRs in Photos” de Erik Kessels con las fotos compartidas en Flickr en un día), o la exposición hedonista que exhibe la gente en ella y le sirve de excusa para apropiarse de ellas a algún artista (Apropiación de los selfies de Instagram de Richard Prince para venderlos como arte contemporáneo en una galería comercial), o la distorsión por parte de algunos excesos enfermizos (Serie “Anoréxicas en la red” de Laia Abril), no supone mayor trascendencia ontológica esta moda, ya que proceden del propio adn de la fotografía. Pero una criba minuciosa lleva a encuentros extraordinarios, y puesto que un álbum familiar es un lugar donde cada uno anhelamos guardar nuestros propios recuerdos, hallar que Svetlana Alilúyeva deseó y no pudo jamás borrar u obviar el suyo de la memoria propia y/o colectiva resulta paradigmático.
          Nacer gracias al azar bajo la sombra de “un gran hombre” resultó en su caso el estigma que le marcaría nefastamente toda su vida, para siempre estaría predestinada a la omnipresencia de su padre y a compartir desde la inocente infancia a su papá Stalin con todo el pueblo ruso, para después arrastrar la impotencia de jamás desasirse de él, ni aún después de fallecido. Supongo que si llegó a ver los retratos de sus abuelos de Georgia compartiría conmigo la misma transitoria sensación de perplejidad y respeto que a mí me habían causado aquellos bisabuelos en la rústica penumbra de lo caduco y, aunque las fotografías de su padre joven no se correspondan con la de un escolar frente al mapa de Rusia sino con las de un preso tras su ficha, encontraría una plausible explicación en las circunstancias políticas y sociales de aquellos tiempos tan convulsos de la revolución proletaria y el papel protagonista que asumió su progenitor. Pero lo que no encontraron respuesta fueron las páginas en blanco de aquel álbum que debió continuar rellenando. La versión familiar y oficial coincidieron inicialmente en que la prematura muerte de su madre Nadezhda Serguéievna Allilúyeva se debió una enfermedad repentina, pero las sospechas con el paso del tiempo más fundadas dirían que fue un homicidio perpetrado por el propio Iósif Stalin. Y no ayudó a despejarlas que éste mismo negara el intercambio del primogénito de su primer matrimonio, Yákov Dzhugashvili, prisionero de los nazis durante la II GM, el cual finalmente se suicidó arrojándose al espino electrificado ante el temor de la represalia tras un retorno deshonroso frente los ojos de aquél. Ni tampoco que ejerciera todo ese poder absoluto que poseía sobre el estado también sobre su primer compañero para separarlo de ella enviándolo a un gulag de Siberia. Y aunque posteriormente muriera el gran hombre en las alturas y soledad del Kremlim, y a pesar de sus dos hijos, ellos no la consolaron de la eterna vigilancia desde el más allá y el más acá de su legado, y se vio exhortada a huir de aquella Rusia de detrás del telón de la época, y conjuntamente de la oprobia memoria de aquel su perenne padre tirano, llegando a sentir en su propia piel la incomprensión y el amargo rencor de su descendencia dejada atrás, otra cicatriz imposible de curar. Por eso, después de un peregrinaje por medio mundo donde fue desgastando sus recursos y salud, durante una entrevista en el asilo que la acogía en sus últimos días tuvo un arranque de ira frente a la cámara al recordarle el periodista lo imborrable, su padre.
          Pero la memoria es lo último que se pierde, y aunque se puede llegar a algún acuerdo tácito para convivir con ella entonces las fotografías pueden ser el mal enemigo, y cuando el álbum familiar es público e histórico, y atroz, como su caso, debe ser azar amargo al testimoniar imborrablemente verdades onerosas, certificando que su sino no fue ningún privilegio soñado, sino por contra una de las peores cruces que nadie pueda soñar, insoportable e imposible de asimilar e impregnada de una culpa ajena y a la vez íntima que la debía de asfixiar. Svetlana debe contar con uno de los pocos álbumes íntimos menos privados y acomodaticios que se hayan compilado, uno imposible de recurrir en busca de recogimiento y arropo, como aquel al que acudimos a veces muchos de nosotros por simple placer de revivirnos, o rebuscando a aquellos que nos dieron vida y nos acompañaron para dar sentido al sinsentido de todo.







Vissarión Dzhugashvili y Yekaterina Gueladze
(Padres de Stalin)




Stalin a los 15 años.



Iósi Vissariónovich Dzhugshvili
1921
Iósif Stalin
(Nacido el 6 de Diciembre de 1878 en Gori, Georgia, y fallecido el 5 de Marzo de 1953 en Moscú)






Fichas policiales de Stalin en los primeros años de 1900.





Yekaterina Semiónovna Svanidze (Kató)
1904
1ª esposa de Stalin, casada el 15 de Abril de 1903.

(Nacida el 2 de Abril de 1880 en Georgia y fallecida el 5 de Diciembre de 1907)



Yákov Iósifovich Dzhugashvili
Primogénito de Stalin y Yekaterina Semiónovna Svanidze.
(Nacido en Baji, Gubernia de Kutasi, Georgia, el 18 de Marzo de 1907, 
y fallecido en el Campo de Sachsenhausen, Alemania, el 14 de Abril de 1943)



Nadezhda Serguéievna Allilúyeva
2ª esposa de Stalin, casada en 1919.
(Nacida en Bakú, Azerbaiyán o Tiflis el 2 de Enero o 22 de Septiembre de 1901, 
y fallecida en Moscú el 9 de Noviembre de 1932)



Vasili Iósifovich Dzhugashvili (Vasili Stalin)
Hijo de Nadezhda Serguéievna Allilúyeva
junto a su hermana Svetlana Iósifovna Stálina, 
y su padre Iósif Stalin.
(Nacido el 21 de Marzo de 1921 y fallecido el 19 de Marzo de 1962)




Svetlana Iósifovna Stálina y su padre Iósif Stalin.




Svetlana Iósifovna Stálina



Iósif Stalin
Moscú, 5 de Marzo de 1953.



Svetlana Alilúyeva
NY, 1967.



Fotografías bajadas de la red.
Texto de enriqueponce, dosmil18.




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