Virginia Bersabé
Córdoba, 1990
Fotografía bajada de la red. |
"El segundo sexo"
DURANTE mucho tiempo dudé en escribir un libro sobre la mujer. El tema es irritante, sobre
todo para las mujeres; pero no es nuevo. La discusión sobre el feminismo ha hecho correr
bastante tinta; actualmente está punto menos que cerrada: no hablemos más de ello. Sin
embargo, todavía se habla. Y no parece que las voluminosas estupideces vertidas en el curso
de este último siglo hayan aclarado mucho el problema. Por otra parte, ¿es que existe un
problema? ¿En qué consiste? ¿Hay siquiera mujeres? Cierto que la teoría del eterno femenino
cuenta todavía con adeptos; estos adeptos cuchichean: «Incluso en Rusia, ellas siguen siendo
mujeres.» Pero otras gentes bien informadas -incluso las mismas algunas veces- suspiran: «La
mujer se pierde, la mujer está perdida.» Ya no se sabe a ciencia cierta si aún existen mujeres,
si existirán siempre, si hay que desearlo o no, qué lugar ocupan en el mundo, qué lugar
deberían ocupar. «¿Dónde están las mujeres?», preguntaba recientemente una revista no
periódica. Pero, en primer lugar, ¿qué es una mujer? «Tota mulier in utero: es una matriz»,
dice uno [TOTA MULIER EST IN UTERO: «Toda la mujer consiste en el útero». Para indicar
que la mujer está condicionada por su constitución biológica.] Sin embargo, hablando de ciertas
mujeres, los conocedores decretan: «No son mujeres», pese a que tengan útero como las otras.
Todo el mundo está de acuerdo en reconocer que en la especie humana hay hembras;
constituyen hoy, como antaño, la mitad, aproximadamente, de la Humanidad; y, sin
embargo, se nos dice que «la feminidad está en peligro»; se nos exhorta: «Sed mujeres, seguid
siendo mujeres, convertíos en mujeres.» Así, pues, todo ser humano hembra no es
necesariamente una mujer; tiene que participar de esa realidad misteriosa y amenazada que es
la feminidad. Esta feminidad ¿la secretan los ovarios? ¿O está fijada en el fondo de un cielo
platónico? ¿Basta el frou-frou de una falda para hacer que descienda a la Tierra? Aunque
ciertas mujeres se esfuerzan celosamente por encarnarla, jamás se ha encontrado el modelo.
Se la describe de buen grado en términos vagos y espejeantes que parecen tomados del
vocabulario de los videntes. En tiempos de Santo Tomás, aparecía como una esencia tan
firmemente definida como la virtud adormecedora de la adormidera. Pero el conceptualismo
ha perdido terreno: las ciencias biológicas y sociales ya no creen en la existencia de entidades
inmutablemente fijas que definirían caracteres determinados, tales como los de la mujer, el
judío o el negro; consideran el carácter como una reacción secundaria ante una situación. Si
ya no hay hoy feminidad, es que no la ha habido nunca. ¿Significa esto que la palabra
«mujer» carece de todo contenido? Es lo que afirman enérgicamente los partidarios de la filosofía de las luces, del racionalismo, del nominalismo: las mujeres serían solamente entre
los seres humanos aquellos a los que arbitrariamente se designa con la palabra «mujer»; las
americanas en particular piensan que la mujer, como tal, ya no tiene lugar; si alguna, con
ideas anticuadas, se tiene todavía por mujer, sus amigas le aconsejan que consulte con un
psicoanalista, para que se libre de semejante obsesión. A propósito de una obra, por lo demás
irritante, titulada Modern Woman: a lost sex, Dorothy Parker ha escrito: «No puedo ser justa
con los libros que tratan de la mujer en tanto que tal... Pienso que todos nosotros, tanto
hombres como mujeres, quienes quiera que seamos, debemos ser considerados como seres
humanos.»
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