Ilyá Grigórievich (Gírshevich) Ehrenburg
Kiev, Imperio Ruso. 1891-1967
"Mi París"
...sin sospechar la ira de las autoridades, deambulaba con tranquilidad por las calles de París con mi Leica: fotografiaba casas, escenas callejeras, personas. Era una auténtica pasión.
No me gusta la pintura que se parece a la fotografía en color, ni las fotografías que quieren pasar por obras de arte; todo eso me parecen sucedáneos, chralatanería.
¿Por qué me apasionaba la fotografía? He dicho al principio de este libro que en nuestros días se han vuelto una rareza los diarios personales, las cartas sinceras y ricas de contenido. Tal vez por esto los lectores se lancen con avidez sobre los documentos humanos, sobre el diario de Anna Frank, sobre los cuadernos de la escolar de Kashino, Ina Konstatínovna, que se convirtió en guerrillera, sobre las cartas escritas por los rehenes franceses antes de morir. (Me acuerdo de la palabras de Bábel: <<Lo más interesante de cuanto he leído son cartas de otros>>).
El pintor estudia su modelo, no busca un parecido engañoso, sino que se esfuerza en revelar en el retrato su esencia. Cuando alguien posa, los matices cambiantes van desapareciendo gradualmente de su rostro, éste se despoja de lo que solemos denominar <<expresión>>. A menudo, de noche, en los últimos trenes del metro, he observado las caras fatigadas de la gente, y en ellas no se percibía nada pasajero, afloraban sus rasgos más característicos.
Con la fotografía es distinto. Su valor no reside en revelar con profundidad la naturaleza del hombre, sino en captar a traición la expresión fugaz, una pose, un gesto. La pintura es estática, pero la fotografía muestra el instante, no en vano habla de <<instantánea>>.
No obstante, el hombre al que fotografían no se parece a sí mismo: cuando ve el objetivo dirigido hacia él, cambia inmediatamente. Esto es lo que hace tan poco verosímiles a los recién casados en el escaparate de un fotógrafo de provincias. En las fotografías tomadas cuando la gente trata de ordenar los rasgos de su cara, como se pone en orden la salita para recibir a los invitados, no se halla ni el carácter permanente del modelo ni la autenticidad del momento.
Me gustan las memorias de Gorki, contiene muchas cosas observadas a hurtadillas. ¿Es posible olvidar la imagen de Chéjov intentando atrapar un rayo de sol con el sombrero? Está claro que si Antón Pávlovich se hubiese percatado de la presencia de Gorki, habría interrumpido el juego.
Las fotografías que me interesaban eran documentos humanos, y de no haber existido en el mundo el visor lateral no me habría dedicado a recorrer con mi cámara fotográfica las calles de los suburbios parisinos.
El visor lateral está construido según el principio del periscopio. Las personas no adivinaban que yo las fotografiaba; a veces se asombraban al verme interesado por una pared desnuda o por un banco vacío: nunca me volvía de cara hacia las personas que fotografiaba. Cierto, un moralista severo puede juzgarme, pero tal es el oficio del escritor, nos esforzamos siempre en asomarnos a la vida ajena a través de una rendija.
No tenía ambiciones de reportero gráfico. En el libro Mi París, donde se recogen las fotografías que hice, no hay ninguna <<de actualidad>>. (La fecha puede adivinarse sólo por un enorme llamamiento escrito en un muro: <<Diecisiete años después de la agresión. La gran confesión. A los vencedores, dos veces desvalijados. En respuesta a la proposición de Hoover, nosotros adelantamos nuestro plan quinquenal>>. Este llamamiento iba firmado por el perfumista Coty, que publicaba el periódico fascista L'Ami du Peuple).
A los turistas les muestran los Campos Elíseos, la place de l'Opéra, los grandes bulevares. Allí no iba yo con mi Leica, yo fotografiaba los barrios obreros: Belleville, Ménilmontant, Italie, Vaugirard, el París del que me había enamorado de joven.
Es triste, a veces trágico, siempre lírico: viejas casas, ancianas tricotando en los bancos de la calle y a su lado enamorados besándose, urinarios públicos, floristas, restaurantes obreros, mamás con sus hijos, pintores, porteras desdichadas, mendigos, locos, pescadores, libreros de viejo, albañiles, soñadores.
Diez años más tarde escribí la novela La caída de París, que está llena de amargura y de amor. Pero esto es lo que escribía en 1931: <<No creo que París sea más desdichada que otras ciudades. Incluso me inclino a pensar que es más feliz. ¿Cuántos hambrientos hay en Berlín? ¿Cuántos sin albergue en el húmedo y lúgubre Londres? Pero quiero París por su tristeza, que vale más que cierto bienestar. Mi París está lleno de casas grises, viscosas, con escaleras de caracol y una maraña de incomprensibles pasiones. Aquí la gente ama de modo incómodo y claramente falso, como los personajes de Racine, y sabe reír tan bien como el viejo Voltaire, y orina donde le viene en gana con evidente satisfacción; está inmunizada después de cuatro revoluciones y cuatrocientos amores. Me gusta París porque en él se ha inventado todo... Puedes ser un genio y nadie te ayudará, nadie se indignará, nadie se asombrará en exceso. También es posible morir de hambre, es algo frecuente. Se permite lanzar colillas al suelo, permanecer en todas partes con el sombrero puesto, insultar al presidente de la República y besarse donde uno tenga ganas. Éstos no son artículos de una Constitución, sino costumbres de una compañía de teatro. ¡Cuántas veces se ha interpretado la comedia humana! Y siempre está en cartel. Todo es inventado en esta ciudad, todo, menos la sonrisa. París tiene una sonrisa extraña, a duras penas perceptible, una sonrisa involuntario. Un pobre duerme en un banco, se despierta, coge una colilla, se estira y sonríe. Por una sonrisa así vale la pena recorrer cientos de ciudades. Las casa grises de París también saben sonreír así, de manera inesperada. Me gusta París por esta sonrisa. Todo es inventado salvo la invención. La invención es comprendida y justificada>>.
Los parisinos viven en la calle, y eso facilitaba mi trabajo. Yo fotografiaba a enamorados, a gente ensimismada en sus chácharas, a personas que soñaban, que discutían, que escribían cartas, que bailaban, que caían desvanecidas al suelo. En aquellos años, los parados dormían en la calle, y fotografíe a muchos de ellos. Un hombre está tumbado sobre un banco, con dos rótulos ante él: POMPAS FÚNEBRES Y CARROZA NUPCIAL...
El semanario ilustrado Vues publicó una página con mis fotografías de porteras. Hay que decir que muchas porteras se distinguen por su mal carácter. Fotografié a una, en el umbral de su casa, blandiendo una escoba, dispuesta al ataque. La mujer se enfadó, exigió a la revista que le diera mi dirección, quería poner en acción la escoba. (Debo añadir que no todas las porteras son así. Después de que se tradujera al francés fragmentos de la primera parte de este libro, recibí una carta del marido de la portera de la rue Contentin donde viví muchos años. Decía que leía la revista de la asociación Francia-URSS, y se acordaba de nosotros con afecto, incluso de mis perros).
Mi álbum de fotografías con el texto que yo mismo había escrito se publicó en Moscú. El Lisitski hizo la cubierta y un fotomontaje: estoy fotografiando con el visor lateral y tengo cuatro manos, dos sostienen el aparato y otras dos teclean una máquina de escribir. El editor del libro fue B. F. Malkin, aquel de quien Maiakovski escribió: <<Cuando temerosos del linchamiento futurista, nos ponían palos en las ruedas, nosotros suplicábamos: "¡Sálvanos, padre Borís!". Y los enemigos huían ante el feroz Malkin>>. De improviso, me encontré entre los <<izquierdistas>> de comienzos de la década de 1920.
Pronto abandoné mi Leica, no tenía tiempo para ella. Durante la drôle de guèrre me visitó un inspector de la Sûreté y me dijo: <<Usted posee un aparato para hacer señales a los aviones enemigos>>. Se dirigió al rincón en el que se encontraba, cubierto de polvo, un aparato corriente para ampliar fotografías y lo examinó largo rato.
Si he hablado del libro Mi París no es, a todas luces, porque me considere un buen fotógrafo ni por el deseo de chismorrear con los lectores acerca de mí mismo. Cuando contemplo las fotografías realizadas treinta años atrás, pienso en mi oficio: la literatura. Desde luego, mi libro de fotografías es reducido, no abarca todo París, sino únicamente, mi París de aquel entonces. Hay muchos París. Apretar el disparador es más fácil que escribir; habría podido fotografiar cuanto aparecía ante mis ojos, pero sólo fotografié lo que expresaba mis pensamientos y sentimientos. Yo no fotografiaba una ciudad extranjera, no eran las observaciones de un turista que intenta hacer pasar por la vida real: conocía como la palma de mi mano las calles, los bancos y la gente de quien tomaba fotografías.
D. Zalvski escribió: <<El libro de Ehrenburg desenmascara París, pero desenmascara también al propio autor. [...] A Ehrenburg le atraen los patios traseros. [...] El visor lateral ha hecho un flaco favor a Ehrenburg, que fotografía verdaderamente sólo lo que se encuentra a su lado>>.
Algunos franceses, a su vez, al mirar mis fotografías decían que yo era tendencioso. Les respondía que existía un sinfín de libros que mostraba otro París, y realizados, además, por fotógrafos experimentados.
Pienso que todo lo que acabo de decir no tiene relación únicamente con la fotografía, sino también con la literatura; no sólo con París, sino también con otras ciudades. Me parece obvio, pero llevo ya medio siglo escribiendo y sigo escuchando lo mismo: <<¡No es esto lo que ha de fotografiar, compañero! Vuélvase hacia la izquierda, ahí hay un modelo digno de usted, con una buena sonrisa de buena calidad, bien estudiada>>.
Fotografías extraídas de "Mi París" y texto de "Gentes, años, vida", de Ilyá Ehrenburg.
No hay comentarios:
Publicar un comentario