miércoles, 1 de febrero de 2017

"Monólogo..."






EL CAJÓN deSATRE









MONÓLOGO ACERCA DE QUE A LA VIDA COTIDIANA HAY QUE AÑADIRLE ALGO PARA ENTENDERLA



¿Quiere usted hechos, detalles de aquellos días? ¿O mi historia?
          Allí me hice fotógrafo. Hasta entonces nunca me había dedicado a la fotografía, pero allí de pronto me puse a hacer fotos; por casualidad tenía una máquina de fotos. Pensé que serían para mí. Pero ahora se han convertido en mi profesión. No podía desprenderme de las nuevas sensaciones que experimenté; no se trataba de vivencias breves, sino de toda una historia del alma. He cambiado. El mundo se me ha aparecido de otro modo. Mi sentido de la vida... ¿Me entiende?
          [Habla y coloca las fotografías sobre la mesa, las sillas y la repisa de la ventana; un girasol gigante, del tamaño de la rueda de un carro; un nido de cigüeña en una aldea desierta; un solitario cementerio rural con una tablilla en la entrada que reza: <<ALTA RADIACIÓN. SE PROHÍBE LA ENTRADA A PIE Y EN VEHÍCULO>>; un cochecito en el patio de una casa con las ventanas tapiadas; sobre el coche de niño se sienta una chova como si estuviera en su nido; una bandada de grullas en formación triangular sobre unos campos abandonados...]
          Algunos me preguntan: <<¿Por qué no usas película de color?>>. Pues porque las fotos son de Chernóbil, que significa <<Negra realidad>>. los demás colores no existen.
          ¿Mi historia? Es un comentario a esto. [Señala las fotos.] Bueno. Voy a intentarlo. Todo está aquí, ¿comprende? [De nuevo señala las fotos.] Por entonces yo trabajaba en una fábrica y estudiaba en la universidad a distancia, en la facultad de Historia. Era tornero de segunda. Nos metieron en un grupo y nos mandaron urgentemente. Como si nos fuéramos al frente.
          -¿A dónde vamos?
          -Adonde os manden.
          -¿Qué vamos a hacer?
          -Lo que os manden.
          -Pero si somos constructores.
          -Pues iréis a construir. A alguna obra.
          Construimos locales auxiliares: lavanderías, almacenes, cobertizos. A mí me mandaron a descargar cemento. Qué cemento era, de dónde venía, es algo que nadie comprobaba. Cargábamos y descargábamos. Te pasabas el día dándole a la pala, de manera que a la noche solo te brillaban los dientes. El hombre de cemento. Gris. Tú mismo y la ropa de trabajo, todo. Por la noche te sacudías la ropa, ¿comprende?, y por la mañana te la volvías a poner.
          Nos organizaron algunas charlas políticas. Que si sois héroes, que si esto es una hazaña, que si estamos en primera línea... El léxico era militar. Pero, ¿qué era un rem? ¿Y los curios? ¿Qué es un milirroentgen? A nuestras preguntas, el superior no podía contestarnos nada: en la escuela militar no le habían enseñado nada de eso. Mil, micro... Como si fuera chino. <<¿Para qué os hace falta? Vosotros cumplid las órdenes. Aquí sois como soldados.>> Seremos soldados, pero no reclusos.
          Llegó una comisión. <<Bueno -nos tranquilizan-. Aquí todo está normal. El fondo es normal. porque a unos cuatro kilómetros de aquí, sí que no se puede vivir, van a evacuar de allí a la gente. En cambio, aquí todo está tranquilo.>>
          Venía con ellos un dosimetrista. El tipo va y enchufa el cajón que le colgaba del hombro. Y cuando, con un gesto bien amplio, nos pasa el aparato por las botas, de pronto da un salto a un lado: una reacción involuntaria. Y aquí empieza lo más interesante; para usted, como escritora, sobre todo. ¿Cuánto tiempo, se preguntará, recordamos este incidente? Como mucho, unos cuantos días. Y ve, nuestra gente es incapaz de pensar solo en ellos, en su propia vida; es incapaz de sentirse a sí misma como un sistema así, cerrado. Nuestros políticos son incapaces de pensar en el valor de la vida, pero la gente tampoco. ¿Me entiende? Estamos hechos de otro modo. De otra pasta.






          Por supuesto, todos allí bebíamos, y además de veras. Por la noche no quedaba ni uno sobrio. Pero no bebíamos para emborracharnos, sino para hablar. Después de las dos primeras copas, alguien se angustiaba, se acordaba de su mujer, de los niños, o contaba algo de su trabajo. Cubría de mierda a los jefes. Pero luego, después de una o dos botellas... Se hablaba solo del destino del país y sobre el orden del universo. Se discutía sobre Gorbachov y Ligachov. Sobre Stalin. Si éramos o no una gran potencia, si adelantaríamos o no a los estadounidenses. Era el año 86. Sobre qué aviones eran los mejores, qué naves espaciales las más seguras. Bueno, Chernóbil ha volado por los aires, pero los nuestros han sido los primeros en viajar al cosmos. ¿Comprende? Y así hasta quedar roncos, hasta el amanecer. Pero sobre por qué razón no teníamos dosímetros o por qué no nos daban ningún tipo de pastillas preventivas... Por qué no había lavadoras para lavar los trajes cada día y no dos veces al mes... Todo esto se planteaba en último lugar. De pasada. Así estábamos hechos, ¿comprende? ¡Maldita sea!
          El vodka se cotiza más que el oro. Imposible comprarlo. Nos bebimos todo lo bebible de las aldeas cercanas: el vodka, el samogón, las lociones, llegamos hasta las lacas y los aerosoles. Sobre la mesa un bote de tres litros de samogón o una bolsa llena de botellas de colonia Shipr... Y hablar y hablar... Había entre nosotros maestros, ingenieros... Toda una Internacional: rusos, bielorrusos, kazajos, ucranianos...
          Conversaciones filosóficas. Sobre que habíamos caído prisioneros del materialismo y que este nos reducía al mundo de los objetos. Que Chernóbil era una puerta abierta al infinito. Me acuerdo cómo discutíamos sobre el destino de la cultura rusa, sobre su inclinación a lo trágico. Sin la sombra de la muerte no se podía entender nada. Solo sobre la base de la cultura rusa se podría entender la catástrofe. Solo nuestra cultura estaba preparada para entenderla. Vivía con este presentimiento. Temíamos la bomba del hongo nuclear y mira lo que había pasado. Hiroshima era algo pavoroso, pero comprensible. En cambio esto. Se sabe cómo se quema una casa, por culpa de una cerilla o por un proyectil. En cambio, esto no se parecía a nada. Nos llegaban voces de que era un fuego extraterrestre, que hasta no era fuego, sino una luz. Una reverberación. Como una aurora. De un azul brillante. Y que no era humo.
          Los científicos, que antes ocupaban el trono de los dioses, ahora se habían convertido en ángeles caídos. ¡En demonios! Y la naturaleza humana seguía siendo, tal como la había sido en el pasado, un misterio para ellos.
          Yo soy ruso; de la región de Briansk. En nuestro país ves a un viejo sentado en el umbral de su casa, la casa se ha torcido, está a punto de derrumbarse, y él en cambio se dedica a filosofar, a organizar el mundo. En cualquier pausa en la fábrica hallarás sin falta un Aristóteles. O en la cervecería. Como nosotros, filosofando pegados al reactor.





          Como caídos del cielo, nos venían a visitar reporteros de los periódicos. Sacaban fotos. Con temas inventados. Uno tomaba la ventana de una casa abandonada, le colocaba delante un violín. Y titulaba aquello <<sinfonía de Chernóbil>>. Cuando allí no había necesidad de inventar nada.
          Yo tenía ganas de grabarlo todo en la memoria: un globo terrestre aplastado por un tractor en medio del patio de una escuela; ropa lavada ennegrecida, colgada desde hace varios años en un balcón; muñecas envejecidas por la lluvia... Fosas comunes abandonadas... La hierba alcanzaba la altura de los soldados de yeso -los monumentos- y, sobre las estatuas, los nidos de los pájaros. Las puertas de una casa aparecen destruidas, por lo que se ve ya la han visitado los merodeadores, pero las cortinas de las ventanas están echadas. La gente se ha marchado, y en la casa se han quedado a vivir sus fotografías. Como quien dice, sus almas.
          No había nada que no fuera importante, nada intrascendente. Quería recordarlo todo con exactitud y detalle: la hora y el día en que lo había visto, el color del cielo, mis sensaciones... ¿Comprende? El hombre se había ido para siempre de aquellos lugares. Y nosotros éramos los primeros seres que experimentábamos este <<para siempre>>. No podías dejar escapar ni el más mínimo detalle.
          Las caras de los viejos campesinos, semejantes a iconos... Ellos eran quienes menos comprendían de verdad lo sucedido. Nunca habían abandonado sus casas, su tierra. Aparecían en este mundo, se amaban, conseguían su pan de cada día con el sudor de su frente y prolongaban la especie. Esperaban la llegada de los nietos. Y después de vivir la vida, abandonaban resignados esta tierra, volviendo a ella, convirtiéndose en ella.
          ¡La casa campesina bielorrusa! Para nosotros no es más que una casa, una construcción en la que vivir. Pero para ellos era todo su mundo. Su cosmos. Atraviesas las aldeas vacías y te entran unos deseos tan grandes de ver a un ser humano. Ves una iglesia desvalijada. Entrábamos en ella: olía a cera. Te daban ganas de rezar.
          Yo quería recordar todo eso. Y me puse a fotografiarlo. Esta es mi historia...
          No hace mucho, enterré a un conocido que estuvo allí. Murió de cáncer en la sangre. Se celebra el funeral. Y, según la costumbre eslava, la gente bebe, come, ya me entiende. Y empiezan las conversaciones, hasta medianoche. Primero sobre él, sobre quién nos ha dejado. Pero ¿y luego? Luego, de nuevo sobre el destino del país o sobre el orden del universo. ¿Se irán las tropas rusas de Chechenia o no se irán? ¿Empezará una segunda guerra del Cáucaso, o en realidad ya ha empezado? ¿Qué posibilidades tiene Zhirinovski de convertirse en presidente? ¿Y Yeltsin? Sobre la corona inglesa y la princesa Diana. Sobre la monarquía rusa... Sobre Chernóbil.
          Ahora ya hay diversas conjeturas. Una de ellas es que los extraterrestres ya estaban enterados de la catástrofe y nos han ayudado; otra que se ha tratado de un experimento cósmico y que dentro de un tiempo empezarán a nacer niños con una facultades geniales. Unos seres insólitos. O puede que los bielorrusos desaparezcan, como en su tiempo desaparecieron otros pueblos: los escitas, los kázaros, los sármatas, los kimeros o los huastecas...
          Somos metafísicos. No vivimos en la tierra sino en nuestras quimeras, en las conversaciones. En las palabras. Debemos añadirle algo más a la vida cotidiana para comprenderla. Incluso cuando nos encontramos junto a la muerte.
          Esta es mi historia. Se la he contado. ¿Por qué me he hecho fotógrafo? Porque me faltan las palabras.















Texto, extraído de "Voces de Chernóbil", de Svetlana Aleixiévich.
Fotografías de Sean Gallup.




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