Dorotea Lange
Hoboken, Nueva Jersey, EEUU. 1895-1965
Fotografías de Paul Taylor. |
Los propietarios de las tierras o, con mayor frecuencia un portavoz de los propietarios, venían a las tierras. Llegaban en coches cerrados y palpaban el polvo seco con los dedos, y algunas veces perforaban el suelo con grandes taladros para analizarlo. Los arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches cerrados avanzaban sobre los campos. Y al final los representantes de los dueños entraban en los patios y permanecían sentados en los coches para hablar por las ventanillas. Los arrendatarios estaban un rato de pie junto a los coches y luego se agachaban en cuclillas y cogían palitos con los que dibujar en el polvo.
Las mujeres miraban desde las puertas abiertas y detrás de ellas los niños, niños de cabeza de maíz, los ojos de par en par, un pie descalzo encima del otro y los dedos de los pies en movimiento. Las mujeres y los niños miraban a los hombres hablar con los propietarios y callaban.
Algunos portavoces eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban a las matemáticas porque podían refugiarse en ellas de las ideas y los sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fuera un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían las responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe.
Los arrendatarios, en cuclillas, asentían, pensaban y hacían dibujos en el polvo y, sí, lo sabían, Dios lo sabe. Ojalá el polvo no volara. Si sólo la capa superior no volara...
Los hombres de los propietarios tenían una idea fija: Sabes que la tierra está empobrecida. Sabes lo que el algodón le hace a la tierra: la despoja de todo, la desangra.
Los hombres en cuclillas asentían, lo sabían, Dios lo sabía. Si pudieran alternar cosechas podrían bombear sangre nueva en la tierra.
Bueno, es demasiado tarde. Y los enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar la renta: lo puede hacer.
Sí, puedes hacerlo hasta que un día pierde la cosecha y se ve obligado a pedir dinero prestado al banco.
Pero, entiendes, un banco o una compañía no lo pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así.
Los hombres acuclillados levantaban los ojos intentando comprender. ¿No podemos quedarnos? Quizá el año próximo sea un buen año. Dios sabe cuánto algodón habrá el año que viene. Y con todas las guerras, Dios sabe qué precio alcanzará el algodón. ¿No fabrican explosivos con el algodón? ¿No hacen uniformes? Con las guerras suficientes, el algodón irá por las nubes. El año próximo, tal vez. Miraban hacia arriba interrogantes.
No podemos depender de eso. El banco, el monstruo, necesita obtener beneficios continuamente. No puede esperar, morirá. No, la renta debe pagarse. El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer.
Los dedos suaves empezaban a dar golpecitos en la ventana del coche y los dedos endurecidos apretaban con más fuerza los palitos que no cesaban de hacer dibujos. En las puertas de las casas castigadas por el sol las mujeres suspiraban y después cambiaban de pie, de modo que el que había estado debajo ahora estaba encima, y los dedos en movimiento. Los perros se acercaban a los coches de los dueños olfateando y meaban en los cuatro neumáticos, uno detrás de otro. Los pollos se tendían en la tierra soleada y ahuecaban las plumas para que el polvo limpiador llegara hasta la piel. En las pequeñas pocilgas los cerdos gruñían inquisitivamente sobre los restos fangosos de su bazofia.
Los hombres en cuclillas volvían a bajar la vista. ¿Qué quieren que hagamos? No podemos quedarnos con una parte menor de la cosecha, ya estamos medio muertos de hambre. Los niños están hambrientos todo el tiempo. No tenemos ropa, la que llevamos está rota y en jirones. Si no fuera porque todos los vecinos están igual, nos daría vergüenza ir a las reuniones.
Y por fin los enviados llegaban al fondo de la cuestión. El sistema de arrendamiento ya no funciona. Un hombre con un tractor puede sustituir a doce o catorce familias. Se le paga un sueldo y se queda uno con toda la cosecha. Lo tenemos que hacer. No nos gusta, pero el monstruo está enfermo. Algo le ha sucedido al monstruo.
Pero van a matar la tierra con el algodón.
Lo sabemos. Tenemos que obtener el algodón rápidamente antes de que la tierra muera. Entonces la venderemos. A montones de familias del este que les gustará poseer un trozo de tierra.
Los arrendatarios levantaban la vista alarmados. Pero, ¿qué pasa con nosotros? ¿Cómo vamos a comer?
Os tendréis que ir de las tierras. Los arados saldrán por los portones.
Entonces los hombres acuclillados se erguían airados. El abuelo se cogió la tierra y tuvo que matar indios para que se fueran. Y Padre nació aquí y arrancó las malas hierbas y mató serpientes. Luego vino un mal año y tuvo que pedir prestado algo de dinero. Y nosotros nacimos aquí. Los que están en la puerta, nuestros hijos, nacieron aquí. Y Padre tuvo que pedir dinero prestado. Entonces el banco se apropió de la tierra, pero nos quedamos y conservamos una pequeña parte de la cosecha.
Ya lo sabemos, todo eso lo sabemos. No somos nosotros, es el banco. Un banco no es como un hombre, el propietario de cincuenta mil acres tampoco es como un hombre: es el monstruo.
Si, claro, gritaban los arrendatarios, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la dividimos. Nacimos en ella, nos mataron aquí, morimos aquí. Aunque no sea buena sigue siendo nuestra. Esto es lo que la hace nuestra: nacer, trabajar, morir en ella. Esto es lo que da la propiedad, no un papel con números.
Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre.
Sí, pero el banco no está hecho más que de hombres.
No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar.
Los arrendatarios gritaron:
El abuelo mató indios. Padre mató serpientes, por la tierra. Quizá nosotros podamos matar blancos, que son peores que los indios y las serpientes. Quizá tengamos que matar para conservar la tierra, igual que hicieron Padre y el abuelo.
Y ahora los hombres de los propietarios se encolerizaron.
Os tendréis que ir.
Pero es nuestra, gritaron los arrendatarios. Nosotros...
No. El banco, el monstruo es el propietario. Os tenéis que ir.
Sacaremos nuestras armas, como hizo el abuelo cuando vinieron los indios. ¿Y entonces qué?
Bueno, primero el sheriff, después las tropas. Si intentáis quedaros estaréis robando, seréis asesinos si matáis para quedaros. El monstruo no está hecho de hombres, pero puede hacer que los hombres hagan lo que él desea. Pero si nos vamos ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo nos vamos a ir? No tenemos dinero.
Lo sentimos, dijeron los enviados. El banco, el propietario de cincuenta mil acres no se hace responsable. Estáis en una tierra que no os pertenece. Una vez que la dejéis, a lo mejor podréis recoger algodón en el otoño. Quizá podáis vivir del auxilio social. ¿Por qué no vais hacia el oeste, a California? Allí hay trabajo y nunca hace frío. Allí te basta con alargar la mano y ya tienes una naranja, siempre hay alguna cosecha que recoger. ¿Por qué no vais allí? Y los representantes de los propietarios arrancaron los coches y se alejaron.
Los arrendatarios volvieron a agacharse en cuclillas para dibujar en el polvo con un palito, para pensar, para reflexionar. Sus rostros quemados por el sol eran oscuros; sus ojos azotados por el sol eran claros. Las mujeres salieron cautelosamente y se acercaron a sus hombres, y los niños salieron prudentes detrás de ellas, dispuestos a echar a correr. Los chicos mayores se acuclillaban junto a sus padres, porque eso les convertía en hombres. Después de un rato, las mujeres preguntaron: ¿Qué quería?
Y los hombres levantaron un instante la vista con un dolor latente grabado en los ojos. Nos tenemos que marchar. Van a traer un tractor y un capataz. Como en las fábricas.
¿Dónde vamos a ir?, preguntaron las mujeres.
No lo sabemos. No lo sabemos.
Y las mujeres volvieron rápidas y en silencio a las casas con los niños agrupados delante de ellas. Sabían que un hombre tan dolido y perplejo puede revolverse encolerizado, incluso contra personas a las que quiere. Dejaron a los hombres calcular y pensar, en el polvo, solos.
Pasado un rato quizá el arrendatario miró a su alrededor: la bomba instalada hace diez años con el asa en forma de cuello de ganso y flores de hierro en el caño; el tajo en el que habían sido decapitados un millar de pollos; el arado manual en el cobertizo y el pesebre abierto colgado de las vigas.
En las casas, los niños se apiñaron en torno a las mujeres.
¿Qué vamos a hacer, Madre? ¿Dónde vamos a ir?
Las mujeres respondieron:
Aún no lo sabemos. Salid fuera a jugar. Pero no os acerquéis a vuestro padre, que a lo mejor os zurra.
Las mujeres siguieron trabajando, pero sin dejar de mirar a los hombres acuclillados en el polvo, perplejos y pensativos.
Fotografías de Dorotea Lange.
Texto, extraído de "Las uvas de la ira", de John Steinbeck.
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