"Cosas mías"
"Te repites", me espeta Fer a menudo y a modo de saludo, juicio y resumen sobre las fotografías que cuelgo en este blog. ¡Yo que, humildemente y previo a cargar con el pesado equipaje de la bolsa con la cámara y los accesorios, antes las he pensado, y también durante su tiempo de edición y hasta su publicación he continuado con el mismo proceso!. Pero después comienzan a ser algo ajenas. Por eso le agradezco que su comentario me haga de nuevo repensarlas, porque para mí es más importante todo ese tránsito de sugerencias previo, durante y pos que las imágenes mismas.
Ellas son sólo una excusa, por supuesto las ajenas también, para ese largo aprendizaje de mí mismo, pero no olvido que son mudas, y no contienen más información del mundo cual si fueran discapacitados orantes en los que vierto mis ansias, no las suyas. Ya sé que portan consigo el estigma documental por el gran parecido que tienen con el exterior, pero niego doblemente tal cualidad de real: ni son tal, ni sin un pie escrito nada dicen. Además siempre inevitablemente son una interpretación, aún la más purista, porque no hay quien vea cada día como millones de instantes decisivos, ni perciba a América profunda en blanco y negro, ni desestructure lo cotidiano a todo color, como sí lo hicieron mecánicamente Cartier-Bresson, Robert Frank y Alex Webb respectivamente.
Encontrándome en una ocasión en el MNCARS repasando los grandes lienzos de Tàpies se hallaba a mi vera un jubilado, aprovechando la ociosidad y gratuidad a manos llenas, frente a los Miró. Perplejo y ansio de polémica me abordó con el tópico: "Tengo un nieto que pinta igual". Por supuesto exultante le solicité que me presentara sin tregua al tal genio, aunque naturalmente lo único que conseguí en un primer momento fue su mirada de recelo, pero además logré su atención, lo que me sirvió para explicarle que el valor del insigne poeta no consistía en pintar como un infante sino hacerlo después de vivir toda una vida, en encontrar la inocencia después de instalada la memoria. Así mismo, cuando durante la moda de visitar el espectáculo que supuso la inauguración del museo Guggenheim en Bilbao, me cansé de escuchar a los amigos turistas que regresaban decepcionados con el contenido, a la par que se me mostraban como cultos e intelectuales modernos vertiendo alabanzas por la genialidad de Frank Gehry. Tuve que armarme de mucha paciencia para hacerles entender que si antes no habían pisado un Prado retiniano menos aún podrían entender el espectáculo del conceptual arte mental que nació junto a ellos en el siglo XX.
Sé bien que el ser humano se aferra a múltiples fes en la esperanza de explicaciones, y así arropando mentiras negamos la evidencia de que las certezas no existen. Con cada pregunta nueva a la que nos enfrentamos tan sólo conseguimos otro campo nuevo de incógnitas, tal como define bien aquel aforismo científico: "Sólo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y de lo primero no estoy seguro". Por eso me sorprende tanto el academicismo para creadores. Entiendo perfectamente la necesidad de cualquier enseñanza técnica, aunque pongo en duda que sin el añadido humanista después de construir un puente se sepa qué hacer luego en la otra ribera, y de hecho en cualquier carrera de Bellas Artes deberían ser innatas ambas enseñanzas, pero soy escéptico y mucho de los títulos con orla de artista. Ni qué decir de los autoproclamados como tal que pululan por las redes sociales.
Lo que sí se repite constantemente también en estos foros es la queja de los intelectuales de turno de este gremio cainita e inculto: ¡La foto-basura inunda nuestras vidas virtuales!. Parecen olvidar ésos la obvia y ontológica multiplicidad del medio, es suya e innata, que a la par de la evolución tecnológica conlleva además simplificación del proceso de producción, lo que estorba porque parece que va en contra-dirección de su carrera en pos de su estatuto de arte. Y ello incomoda tanto como para querer olvidarlo, que es otro factor imposible para la fotografía tan ligada además a la memoria. Y aunque antes fuera un tanto elitista y privada, la nueva generación binaria nos la ha situado extremadamente en su connatural ámbito de lo público. Si ayer fueron los hechos extraordinarios los dignos de perdurar, hoy nos vemos inundados por la banalidad del electorado demócrata dictando el álbum antropológico de una cultura mediocre y decadente. Creo que el medio fotográfico es un arte colectivo más que singular, y con su particular y paradójica aportación no tan sólo quiebra las anteriores formas sino sobre todo el fondo.
Llevo ya muchos años tomando fotografías, estudiándola y reflexionándola, y aunque ello no me dé derecho a nada siempre me he sentido dichoso no sólo mirándolas, que no leyéndolas, sino además sumergiéndome en los pensamientos de los teóricos, compartiendo o discrepando desde el respeto sus intuiciones, sensibilidad o lucidez, pero echo en falta la praxis de tales reflexiones en toda su historia. Si el medio fotográfico supone tal ruptura conceptual y de categoría en el mundo del arte, no acabo de entender por qué seguimos estudiándola con las mismas maneras de antes. Continuamos catalogándola con los mismos géneros y solicitud bovina y, peor aún, seguimos estableciendo sus categorías de calidad con el mismo parámetro de autoría, cuando su magna disidencia estriba en su ubicuidad y omnimiscencia anónima. Toda forma de arte establece una nueva relación del hombre con su ser y estar, ¿qué son aquellas huellas de manos y las figuras antropomorfas de nuestro pasado de piedra sino la afirmación de la presencia del ser humano en la frontera del tiempo, o Stonehenge y las pirámides sino la nueva organización del sedentarismo, o el Barroco o el Gótico sino la relación del hombre bajo la grandeza de lo ignoto, o las Vanguardias y sus Ismos sino la reacción de lucidez frente a la inmediatez y caducidad de los tiempos modernos?.
Desde sus inicios la fotografía intuyó su alcance, retratos y paisajes perpetuados despertaron el anhelo de nuevos mundos, exteriores e interiores, aunque el primer acercamiento en su reafirmación como arte históricamente quedó estigmatizado en el manierismo del Pictoralismo, sentenciado erróneamente hoy más como ajeno al medio que inclusivo. Pero la reivindicación como un valor más lleno de pureza y realidad tampoco es completamente cierta ni justa, pues yerra en sí misma en asignarse una supremacía en el medio que no es tal. Es otra la historia de la fotografía, no la de los avances técnicos y estilísticos o la autorial, es aquella absoluta donde deben de incluirse por igual a todas, a la que debe añadirse aquellas instantáneas amateur o anónima, signadas o no que se dieron a la luz. ¿O acaso son menos decisivas en su devenir histórico aquellas fotografías anónimas del siglo XIX y XX que ahora tanto nos fascinan, como lo hace hoy igualmente cualquier retablo Románico por encima de su calidad crematística?. Lo mismo nos sucederá pasados algunos años con esos selfies del hoy pasajero que tanto denigramos mostrando ese culto al cuerpo, la ociosidad y abundancia de este imperio occidental del siglo XXI. Porque en la fotografía hubo ya un más allá de los Lartigue, Cameron o Carroll, y si bien entiendo la grandeza de los Capa, Strand y Weston de ayer, que son los Salgado, McCurry o Nelson de hoy, también debemos ser justo y considerar que el nuevo Pictoralismo se encubre hoy bajo las neo-formas del culto a la representación de los Di Corcia, Dijkstra o Shore, haciendo las delicias de los que ponen en la picota a aquél otro incómodo pasado.
Bien sé que las ideas breve e imperfectamente aquí expuestas no concuerdan con el canon genérico acordado en el medio, que la herejía de poner en el mismo pedestal cualquier fotografía desconocida junto al museístico Mapplethorpe no es plato de buen gusto para los pseuo-heterodoxos, pero pienso que el arte es aquello que presiente y transforma al colectivo humanidad, pero eso no es lo mismo que ese estupro de mercado al que nos hemos acomodado porque nos dicta las certezas en los credos, sustentándose en vacuas e inalcanzables teorías de la justificación y así evitándonos el esfuerzo de la razón y duda, porque lo incomprensible siempre fascina y atrae como polilla a la luz, y aunque las grandes ventas de los star-autores evidentemente den matices a la paleta de la comprensión, lo que realmente resulta transcendente es el edificio y no los arquitectos, el gremio o la altura de su construcción.
Por ello deseo justificarme ante Fer y su incomprensión: sí, todas mis imágenes son una misma fotografía, ¿qué otra cosa me es dado hacer sino ser otro insignificante operario participando de tan magna catalogación de la transformación?. El que utiliza como anatema material la luz, como argamasa la memoria y el residuo de la huella para reescribir otra historia, una nueva, la de las personas irrelevantes que anteriormente contaron únicamente como estadísticas y que ahora reivindican su participación activa con esa herramienta de reafirmación de la presencia y perennidad, aunque sea a través del silencio de la fotografía, desde una máquina a la que jamás le será dado fabricar ninguna flor, solamente imágenes de miles de ellas. Porque la fotografía tan sólo muestra, cosas, y las cosas no dicen, callan, somos nosotros quienes luego complementamos el significado de esa escritura de luz con nuestra mirada.
Texto y escaneados en 2016 de enriqueponce.
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