miércoles, 9 de noviembre de 2016

"Don McCullin"






LOS CAZADORES deMENTES





Don McCullin
Londres, Reino Unido. 1935




Don McCullin en Chipre, 1964.

















Olvido tenía los ojos adiestrados desde niña; el instinto de leer un cuadro como quien lee un mapa, un libro o el pensamiento de un hombre. Parece una de tus fotos, dijo de pronto. Una tragedia resuelta con geometría casi abstracta. Fíjate en los arcos de las ballestas, Faulques. Observa el cruce de lanzas que parecen traspasar el cuadro, la chapa circular de las armadura que descomponen los planos, los volúmenes dispuestos mediante cascos y corazas. No fue casualidad que los más revolucionarios artistas del siglo XX reivindicaran a este pintor como maestro, ¿verdad? Ni él mismo podía imaginar lo moderno que era, o que iba a ser. Como tú tampoco, con tus fotos. El problema es que Paolo Uccello tenía pinceles y perspectiva, y tú sólo tienes una cámara. Eso impone límites, claro. De tanto abusar de ella, de tanto manipularla, hace tiempo que una imagen dejó de valer más que mil palabras. Pero no es culpa tuya. No es tu manera de ver lo que se ha devaluado, sino la herramienta que usas. Demasiadas fotos, ¿no crees? El mundo está saturado de malditas fotos. Después de oír eso Faulques se había vuelto hacia su perfil, en contraluz con la claridad que entraba por la ventana situada en el lado derecho de la sala. Un día quizá pinte un cuadro sobre eso, pensó decirle, pero no lo dijo. Y Olvido murió algo más tarde, sin saber que él lo iba a hacer, entre otras cosas, por ella. En aquel momento miraba el Uccello fija, inmóvil, largo el cuello bajo el pelo recogido en la nuca, como una estatua tallada con suma delicadeza, absorta en los hombres que mataban y morían, en el perro que, sobre el punto de fuga situado en la cabeza del caballo central, perseguía liebres a la carrera. ¿Y tú?, había preguntado él entonces. Dime cómo resuelves el problema. Olvido estuvo quieta un poco más, sin responder, y al cabo apartó la vista del cuadro, mirándolo a él de soslayo. No tengo ningún problema, dijo al fin. Soy una chica acomodada, sin responsabilidades ni complejos. Yo no poso para modistos ni portadas ni anuncios, ni fotografío interiores de lujo destinados a revistas para señoras pijas casadas con millonarios. Soy una simple turista del desastre, feliz de serlo, con un cámara que le sirve de pretexto para sentirse viva, como en aquellos tiempos en que cada ser humano tenía la sombra pegada a los pies. Me habría gustado escribir una novela o hacer una película sobre los amigos muertos de un templario, sobre un samurái enamorado, sobre un conde ruso que bebía como un cosaco y jugaba como un criminal en Montecarlo antes de ser portero en Le Grand Véfour; pero carezco de talento para eso. Así que miro. Hago fotos. Y tú eres mi pasaporte, de momento. La mano que me lleva a través de paisajes como el de ese cuadro. En cuanto a la imagen definitiva, esa que todos dicen buscar en nuestro oficio -incluido tú, aunque no lo digas-, me da lo mismo hacerla o no. Sabes que dispararía igual, clic, clic, clic, sin película dentro. Vaya si lo sabes. Pero lo tuyo es distinto, Faulques. Tus ojos, tan sobrecargados de funciones defensivas, quieren pedirle cuentas a Dios con sus propias reglas. O armas. Quieren penetrar en el Paraíso, no al comienzo de la Creación, sino al final, justo al borde del abismo. Aunque eso no lo conseguirás nunca con una miserable foto.







































Fotografías de Don McCullin.
Texto, extraído de "El pintor de batallas", de Arturo Pérez Reverte.




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