lunes, 5 de febrero de 2024

“¿Qué sabemos de lo que le gusta a un animal?”

EL CAJÓN deSASTRE





“¿Qué sabemos de lo que le gusta a un animal?”





"No deseo que las mujeres tengan más poder sobre los hombres, sino que tengan más poder sobre sí mismas".

Mary Shelley



Antoine D'Agata




          Doce años después de haber escrito El origen de las especies (1859), Darwin se decidió por fin a publicar un libro en dos volúmenes sobre El origen de nuestra especie. En la obra, titulada El origen del hombre y la selección en relación con el sexo, se daba todo el protagonismo a un nuevo tipo de selección y a un nuevo tipo de competencia que apenas había tratado en 1859. Me estoy refiriendo a la selección sexual y la competencia por la reproducción, que para Darwin explicaban no solo el origen del ser humano sino también el origen de las razas humanas.

          Darwin se daba cuenta de que hay rasgos en los animales que no son fáciles de relacionar con la ecología de la especie, con su nicho. El ejemplo perfecto es la cola del macho del pavo real, que no ayuda en su vuelo, sino que lo entorpece. ¿Cómo podrían haber sido seleccionados los individuos más torpes en el vuelo, los que peor escapaban de los depredadores?

          No solo hay que sobrevivir, es necesario reproducirse para que los individuos se perpetúen -o, al menos, para que lo hagan sus características- a través de sus hijos. Si no los tienen, es -a efectos evolutivos- como si nunca hubieran vivido. De sus características propias y originales, de sus singularidades, de lo que los hacía diferentes de los demás miembros de su especie… no quedará nada. Desde que en la evolución apareció la reproducción sexual, la inmortalidad biológica está en nuestra descendencia. El único éxito posible es el reproductivo. Los organismos, pues, tienen una vertiente económica (en relación con la economía de la naturaleza) y otra reproductiva.

          Igual que solo los más aptos en el oficio particular de cada especie (su nicho ecológico) consiguen ganarse una vida, solo los mejores profesionales en el arte de la reproducción dejan hijos detrás de ellos. En unos casos ese arte es de la seducción del otro sexo, como en el pavo real, el ave del paraíso, la avutarda o el urogallo (los cuatro ejemplos son aves, y no por casualidad); en otros casos son las artes marciales las que cuentan, si de lo que se trata es de pelearse con los rivales del mismo sexo, como los ciervos, los elefantes marinos o los gorilas (mamíferos en los tres ejemplos, y tampoco es una casualidad).

          A la pelea de los machos entre sí por las hembras, Darwin la llamó la ley de la guerra (law of battle), y no suscitó grandes críticas porque la podemos ver fácilmente en la naturaleza. Pero era la atribución a los animales de un sentido del gusto o la belleza comparable al humano lo que repugnaba a algunos científicos. A Darwin le parecía que los animales que cantan, bailan y se exhiben tenían un sentido de la estética que no es en esencia distinto del nuestro, en el que se continúa. En cambio, a Alfred Russel Wallace no le convencía lo del <<taste for the beautiful>> que Darwin atribuía a los animales. Para Wallace no había lugar en el escenario para otra forma de selección que no fuera la selección natural que él había descubierto a la par que Darwin. Se suele decir que Wallace era más darwinista que el propio Darwin.

          Wallace, por ejemplo, pensaba que las diferencias en vistosidad del plumaje entre los dos sexos en algunas especies de aves se podían explicar perfectamente por la selección natural ordinaria de la siguiente manera: las hembras, cuando son solo ellas las que incuban, se habrían vuelto más discretas en aquellas especies en las que el nido no está cubierto, sino expuesto a la vista de los depredadores. Pero en casos muy exagerados, como los brillantes colores en la época del cortejo de muchas especies o las danzas nupciales, no cabe pensar en otra explicación que la selección sexual, a pesar de Wallace.

          Bien mirado, los dos tipos de competencia favorecen por lo general al más vigoroso, al que está en su plenitud. En el caso del combate es obvio porque es una prueba física, pero los que tienen los colores más brillantes en piel, escamas, pelo o pluma, y los que se pavonean, cantan, vuelan, nadan, saltan, corren o se exhiben mejor de cualquier otra manera, también suelen ser los que están más sanos y tienen mejores genes. Un ejemplo notable de este tipo de competencia sin agresión se da en ciertas aves de Australia y Nueva Guinea (los tilonorrincos) en las que los machos construyen emparrados o pérgolas, que les dan mucho trabajo, ricamente ornamentados con objetos vistosos, que hasta se roban unos a otros.

          No se trataría por tanto de una cuestión de estética sino de calidad genética. Los animales no experimentarían el placer que sentimos los humanos por las artes plásticas (en el sentido de que no apreciarían la belleza por la belleza, es decir, por puro goce visual) sino que tendrían la capacidad de reconocer a los mejores individuos para reproducirse con ellos.

          Pero no le faltaba razón a Wallace en adoptar una postura escéptica, que el científico debe conservar siempre. El gran problema de la selección sexual es que a menudo es difícil de demostrar. ¿Cómo probar que un rasgo se ha desarrollado porque resulta atractivo para el otro sexo? ¿Qué sabemos de lo que le gusta a un animal?

          En cualquier caso, cuando uno no encuentra explicación ecológica a una característica de una especie, sobre todo si solo se encuentra en uno de los dos sexos, es una buena idea preguntarse si no se deberá a la selección sexual.




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Texto, extraído de “Vida, la gran historia”, de Juan Luis Arsuaga.

Fotografías de los los autores reseñados al pie.


Xavier Miserachs


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