viernes, 25 de febrero de 2022

"Un pequeño inconveniente de la historia"

EL CAJÓN deSASTRE





Pablo Picasso y Dora Maar.



          -Los crímenes de guerra no han sido suficientes, ¿no? Millones de muertos inocentes, centenares de asesinos impunes paseándose por el mundo, como si fuera su casa, gracias a la protección del asesino de El Pardo y a la hospitalidad de Perón. Total, ¿qué significa eso? Nada, un pequeño inconveniente de la historia, un accidente...
          -No digas eso, Manolo -la voz de Meg había adelgazado como si las palabras que acababa de oír le hubieran contagiado la misteriosa enfermedad a la que el bar había sucumbido antes que ella.
          -¿Y qué quieres que diga? -su amiga no respondió, no le miró siquiera, y él comprendió por qué y para qué se había quedado-. Déjame hablar, por lo menos. Hablar es lo único que puedo hacer, porque soy español, un paria de mierda, un ciudadano de quinta categoría, un desgraciado que tuvo la mala suerte de nacer en un país que no le importa a nadie.
          -No se trata de eso -Goodwin intervino con un acento tan cauteloso, tan objetivo y civilizado, que Manolo tuvo que reprimir el impulso de meterle una hostia-. El mundo ha cambiado. Stalin es el motivo...
          -Stalin ganó la guerra para vosotros -sus dientes chirriaron en el esfuerzo de escupir las palabras sin chillar-. Sin Stalin nunca habríais entrado en Berlín. Entonces no os importaba que fuera un tirano, ¿o es que no lo sabíais?
          -El mundo ha cambiado -repitió Goodwin.
          -Y tanto que ha cambiado. Ahora mimáis a vuestros enemigo, invertís millones de dólares en Italia, en Alemania, en Austria, los habéis convertido en países democráticos, les habéis devuelto su independencia, su dignidad y su orgullo. Pero los españoles no merecemos tanto, no merecemos nada, aunque fuimos los únicos que luchamos contra el fascismo. O, a lo mejor, ese fue nuestro pecado, ¿no?, habernos atrevido a ser antifascistas sin contar con vosotros, sin pediros permiso, sin implorar vuestras providenciales ayuditas, esos desembarcos que no habrían valido una puta mierda si Stalin no hubiera avanzado desde el este. Como nos hemos atrevido a no deberos nada, ahora el amigo de vuestros enemigos es vuestro amigo, y los enemigos de Franco son los vuestros. Hay que joderse.
          Se había acelerado tanto que notaba el volumen, el grosor de su lengua dentro de la boca, el regusto ácido que posaba en su paladar aquella verdad inmutable, que llevaba diez años sepultada bajo la ilusoria esperanza de un final feliz que nunca llegaría. Durante más de diez años se la había tragado mientras asistía impasible al llanto de cocodrilo de todos esos hombres, todas esas mujeres que se llevaban un pañuelo a los ojos al escuchar la palabra España, e imploraban su compasión ante el trágico dilema que les impulsaba a negarle su ayuda una vez más. Durante más de diez años había sacrificado la verdad a la esperanza, un océano de fe que, después de 1945, había encogido para caber con progresiva holgura en una tubería cada vez más delgada, por fin un grifo tonto, averiado, que había goteado de tarde en tarde hasta quedarse definitivamente vacío, seco para siempre, en un bar de Buenos Aires.
          La esperanza acababa de morir y había dejado un huérfano que necesitaba llorarla, celebrar su duelo, despedirla dignamente. Para eso se había quedado, por eso hablaba, para presidir la ceremonia de una verdad que aquella tarde, en aquel lugar, sólo podía oficiar él. Y hablar le dolía, pero no estaba dispuesto a dejar de hablar, porque las palabras eran la última propiedad que conservaba, el único bien con el que podía rellenar su maleta de apátrida, el postrero instrumento de su memoria, que aún podía ayudarle a pronunciar su verdadero nombre, el apellido de su padre, el de su madre, la identidad que había quemado, junto con su juventud, en el ingrato altar de la esperanza. No estaba dispuesto a renunciar a esas palabras que fluían solas, como si navegaran en un río de aceite que inundara su cabeza para conectar su cerebro con su boca, como si supieran escogerse a sí mismas, precipitarse unas sobre otras hasta componer frases completas que hilaban un discurso que jamás le había parecido tan nítido, tan abrumadoramente contundente, tan exacto, como aquel día en que la verdad ya no servía de nada, para nada.
          -El fascista que triunfó gracias a la ayuda del Eje aplasta con su bota un país entero, sembrado de cadáveres, y vosotros le dais la vuelta a cualquier lógica, le bendecís, le apoyáis, no estáis dispuesto a molestarle, ni a él ni a los criminales a quien protege. Y los españoles seguimos siendo tan gilipollas, tan ingenuos, que nos jugamos la vida todos los días, esperando a que os deis cuenta de que existimos. Pero no, porque para nosotros el mundo no ha cambiado y no cambiará. El mundo no cambia cuando se vive bajo una dictadura. En España, todos los días son el mismo día, pero a vosotros eso os toca los cojones, ¿no?, porque siempre hay un enemigo nuevo, un asesino más odioso, un peligro más urgente. Y siempre podéis decir que la culpa es nuestra, porque la República se echó en brazos de la Unión Soviética cuando no existía ningún otro lugar en el mundo al que pudiéramos acudir, cuando vosotros nos cerrasteis todas las puertas, cuidando de dejar abiertas de par en par las que Hitler y Mussolini usaron para ayudar a Franco. Nuestro error fue luchar, intentar vivir, no querer morir. Nos habría ido mejor si hubiéramos muerto. Con medio metro de tierra encima, sí habríamos merecido ser vuestros aliados. Eso ya lo sabía, con eso ya contaba, pero no esperaba que las pilas de cadáveres de las cámaras de gas os importaran lo mismo que nosotros. Qué ingenuidad, ¿no? Total, los judíos que murieron, muertos están, y a los que siguen vivos, ya les hacéis muchos homenajes, así qué, ¿qué más quieren?















Fotografías de Dora Maar (excepto retrato de Pablo y Dora).
Texto, extraído de "Los pacientes del doctor García", de Almudena Grandes.




No hay comentarios:

Publicar un comentario